Queridos amigos,
Acabo de llegar a Uranopolis —la ciudad de Urano— y he recibido un diamonitirión, el necesario permiso para visitar el Monte Athos. Éste es un lugar dedicado a la vida monástica que desde hace siglos encandila a peregrinos, viajeros o escritores como Gurdjieff, Chatwin, Byron o Leigh Fermor. Si bien pertenece físicamente a Grecia, este peculiar enclave sólo depende del Gobierno heleno para ciertos asuntos de índole internacional, quedando las decisiones importantes al criterio del patriarcado ecuménico de Constantinopla. La única forma de llegar ahí y visitar algunos de sus 20 monasterios es en un barco que sale al amanecer, y me temo que hoy, con los nervios, dormiré poco esperándolo. ¿Qué esconderá el famoso lugar? ¿Tendrá esa magia de la que hablan, ese “algo” especial? ¿Serán especiales en algo las personas que lo habitan?
Os enviaré una postal cada uno de los tres días que podré pasar allí contando qué me parece.
¡Hola amigos!
Al final casi no dormí y llegué temprano al puerto, que poco a poco se iba llenando de monjes ortodoxos con sus características barbas frondosas y negros hábitos. Luego, a medida que avanzaba la navegación, algunos se emocionaban al ver aparecer sus monasterios o el propio monte entre la niebla. Unos pocos han desembarcado en pequeños muelles cercanos a sus monasterios y parecían contentos de volver a casa. La mayoría seguimos hasta Dafne, última parada del barco, y desde allí a Karyes, capital de este peculiar Estado y en donde se llevan a cabo las funciones administrativas y logísticas del Monte.
Varias cosas me han llamado la atención. La primera es que casi todo el mundo que he visto parece feliz. Otra es que pese al aislamiento o hermetismo en que aparentemente viven los monjes, aquéllos con quienes he hablado me han demostrado entre líneas una cultura envidiable y un conocimiento de la actualidad del mundo nada desfasado. La tercera, quizá más una sensación que algo que pueda probar con hechos o palabras, es que todos parecían contentos por estar haciendo lo que hacían, fuera hornear pan, limpiar, orar o cocinar. No me toméis por loco o ingenuo. Soy consciente de que aquí todos son tan personas (con todo lo bueno y lo malo de ello) como en cualquier otro lugar. Sin embargo las sensaciones que percibo no las he sentido en otro sitio.
Al llegar al monasterio de Iviron me han asignado una celda e informado de los horarios de ceremonias y comidas. Las habitaciones, tanto las de los peregrinos como las de los propios monjes, son espartanas. Se duerme sobre una tabla de madera con una suerte de colchón de apenas un dedo de grosor. Al no haber electricidad una lámpara de gas ilumina las estancias una vez que se cae el sol, hora en que se cierran las puertas del monasterio. Las primeras ceremonias empiezan a la una de la madrugada, así que decir que mañana toca madrugar es poco.
¡Hola amigos!
Hoy he vivido una de las madrugadas más mágicas de mi vida. La atmósfera de las ceremonias que durante toda la noche se han sucedido me ha dejado sin palabras y puesto el vello de punta varias veces. Una iluminación tenue creada por contadas pero bien situadas velas formaba juegos de sombras en las paredes donde azarosamente se iluminan parte de los frescos. Ahí están los santos que durante siglos han mirado a los monjes que cada madrugada, en ese exacto lugar, han repetido las mismas oraciones. Los cánticos sobrecogen y aunque no se entienda el griego invitan inevitablemente al recogimiento.
Sin embargo, lo más interesante son, sin duda, las conversaciones que aparecen a continuación con los monjes —sea en los patios, cocina o un pasillo—, y en la sencillez con la que responden complicadas preguntas. Quizá en esa clarividencia resida la magia de la que hablan, la diferencia entre “los de dentro” y “los de fuera” del monte. Aunque el precio (¿quizá regalo?) que haya que pagar por ello sea vivir allí.
Creo que compartía esa opinión con mi compañero de celda, un peculiar peregrino que un par de veces al año viaja al Monte Athos. “Después de recorrer todo el mundo, descubrí que las personas más apropiadas para tener conversaciones filosóficas o de cierta trascendencia vivían en mi mismo país”, afirmaba. Siguiendo su consejo me dirigí a Xiropotamo, donde dicen que se conserva el trozo de la Vera Cruz (la cruz en la que crucificaron a Jesucristo) más grande del mundo. Es curioso cómo cada monasterio, pese al teórico nexo que los une, parece ser un mundo totalmente distinto al anterior.
Gelasious, monje nacido en Alemania que como todos aquí adopta un nombre griego, me mostró no sólo la cruz sino que me guió durante un par de horas explicándome mil detalles de todo el monasterio. Emocionado al relatarme la vida de un santo, el sajón de dos metros de altura y fuerte complexión acabó lagrimando.
¡Hola amigos!
Hoy pernocté en Stavronikita, donde a las dos de la madrugada un monje avisa del comienzo de las ceremonias haciendo sonar el semantron —una pieza de madera— mientras recorre las dependencias del monasterio. Una vez ha amanecido, tras las cinco o seis horas de oraciones, se almuerza un yantar que si bien es simple no echa nada en falta. Carne, pescado, aceitunas, queso, verduras y algo de arroz, todo regado con vino, son dispuestos en platos sobre una enorme mesa que reúne a todos los presentes en el monasterio a excepción de un monje. Éste lee textos sacros mientras el resto come en silencio en un refectorio que bien podría considerarse un museo por la calidad de los frescos que decoran sus paredes.
Al acabar las ceremonias de hoy he caminado entre los bosques haciendo paradas en las sketae, pequeños cenobios para monjes cuya vida ascética les mantiene alejado de las obligaciones del monasterio. En una de ellas encontré a un hombre de rostro circunspecto que tras escasos minutos de charla pareció leer mi vida a través de mis palabras, revelándome con total naturalidad detalles ni obvios ni en absoluto genéricos de mi propia vida ¿Tanto puede enseñar la vida contemplativa y la meditación como para poder conocer a otros semejantes con tan exhaustivo rigor en tan reducido tiempo? Impresionado, debí sentarme media hora al abandonar la casa antes de seguir camino.
El último atardecer me ha regalado una postal en el horizonte. Llegué a Simonopetra, construido junto a un precipicio de más de 400 metros, poco antes de que cerrasen sus puertas para comprobar que si por fuera impresionaba, por dentro marcaba. He visto a dos peregrinos temblar y llorar de emoción en una ceremonia que de por sí ya justifica el venir hasta aquí. ¡Espero que la de esta noche sea parecida!
¡Queridos amigos!
Acabo de regresar a Uranopolis y, si bien aún en caliente, puedo decir que pocos lugares me han tocado tanto por dentro como el Monte Athos. La cosmogonía de la fe ortodoxa queda relegada a la mera excusa en semejante universo de personas cuyas biografías parecen trascender la condición humana. Gente que sólo indaga en entender y disfrutar lo que somos, aunque ello les tome toda una vida.
Es difícil explicar lo vivido —y mucho más lo sentido— en escuetas y limitadas postales como éstas, pero dejo por escrito un consejo de amigo: visita, si alguna vez puedes, ese otro mundo dentro de éste que es el Monte Athos.
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