El sonido de un claxon me hace dar un respingo y de manera automática me echo a un lado. Por la estrecha calle, a toda velocidad y casi rozándome, pasa una moto conducida por un hombre de unos 40 años y cargada con varias cajas. Un animado “Bonjour!” me devuelve a la realidad. Miro hacia un lado y encuentro a un sonriente joven que muy amablemente me invita a pasar a su tienda. Le replico con un “non, merci” y continúo mi camino hacia no sé muy bien dónde. Estoy perdida en la medina de Marrakech. Y estoy disfrutando como nunca.
Da igual cuánto recorras sus calles o en cuántas ocasiones visites la ciudad: siempre volverás a perderte. No hay mapas que contengan el entramado de callejuelas que la conforman, así que bastará con que camines durante cinco minutos para desubicarte: ahí está la gracia.
Mejor gatos que ratas
Cuando se entra por primera vez en este inmenso laberinto de calles uno siente haber retrocedido en el tiempo varias décadas. Todo llama la atención: la gente, los olores, los sonidos… Los vendedores, desde la puerta de sus negocios, se afanan en llamar la atención de todo potencial cliente. La suciedad rebosa por los rincones de cada callejuela; los locales y casas, de paredes medio derruidas, aguantan el paso del tiempo como buenamente pueden. Decenas de gatos se reparten por las calles en busca de comida como si fueran los dueños del lugar —mejor gatos que ratas, dicen los marroquíes—. Mientras, el ir y venir de comerciantes y turistas es continuo.
La medina de Marrakech se extiende a lo largo de 600 hectáreas y en el interior de sus murallas se concentran la historia y la mayor parte de las atracciones turísticas de la ciudad. La zona más al norte está dividida por zocos según los gremios y es la parte más interesante de todas. Paseando por sus talleres se puede conocer de cerca el trabajo artesanal que realizan todos y cada uno de los marrakechíes que, sin dejar que las tecnologías pongan fin a toda una tradición, continúan ejerciendo su profesión como lo hacían sus antepasados hace siglos.
Sigo las indicaciones que llevan hasta la madraza de Ben Yusef, que fue una de las escuelas coránicas más grandes e importantes del norte de África. Muy cerca de ella, junto al Museo de Marrakech, los talleres de los herreros empiezan a sucederse. Las impresionantes lámparas y adornos que cuelgan en las tiendas de recuerdos se elaboran aquí, en estos diminutos locales. Los artesanos, martillo o soplete en mano, crean verdaderas obras de arte que muy pronto viajarán en alguna maleta hasta quién sabe qué lugar del mundo.
No dejo de sorprenderme con las imágenes que aparecen ante mí y que podrían estar sacadas de cualquier película ambientada en la Edad Media. Los puestos de comida con pinchitos de cordero, tangia —el plato más típico de Marrakech—, pasteles o té a la menta se alternan entre tiendas y los locales de los artesanos. Sólo con el olor que desprenden los pinchitos de kefta (carne picada) la boca se me hace agua, así que no me queda más remedio que hacer una parada para probarlos.
Tras los herreros me encuentro con los artesanos de la madera. Sentados en un pequeño taburete a la entrada de sus negocios, mueven con el pie una especie de rodillo con el que dan forma a todo tipo de objetos. Un joven muchacho me asalta de repente. Parece que ha notado que soy española y comienza a hablarme en mi idioma sin dudarlo. Me sorprende que la mayoría de los comerciantes de la medina hablen varios idiomas. Son unos auténticos buscavidas: saben que cualquier detalle es bueno para sobresalir entre tanta competencia.
La vida entre colores
Por casualidad y sin lograr aún orientarme llego hasta uno de los zocos que más ganas tenía de conocer: el de los tintoreros, uno de los barrios más pintorescos y fotogénicos de toda la medina. Las calles comienzan a ser más alegres y a plagarse de ovillos gigantes de lana, multicolores, que cuelgan secándose por encima de nuestras cabezas. Aparezco en un patio con un aire encantador en el que varios artesanos se dedican a teñir las telas.
En una pequeña habitación uno de ellos trabaja a una temperatura altísima. Suda sin cesar mientras remueve una olla de agua hirviendo a la que ha añadido un tinte azul. Lleva más de veinte años realizando este mismo trabajo. Ya no solo sus guantes, también sus brazos se han tornado de este color. Sólo conseguirá quitárselo frotando con jabón negro, me cuenta.
Le hago algunas fotos a cambio de una moneda. Es el precio que hay que pagar, no todos dejan que inmortalices su imagen sin sacar nada a cambio. Acabo y salgo de allí disparada: la que suda ahora soy yo. Es increíble cómo pueden pasar tantas horas en esas condiciones. No quiero imaginar cómo será en pleno verano.
De repente un almuecín comienza a avisar, por los altavoces de la mezquita vecina, de que es momento de oración. Algo que se repite hasta cinco veces a lo largo del día —y de la noche—. Entonces todo se transforma, el ambiente adquiere algo especial. ¿Qué mejor banda sonora para las escenas que estoy presenciando?
Ramillete de menta para el mal olor
Tuerzo una esquina y casi me veo atropellada por un burro que tira de una carreta calle arriba. Va cargado de pieles de colores, probablemente venga del zoco de los curtidores. Comienzo a caminar en esa dirección.
El olor de la medina es intenso, pero se hace más fuerte cuanto más me acerco al zoco. No tarda en hacer acto de presencia un improvisado guía —uno más— con unas ramas de menta. Con ella aliviaré el penetrante hedor que desprenden las bañeras de las curtidurías, donde uno de los procesos por el que pasan las pieles es el de estar inmersas en agua mezclada con cal, orín de vaca y excrementos de paloma —que son los que le aportan la suavidad—. Eso lo explica todo.
Sin llegar a la vistosidad de las curtidurías de Fez, una visita a las de Marrakech también merece la pena, devolviendo imágenes igualmente impresionantes. Los hombres trabajan sumergidos hasta medio cuerpo en las bañeras, pisando una y otra vez las pieles —que pueden ser de vaca, oveja, cabra o camello— para completar una parte del proceso de curtido. En los talleres los artesanos elaboran todo tipo de objetos en cuero: babuchas, bolsos o cinturones.
Paso en las curtidurías casi dos horas, ensimismada con todo lo que sucede. Cuántas sorpresas esconde la medina y cuántas callejuelas aún por explorar. Con los ojos bien abiertos para que nada se me escape emprendo el camino de vuelta. De repente, reconozco una de las calles: por ahí ya he pasado. De repente, me siento como en casa. De repente, me doy cuenta: Marrakech es una ciudad muy especial.
Alojarse en la medina
Muchos muros esconden tras ellos enormes y elegantes casas de estilo marroquí conocidas como riads. Alojarse en uno de ellos en el centro de la medina es una experiencia inigualable. Una buena opción es el Riad Ziryab, a tan solo cinco minutos de la plaza Yemaa el Fna y regentado por Paula, una española que desde hace cinco años se encarga de hospedar y aconsejar a clientes de todo el mundo.
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