Vivimos en una época en la que buscamos los desplazamientos rápidos, con trenes a 300 kilómetros por hora. El viaje en tren siempre ha estado entre los favoritos de los viajeros, con un alto componente romántico, y nos ha dado grandes crónicas y libros gestados a bordo de ellos. Uno de ellos fue el Transcantábrico de Juan Pedro Aparicio, que se montó un día en el viejo tren hulleru que hacía el recorrido entre León y Bilbao.
El escritor lo describía como un tren frágil, de madera y ruidoso, más fácilmente imaginable camino del naufragio. Como la línea pasaba delante de su escuela, se prometió escribir sobre él. Cuando el libro fue una realidad los responsables de FEVE decidieron poner el tren de nuevo en marcha. Hoy hace el recorrido entre Bilbao y Santiago de Compostela, en ambos sentidos, con dos trenes operando desde Semana Santa hasta octubre.
Yo no dije, como Aparicio, que un día escribiría sobre el tren. Pero sí recuerdo las horas que pasaba caminando por las vías del FEVE (Ferrocarril de vía estrecha), cuando nos montábamos en Avilés para ir a las playas cercanas. Al bajar en el apeadero andaba un rato por la vía, haciendo equilibrios sobre los raíles mientras me decía que algún día viajaría por todo el mundo a través de esas vías, con una vieja maleta de cuero con cuatro cosas con la que recorrería el mundo en uno de aquellos sencillos trenes.
En el año 2008, con motivo del vigesimoquinto aniversario de la nueva puesta en circulación del Transcantábrico, tuve ocasión de ocupar uno de los compartimentos o suites, más por el hecho de que cuentan con cama y lavabo propio que por el espacio que sugiere el nombre, y viajar durante una semana en uno de los mejores trenes de lujo del mundo. Fuera de temporada, en un viaje entre la nieve, con un gran escaparate por ventana que se asomaba a los paisajes del norte peninsular. Recuerdo que el tren arrancó despacio, quejumbroso, con achaques, pero con esa elegancia que le ha dado el paso del tiempo.
Bendita decisión la de no dotar a los compartimentos con tele. Teniendo las brumas del Cantábrico, el verde de Asturias, los acantilados, las vacas, las iglesias de dorada piedra, los pequeños apeaderos con el revisor que se pone la chaqueta y la gorra nada más que para dar la salida al tren, quién necesita más. La raquítica conexión a internet que llegaba a ratos, cuando estábamos parados en las estaciones, apenas era requerida por los pasajeros. El tren circulaba casi siempre de noche. De día disfrutaba del suave traqueteo, como niño al que mecen en una cuna, pero también hacía excursiones por Gijón, Santillana del Mar, León, tenía grandes momentos gastronómicos sentado a la mesa de los Paradores, paseaba sin prisas.
Entre maderas nobles y trabajada tapicería transcurrieron aquellos días, recuperando el placer por la lectura, disfrutando de ese tipo de charlas calmadas, largas, en las que saboreas cada sílaba mientras cruzas la cordillera Cantábrica, tomando algunas notas del viaje. Bebiendo una copa de vino sin más motivo que el epicúreo. Pese a que el viaje no fue del trayecto completo, nos quedamos con un Gijón-León preparado para un grupo de periodistas, pude disfrutar cada minuto, cada traqueteo que todavía asocio con el hecho de viajar sin prisas, importando mucho más el viaje en sí que el destino.
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