En el noroeste de Costa Rica, junto a las aguas del Pacífico, está la que es la segunda provincia más extensa del país y también la más despoblada: Guanacaste. Se trata de una región mucho más seca que el resto del país y el ecosistema dominante es la sabana. Tanta extensión de tierra sin demasiada gente es una bendición para la actividad más representativa del lugar: la cría ganadera tradicional. En Guanacaste, los sabaneros —nombre con el que se conoce a los vaqueros de la sabana— se dedican a esta actividad desde que los españoles reintrodujeron el caballo en el siglo XVI. En torno a su figura se celebran numerosos festivales y, por pura casualidad, me encuentro con el más importante cuando llego a Liberia, la capital de la región. Ha caído la noche y, aunque hay muchos hospedajes, me cuesta bastante encontrar un lugar para dormir. La dueña de la casa me informa del motivo: he llegado en el momento álgido de las Fiestas Cívicas de Liberia. Tienen lugar durante la última semana de febrero y los primeros días de marzo. Multitud de personas de toda la región se acercan a la capital para disfrutar esos días. ¡Menuda suerte llegar ahora!
Por la mañana me levanto temprano gracias a la alegre diana de música y procesión de vecinos que, ya a pie, ya en sus vehículos, realiza la tarea de despertador ¡nada menos que a las cinco de la mañana! De todas formas, lo habitual por estas regiones es levantarse a las seis y a estas alturas ya estoy más que acostumbrado. Salgo a pasear por las calles de la ciudad. Hay multitud de casas coloniales en cuyos porches se acumulan familias y grupos de amigos, expectantes y excitados por los acontecimientos que se avecinan. Pronto comienzan a llegar los que son los actores principales de la vida de Guanacaste, incluso más allá de los días de celebración: los sabaneros.
En estos días señalados todos llevan sus ropas bien limpias y almidonadas, con cinturones con grandes y brillantes hebillas plateadas y botas de cuero bien lustradas. A menudo van acompañados por sus familias, todos en sus respectivas monturas.
Los caballos están bien adornados; se les ve tan orgullosos y satisfechos como a sus dueños. Es evidente que el trabajo del sabanero va mucho más allá de ser un medio para ganarse el sustento. Es una forma de vida que se ha convertido en parte de su identidad. Un orgullo que también he visto en los gauchos de la Patagonia.
Por las calles desfilan estos centauros de la sabana, a menudo mostrando sus habilidades en el dominio de sus monturas, así como su destreza a la hora de dirigir el ganado, que también llena las calles de Liberia. Unos cabezudos con vestidos de colores y brazos desproporcionadamente largos voltean en medio de la fiesta, ofreciendo una nota colorida que atrae a los más pequeños. Me impresiona que muchos niños también van a caballo y se muestran tan cómodos y confiados que no me extrañaría demasiado si me dijeran que aprendieron a montar antes que a caminar.
En la tarde y, para cerrar los eventos del día, tiene lugar un rodeo o montadera, como se conoce en Guanacaste. Es la principal atracción para los jóvenes, ansiosos por descargar su energía corriendo frente a los toros, que nunca son heridos en este espectáculo. Esta tradición, nacida como un pasatiempos de los vaqueros, se ha ido popularizando hasta convertirse en el evento principal y más esperado, por ello suele realizarse al final de la celebración.
Lo más sensato es ver el espectáculo desde la grada ya que puede ser peligroso para el que no esté acostumbrado. Para los expertos montadores, que se atreven a cabalgar sobre el toro encabritado, la fiesta puede terminar en el hospital. Los toros más bravos son los más apreciados y hay incluso leyendas como la del astado Malacrianza: tras su muerte el año pasado se le erigió una estatua en Liberia. Dos montadores pagaron con su vida el atrevimiento de montarlo.
Como único “gringo” en medio de la fiesta, soy objeto de las miradas y la curiosidad de algunas personas del público. “¡Salte usted!”, me dicen algunos, probablemente tratando de hacer todavía más divertida la tarde echándose unas risas al verme hacer el ridículo corriendo presa del pánico. Me resisto poniendo como excusa que desde la grada se ve muy bien el espectáculo. Sin embargo, por dentro empiezo a tener tentaciones ya que nunca he participado en un evento de estas características. Finalmente, salto cuando ya falta poco para el final, pero no tengo las agallas de acercarme lo suficiente como para acrecentar la emoción del evento.
El sol se pone y los tonos rosados del crepúsculo tiñen de color la arena y el polvo en suspensión levantado por la actividad en el ruedo. La vista toma un cariz irreal y me regala un momento de pausa para ser consciente de la suerte que he tenido al llegar a Liberia durante sus fiestas.
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