Palermo engaña. Está en la costa, pero no huele a humedad ni a salitre, sino a fritanga y curry. No oyes a las gaviotas, aunque la brisa sí te acerca puntualmente el repicar de las campanas. Y el mar, apenas a unos metros, se oculta tras las potentes murallas, como si la capital de Sicilia renegara de su pasado marítimo.
Algunos pescadores aún se empeñan en demostrar que no es así, mientras reparan pacientemente las redes que usarán por la noche. “Esto ya no es lo que era. No podemos hacer nada contra los enormes barcos japoneses que pescan el atún cerca de nuestras costas”, me explica Fabrizzio, un hombre envejecido por el trabajo en alta mar. “Llevo más de 40 años faenando. Si fuera joven, buscaría otro oficio”. Como un presagio, no se ven muchos jóvenes por el puerto, una pequeña ensenada compartida con yates y veleros de recreo.
El barullo de Ballarò
Sus capturas (doradas, pulpos, calamares y otros que no acierto a reconocer) se venden cada mañana en el mercado callejero de Ballarò. Sus puestos de pescado, aceitunas, salazones y verduras conviven en armonía con otros de menaje, ropa y hasta con peluquerías africanas. Todo se combina para crear un lugar fascinante para quien disfrute de los empellones, el barullo y esa despreocupación de los mercadillos ambulantes, intensos en olores y en actividad durante las mañanas.
La mayoría de los puestos son apéndices temporales de las tiendas. Las de baratijas son cosa de asiáticos, pero no de China sino de Bangladesh. Mientras lo recorro, pienso que es un mercado claramente siciliano: tiene algo de árabe, de asiático, de europeo. Esa mezcolanza que impregna todo en esta cultura: la arquitectura, la comida, el idioma…
La iglesia del Giesù y sus alrededores
Camino a la iglesia del Giesù me interno por callejones donde el trapicheo de marihuana se hace con poca discreción. Hay callejones oscuros y especialmente estrechos con olor a pis y humedad. Acelero el paso, giro en una esquina, luego en otra, esperando que esta ruta anárquica que hago por la ciudad no me lleve a mal puerto. Un par de callejones más, un par de giros y respiro tranquilo. Salgo a Vía Maqueda. Después de todo, no era para tanto, pero qué puntería la mía: meterme en la boca del lobo.
Dentro de la iglesia descubro en qué consiste el barroco palermitano: en no dejar ni un hueco libre de decoración. Columnas, bóvedas, paredes, pechinas, capiteles, ventanas… Todo cubierto de rechonchos angelitos, voluminosas decoraciones florales, teatrales escenas bíblicas… formando un todo que me produce un gran desasosiego por su exceso.
Nada que ver con la elegante sobriedad gótica de la iglesia de Santa Maria della Catena o Santa Maria la Nova, ambas en la zona del puerto, claramente de aquel periodo en que Sicilia formaba parte del reino de Aragón (a finales del s. XV). O qué diferente también de San Giovanni degli Eremiti, otra muestra sensacional del carácter mestizo de la ciudad: una iglesia levantada sobre una mezquita que a su vez fue levantada en su día sobre otra iglesia.
Los santos que nos ven pasar
Me noto obsesionado, en mi desordenado recorrido, con las hornacinas que en tantas esquinas y rincones protegen al paseante. San Pío, San Juan Bautista, San José, Cristo, la Virgen María… Las hay para todos los gustos: esculturas o pinturas; con techito o sin él; con luz o sin ella; con flores de plástico o naturales. Todas con un letrero tallado en mármol, con el nombre del benefactor que la sufragó.
O indicando los beneficios de rezar frente a ella: “El cardenal X concede indulgencia a quien recite un ave María delante de esta sagrada imagen” informa una placa junto a una virgen. Me detengo a observar y no pasa mucho tiempo hasta que una señora aminora el paso y se para frente a la virgen a santiguarse. Lo veré muchas otras veces, también cuando paso por delante de iglesias.
Una inmersión en los barrios nuevos
De Palermo me quedo con su casco antiguo, su esencia. Sus barrios nuevos, tendidos a lo largo de avenidas rectilíneas, son como es cualquier ciudad moderna. Asépticos, sin gracia, con grandes bloques de ladrillo. Tal vez los anuncios te hacen saber que estás en Italia; o cómo conducen (anárquicamente); o claro, los comercios, con marcas y productos oriundos del país en el que estamos.
Poco importa. No se me ha perdido nada allí, aunque caminando sin rumbo por esa zona me atraen sus sensacionales panaderías que venden barras de pan de levadura madre, algunas cubiertas de sésamo; sus tiendas de alfombras (¿influencia del cercano Magreb?); sus cafeterías, en las que comprar el periódico, tabaco, lotería o comer algo. Y por supuesto sus pastelerías, rebosantes de dulces a base de requesón, entre los que destacan los tubulares cannoli o la tarta cassata. Puras bombas.
Dime lo que tiendes y te diré quién eres
De vuelta al casco antiguo no tardo en fijarme en los balcones y los omnipresentes tendederos, repletos de ropa impecable ondeando al viento. En esa casa tienen un niño (baberos, calcetines, diminutas camisetas); en esa casa una viuda (la colada es monocroma, negra); en esa un barrendero (con la ropa de faena naranja con reflectantes). Y todos provistos de una cobertura desmontable de plástico, para evitar que la llegada de la lluvia arruine la colada del día.
También me llama la atención la cantidad de negros que veo, yendo y viniendo, así como la de bangladeshíes, muchos al cargo de tiendas de mayoreo. Y, sorprendentemente, muy pocos árabes. Pensaba encontrarlos, estando como estamos a poco más de cien kilómetros de Túnez.
Todo muy siciliano
No resulta fácil orientarse ni caminar por esta zona, llena de serpenteantes calles. El pulido y desgastado mármol se convierte en pista de patinaje cuando caen cuatro gotas. Por si fuera poco, los coches toman las calles sin aceras, aparcando a su libre albedrío. En esa anarquía general, algunas vecinas del casco antiguo toman la calle con sus maceteros, ganando un patio a la calle, para tomar el fresco. Sus contactos tendrán para apropiarse el terreno público. Todo muy siciliano.
Cualquier tiempo pasado fue mejor para los edificios, hoy ajados. Sus paredes se deshacen en capas —como el hojaldre—, pierden la pintura y se llenan de grafitis. Muchos palazzi añoran tiempos mejores en que los balcones eran algo más que una estructura de metal oxidada y desnuda; en que sus ventanas no estaban apuntaladas. Y, sabiendo donde estamos, deja de sorprender el batiburrillo arquitectónico de sus edificios: aquí un edificio normando, aquí uno renacentista, al lado uno barroco y más allá uno… en ruinas.
I Quattro Canti (en la intersección de Vía Maqueda con Corso Vittorio Emanuele) marcan el inicio de cualquier visita, ya sea deliberada o accidentalmente. Los tuk-tuk (esos motocarros adaptados para transportar pasajeros y mercancías) lo saben y merodean por allí, compitiendo con las calesas por los turistas que intentan fotografiar las cuatro esquinas en chaflán con sus imponentes esculturas de reyes españoles.
Iglesias y cafés
No recuerdo haber visto tal concentración de iglesias como en Palermo. Y cada una de ellas con su mendigo. Pero no solo por eso el bolsillo se vacía rápido si se visitan monumentos, iglesias, oratorios, basílicas o palacios: casi todos cobran la entrada. Hay que elegir, y me quedo con la Cappella Palatina del s. XII (dentro del Palazzo dei Normanni, hoy sede del Parlamento siciliano), que aturde con sus sensacionales mosaicos dorados en techos y paredes que provocan dolor de cuello. También hay que mirar hacia abajo, a los suelos y paredes, con filigranas hechas a base de mármol. La mano de los artistas bizantinos y árabes es evidente.
No puedo más. Paro a tomar un café, algo muy italiano, sea la hora que sea. Fuerte, torrefacto, apenas unas gotas dentro de la tacita. Pura cafeína. La variedad que usan es robusta, no arábiga, de ahí el sabor, diferente al que estoy acostumbrado. Lo acompañan de un vasito de agua, siempre de plástico. Escucho la conversación de otros dos clientes al fondo de la barra metálica. Acento fuerte, difícil de entender. Tal vez sea dialecto siciliano, una lengua romance que desciende del latín, con influencias árabes, catalanas y españolas entre otras. Me parece que hablan de fútbol, corrupción, paro, el coste del alquiler. El caso es que los temas me resultan ligeramente conocidos, aunque esté en otro país.
La tengo pendiente, a Sicilia y a Palermo en particular! Muy chulo el reportaje!
¡Y las catacumbas de los Capuchinos! Imprescindibles
Las catacumbas… ese era “mi pequeño secreto” en esta crónica… Son un lugar impresionante, sin duda.
Excelente síntesis de lo que ofrece Palermo hoy dia al visitante ,,,,,, curioso que este interesado en una ciudad de contrastes.. Palermo merece la pena un viaje! Elena