Es curioso comprobar cómo un país tan extenso y variopinto como India es frecuentemente reducido a un conjunto de tópicas estampas en el imaginario colectivo. Por supuesto que existen muchas “Indias” sin curry, vacas, calor, miseria, caos y hasta sin hinduismo. En el corazón de una de ellas, Meghalaya, la simpática picaresca de sus habitantes les ha llevado a usar su ingenio para modificar la naturaleza adaptándola a sus necesidades.
Un autobús hacia el sur
En Shillong, la capital de Meghalaya, el encuentro de sus etnias crea un espectáculo en cada esquina. Desde el mercado parten cada día varios autobuses hacia el sur. Hay llegar con tiempo a la estación sorteando improvisados tenderetes y vendedores de snacks, aunque no se vaya a adelantar la salida con ello. Pero podrá evitarse viajar sobre la carga —generalmente enormes sacos de cereal— que los pasajeros montan como si de otros viajeros se tratase ocupando tanto asientos como pasillo. A veces hay que gatear entre sacos para llegar a sentarse. Asegurarse una ventanilla, o lo que se pueda de ella, es apuesta segura para disfrutar del regalo paisajístico que está por venir.
Praderas y colinas cubiertas por un verde tapiz de césped con el que el viento coquetea son desquebrajadas por diminutos arroyos. Las contadas casas de piedra que salpican el paisaje, cementerios con cruces celtas y alguna oveja perdida hace pensar al visitante extranjero mucho más en una postal europea que asiática. Una cosa está clara: Meghalaya, la “Escocia de India”, se ha ganado a pulso su sobrenombre.
El lugar más lluvioso de la Tierra
Un cartel a la llegada de Cherapunjee (“Sohra” en lengua local) vaticina pomposamente el tiempo que seguro se avecinará: “Bienvenidos al lugar más lluvioso de la Tierra”. Tan pronto se dobla la primera esquina, otro más humilde te recuerda que acabas de llegar al “sitio más húmedo de planeta”. Tanto superlativo quizá abrume o pueda resultar exagerado, pero permite hacerse una idea del clima que impera en la zona. Un inglés más que extendido, la constante invitación a una taza de té caliente y casitas singulares que recuerdan a los cottages británicos aluden, inconscientemente, a esa Escocia que parece esconderse en Asia.
Más interesado en hablar con la gente y disfrutar el paisaje, el que escribe decide recorrer a pie los kilómetros que le separan de un cercano valle. Son varias las veces que sol radiante y lluvia se alternan en cuestión de minutos durante el camino. El empinado descenso, a través de un sendero resbaladizo (aunque con algún tramo acondicionado con escalones de cemento, ¡benditos tiempos modernos!), juega una buena trampa al pie ligero. La causa es la envolvente humedad, causada en buena medida por el río que cada vez se siente más cerca.
Una suerte de pueblo, o más bien una agrupación de casuchas, se levanta junto a él. Entre ellas corren las gallinas y los niños para quienes el húmedo suelo no parece ser un problema. Como parece ser norma no escrita en la zona, vuelve la invitación a té a pesar ahora de la falta de idioma común. Y tan pronto pregunto por el siguiente pueblo me indican la dirección señalando con un dedo mientras repiten “bridge” (en inglés, puente). La mayor sorpresa del día estaba por venir.
El puente está vivo
La primera visión de aquella obra rompió cualquier esquema arquitectónico que pudiera tener. El puente está vivo, en el más literal sentido de término. Para un urbanita acostumbrado a concebir una ciudad como un estructurado amasijo de elementos y materiales inertes, observar un puente no construido más que con raíces resulta cuanto menos chocante. Saber además que varios de los que cruzan el río en otros puntos de valle fueron “levantados” hace más de cuatro siglos, y que el mantenimiento que requieren es, como cabe imaginar, mínimo, ponen en una lacónica evidencia al término “ruina”. Aún incrédulo, al cruzarlo salté intentando tambalear la estructura, comprobando que la naturaleza no sólo es sabia, sino fuerte.
“Estoy aquí por mi mujer”, oigo al poco de llegar a Nongriat. Tras la aparente declaración de amor intrínseca en la tercera frase que me dirige, Byron —que adoptó tal nombre por el personaje literario—, me explica algunos detalles de la sociedad matriarcal que puebla el valle. Al ser su esposa la primogénita de la familia, le corresponde cuidar de sus padres y heredar posteriormente su casa.
Allí viven ahora, junto al puente que ha hecho conocido el valle en todo el mundo. Si los que he visto, o incluso cruzado camino a Nongriat impresionaban por su propia naturaleza (redundante término en este caso), éste parece hecho para chulear. Dos enormes árboles han hecho posible que no sea una, sino dos plantas de entramado de raíz en perfecto paralelismo al suelo las que permitan salir de poblado sin tener que mojarse. Absorto durante un buen rato, observo como una campesina saluda a otro agricultor al cruzarse en los diferentes niveles. Otro lo atraviesa al volver a casa acompañado de su ganado. Soy el único boquiabierto, y acabo entendiendo que lo que para mi resulta sorprendente es moneda corriente para los lugareños.
Usar la naturaleza sin destruirla
En la diminuta casa de Byron acabo siendo uno más, jugueteando con los niños antes de cenar sobre el mismo suelo de la cocina que alumbra una vieja lámpara de gas. Me explican que para que se forme un puente son necesarios al menos sesenta años. Bromeo, si bien me parece serio el asunto, al pensar que en otras partes de mundo se planta un árbol para verlo crecer en vida, cuando aquí el equivalente es encauzar sus raíces hasta convertirlo en puente. Me quedo dormido al aire libre, bajo un manto de estrellas y fantaseando con Byron con un mundo en el que el ser humano utiliza a la naturaleza sin destruirla en un ingenioso equilibrio. “¡Menuda utopía!”, exclamamos a la par mientras vemos una vez más un puente por cuyo interior circula savia.
No son sólo los ríos y la constante humedad lo que hacen tener al agua siempre presente en Nongriat. Pocos kilómetros más arriba (aunque no fáciles de recorrer) se alza la tercera catarata más alta del mundo. Admirarla cerca de su base es una excusa perfecta para encontrar otra más pequeña cuya caída crea un perenne arco iris. El placer de bañarse jugueteando con los colores debería ser obligatorio.
La vuelta a Cherapunjee garantiza sudor y vistas escénicas a partes iguales. El último tramo, ya plano, donde montañas y bosques se convierten en colinas y prados, vuelven a recordar la variedad de un país como India donde también hay un pedacito de Escocia.
Me ha gustado muchísimo , el comprobar la IMAGINACION e INVENTIVA de la raza humana , respetando al máximo la NATURALEZA