El canal de Pangalanes, prácticamente abandonado desde hace años, corre paralelo a la costa oriental de Madagascar a lo largo de 665 kilómetros. Pablo e Itziar han recorrido un tramo en piragua en busca de aldeas de pescadores que apenas tienen contacto con el mundo exterior.
Gritos. Caras desencajadas. Lloros. Carreras. Pánico, en suma. Y, ante todo eso yo, totalmente desconcertado, intentaba apaciguar los ánimos y conseguía con habilidad el efecto contrario: en apenas tres segundos desaparecieron zumbando absolutamente todos.
Por suerte, los padres y madres, lejos de dramatizar, disfrutaban con la presencia de aquel blanco que causaba pavor entre sus hijos. Era como un juego, lo más cercano a la ciencia ficción que tenían últimamente. Para mí, un síntoma de que allí llegaban muy pocos extranjeros o que las historias que les cuentan sobre los blancos son verdaderamente terroríficas. Y a decir verdad, estando en Madagascar, ambas opciones eran posibles.
Por el canal de Pangalanes
Por fortuna, ésta no era la reacción habitual en todo el país: hubiera sido tremendamente cansino. Sí lo fue, en cambio, en el recorrido por el canal de Pangalanes, situado en la costa oriental de este país. Lo surcamos a bordo de una piragua, parando en pequeños y aislados poblados de pescadores en los que la escena se repetía una y otra vez.
Manakara fue la ciudad de inicio de nuestra aventura. Aventura bastante comedida hay que admitir: contratamos un guía-cocinero-intérprete y cuatro fibrosos remeros para que hicieran el trabajo sucio por nosotros. La embarcación era una piragua de madera, sin motor, de unos siete u ocho metros de largo. Tenía un techo de quita y pon que fue realmente conveniente ya que permitía pasar por debajo de troncos caídos o en las zonas más cerradas (esto era el “quita”) pero también protegernos del sol abrasador (esto era el “pon”).
En Manakara nos equipamos con todo lo necesario: tiendas de campaña, sacos de dormir, varios kilos de carbón, arroz y frutas para comer… y un pollo que comandaba la nave en la proa cual espolón, disfrutando inocentemente del mejor lugar a la espera de su previsible (al menos para nosotros) futuro. El nuestro, si todo iba bien, era llegar tres días después a Ampasimanjeva, tras recorrer 50 kilómetros del canal y diez del río Faraony.
Especias y maderas nobles
El canal, planeado y llevado a cabo por los franceses en la época colonial, recorre un buen trecho de la costa oriental de Madagascar. Fue utilizado para el transporte de mercancías —principalmente especias como vainilla, pimienta y canela, pero también madera de ébano y palisandro— y evitaba que los barcos mercantes tuvieran que salir a navegar por el Índico, un mar tan peligroso y traicionero. A esta zona la llamaban la Costa de los Ciclones.
No partieron de cero: para construirlo aprovecharon los numerosos lagos naturales de esa costa excavando canales de unión entre ellos, para llegar a formar los 665 kilómetros que un día tuvo. Hoy apenas 430 son navegables pues la vegetación, el desuso y la falta de medios han ido engullendo el resto.
Una ruta insólita
Acostumbrados a navegar por ríos y a viajar por ese país en estado de descomposición, hacerlo por aquel canal producía una extraña sensación: su calculada y perfecta rectitud estaba fuera de lugar. Con todo, fuimos pasando por zonas anchas de riberas despejadas; por tramos estrechos y casi cubiertos por la vegetación; otros tan poco profundos que encallábamos en el lecho de arena obligándonos a desembarcar; y por lagos con vegetación tropical, exuberante, que en algunos puntos se comunicaban con el mar. Sin embargo, al ir a ras de agua apenas veíamos nada más allá de las márgenes del canal.
Hoy el canal, a pesar de ser una excelente vía de comunicación y comercio, solo lo usan los aldeanos con sus piraguas. Hechas de una sola pieza a partir del tronco de eucalipto rojo, sirven para el transporte de personas y productos locales entre las aldeas y las poblaciones más grandes de la zona. También las usan para pescar (tirar y recoger las redes, colocar cestas para cangrejos y langostas, revisar las trampas para las gambas…), que es prácticamente la única fuente de ingresos para estas gentes.
Desde el otro lado del Índico
Estábamos en zona antambahoaka, la etnia menos numerosa de las 18 que pueblan Madagascar, con apenas 50.000 personas censadas. Con ligeros rasgos asiáticos, es evidente su origen: al igual que la mayoría de etnias de ese país proceden del archipiélago malayo y llegaron costeando todo el océano Índico. Su idioma, también, deriva del bahasa (hablado en Malasia e Indonesia). Para quien haya visitado esa parte de Asia resulta sorprendente ver sus casas, canoas, alimentación, forma de vida… Por un instante, recorriendo sus pueblos, parecía que habíamos dado un salto de miles de kilómetros, a otro continente.
La parada en los pequeños pueblos sin luz ni agua corriente ni escuelas ni iglesias… era uno de los grandes momentos del día. Nos deteníamos en ellas para hacer la compra y aprovechábamos para visitar sus pocas casas, construidas en madera y hojas de palma, débiles y enclenques frente a los frecuentes tifones que azotan esa costa.
El observador observado
Cada visita se convertía en un espectáculo, cuya puesta en escena siempre era la misma: según nos aproximábamos a la orilla, empezaban los gritos de los niños alertando de nuestra presencia. Para cuando poníamos un pie en tierra, el comité de bienvenida ya había entrado en escena, apareciendo en ese momento media aldea en la playa. El resto se quedaba en el interior, parando sus quehaceres para seguir atentamente nuestros pasos por el escenario. Nosotros íbamos a ver el pueblo en acción, pero paradójicamente los protagonistas éramos nosotros: los pescadores dejaban de coser sus redes, las mujeres de tejer los cestos, los niños de traer agua… y todo el mundo se arremolinaba a nuestro alrededor para observarnos. Negociábamos la compra —pescado, cangrejos, langosta, gambas…— y, tristemente para nuestra curiosidad antropológica, la aldea no recobraba su ritmo hasta que nos íbamos con la cesta llena. Bien pensado ¿qué otra cosa podíamos esperar de una visita de diez minutos?
Tan pronto regresábamos a bordo, el guía empezaba con los preparativos de la cena: encendía el carbón en un pequeño brasero, tamizaba el arroz, limpiaba los pescados… algo complicado y laborioso en el limitado espacio de la canoa. Y que llevaba su tiempo: cocinar para siete con un solo fuego era meritorio, sobre todo porque el menú solía incluir kilo y medio del arroz y pescado o marisco preparado de dos modos diferentes para dar gusto a los señoritos. No lo negaré: aquello era un verdadero lujo… africano.
En mitad de la nada
Cada noche, acampados junto a un lago o en la orilla del río, hacíamos balance. Estábamos visitando lugares remotos, accesibles únicamente por barca. Lejos, muy lejos, quedaban las carreteras, los televisores, las tiendas… incluso la cobertura telefónica. Cada noche disfrutábamos sintiéndonos en mitad de la nada. En esos momentos, tan solo nos acompañaban los truenos en la distancia, el ruido de las palmas agitadas por el viento y las olas que rompían a lo lejos. Era la mejor banda sonora posible para este viaje al pasado que es recorrer hoy en día el canal de Pangalanes.
Gracias Pablo por ayudarme a descubrir un rincón de Madagascar que no llegué a ver cuando estuve de viaje por allí. Me has traído muchos recuerdos de lo que fue descubrir esa isla, con sus contradicciones, sus encantos y lo mejor de todo, su la sonrisa de su gente.