Puede llegar a resultar decepcionante la vacuidad de los santuarios sintoístas, más aún si los comparamos con los recintos religiosos a los que estamos acostumbrados: iglesias que rebosan barroco, de estilizado gótico o con hermosos capiteles románicos. En un santuario sintoísta destaca la madera, enormes vigas que arman y sujetan la estructura. La poca imaginería, si la hay, las partes decoradas, las telas con bordados o los lacados, están generalmente fuera de nuestro alcance y casi de la vista, en penumbra. Los japoneses manejan como nadie los juegos de luces y sombras. Mientras que en occidente, especialmente en el Mediterráneo, se da toda la importancia a la luz y su efecto sobre las cosas, en Japón es la sombra el elemento que aporta elegancia y armonía a un espacio, es la iluminación de una triste vela lo que da vida a los delicados grabados en laca sobre un antiguo mueble, el exceso de luz los empobrece.
Durante el cambio de estaciones se celebra el Setsubun, pero el que adquiere más notoriedad es el de la llegada de la primavera —según calendario lunar japonés—, celebrado el 3 de febrero.
La gente acude a los templos en masa, la celebración da comienzo con un desfile solemne de los sacerdotes y de gente nacida en el signo del año en curso —el mono en 2016—. El momento álgido llega con el mamemaki, que consiste en el lanzamiento de irimame (judías de soja tostadas) al grito de Oni wa soto, fuku wa uchi (demonios fuera, buena suerte dentro). Si quieres alterar a un japonés y romper su proverbial tranquilidad, échale judías. La tradición dice que cada persona debe comer tantas judías como años tiene, así que los octogenarios se entregan con inusitado esfuerzo y no dudan en trepar por encima de ti para conseguir el número de judías necesario. Personalidades relevantes, como actores de kabuki o luchadores de sumo, son invitadas a los templos más importantes para lanzar las judías desde un estrado.
Por otro lado, si de religiones hablamos, tenemos la creencia más siglo XXI de todas: el consumismo, con Tokio como uno de sus principales lugares de culto. Como con los dioses, hay compras para todos los gustos. El lujo para Omotesando y Ginza, con sus edificios con firma; la tecnología y el manga bajo los neones de Akihabara; la idolatría, los crepes y las patatas con sabores raros, los todo a 100, en la peatonal Takeshita-dori; en Laforet y en Shibuya 109 la moda que solo los más entendidos sabrán diferenciar, ropa para vestir a la subcultura Gal: gyaru cuando son jóvenes, kogals para adolescentes.
¿Cómo se pone orden en una ciudad con más de 13 millones de habitantes, casi 36 si incluyes el área metropolitana? La respuesta está en el cruce de peatones de Shibuya. Cuando los semáforos para peatones se ponen en verde es como si abrieran los vomitorios para abandonar un estadio tras el partido, como si las compuertas de una gran presa soltaran personas en lugar de agua. Hay que dejarse llevar por la corriente, caminar con paso firme hacia delante, nadie se toca, todo fluye. Más de un millón de personas al día cruzan por esos pasos rodeados de enormes pantallas, colgadas de fachadas y azoteas, con reclamos publicitarios. En un día de lluvia Shibuya es aún más hipnótico, con los paraguas de colores abriéndose paso entre los blancos y transparentes, que son mayoría. La danza de peatones, vista desde las alturas, recuerda al movimiento que hacen las bolas de pachinko en su caída. El sonido de las máquinas en una sala de juego de pachinko es infernal, el ruido de las bolitas de acero parece anestesiar el cerebro de los jugadores que miran absortos las pantallas entre nubes de humo —en las salas de pachinko se fuma—, como si esas canicas encerraran el secreto de la alquimia. Es fácil que se nos quede la misma cara de concentración de estratega ajedrecista mirando las variedades de bebidas que ofrecen las máquinas de vending que podemos encontrar en las esquinas de cualquier calle.
Tokio es una ciudad compleja, sin un centro urbano definido que reparta la baraja de calles y ayude en la orientación. Ni siquiera el río Sumida tiene el protagonismo de los ríos en otras partes del mundo; ni el estético de los ríos europeos ni el vertebrador de los ríos de verdad. Tampoco tiene un skyline, sino muchos con muy buenos miradores. Algunos de los mejores son los del edificio del Gobierno Metropolitano, el del World Trade Center y el de la Torre Mori en Roponggi Hills. Viendo la ciudad desde las azoteas, especialmente al caer la noche, es fácil imaginar que cada ventana convertida en un punto de luz tiene detrás la historia de un salaryman que estira una hora más la jornada antes de ir a beber a la izakaya. En Shinjuku, el distrito financiero de Tokio, hay una interesante zona de estas tabernas tradicionales, estrechísimos callejones en los que cuelgan faroles rojos y anaranjados de las puertas. Otra interesante zona para los asuntos del bebercio es Golden Gai. La barra de los bares de este entramado de callejuelas suele ocupar más espacio que el destinado a los clientes.
El necesario aire, la vía de escape de una ciudad a ratos excesiva, se encuentra en los parques y jardines: Yoyogi, Ueno, Gyoen, los del Palacio Imperial y Hamarikyu entre otros. Cierto es que desde estas manchas verdes del mapa no se pierden de vista los rascacielos de Shinjuku, Shimbasi o Shiodome, según el caso, pero el tokiota sabe encontrar la paz en estos oasis rodeados de cemento, disfruta enormemente con la contemplación de la belleza de la naturaleza, especialmente la más efímera durante la floración de primavera y el enrojecimiento de las hojas en otoño.
Rudyard Kypling, en su libro Viaje al Japón, dejó escrito que el catálogo de un subastador sería insuficiente para describir los encantos de un jardín japonés.
Cuando en Japón nos enfrentamos a uno de estos espacios contemplativos es fácil adivinar la disciplina, el respeto, la admiración por la belleza y un punto obsesivo, valores que rigen la sociedad japonesa. Tras la gran crisis económica que sufrió el país, en la década de los ochenta del siglo pasado, se volvió a adquirir conciencia de la naturaleza y de los beneficios que el medio natural aporta. También resulta muy relajante hacer el trayecto en metro hasta Odaiba y pasear por esa bahía artificial.
Si después del desayuno con sushi, las máquinas de vending y las de pachinko, los peatones de Shibuya, la ciudad a vista de pájaro, los taxistas con guantes y fundas de encaje en los asientos, los jardines en primavera, las ceremonias en los templos o tras dos copas en el Golden Gai no has conseguido dormir, no te preocupes, Scarlett Johansson también tuvo jet lag en Lost in Translation y le sentó de maravilla. En pocas películas ha estado tan guapa.
(Puedes leer la primera parte de este artículo aquí)
Cómo llegar
Finnair. Una de las mejores opciones para volar a Japón es la que ofrece Finnair, que vuela vía Helsinki desde Barcelona y Madrid (diario) y desde Málaga (5 veces por semana). La rapidez de la escala en Helsinki hace que el tiempo total de vuelo sea inferior a las opciones de otras compañías. Sus vuelos son a Tokio, Osaka, Nagoya y Fukuoka. Es posible encontrar precios (ida y vuelta, con maleta facturada incluida) desde 555 euros en clase turista y desde 2.550 euros en clase business. Más información. Puedes encontrar completa información sobre Japón y Tokio, en español, en las páginas de Turismo de Japón y de Turismo de Tokio.
Leave a Comment