En algún manual de alquimia tiene que existir una fórmula para Buenos Aires. Una que diga que si mezclamos elegancia, refinamiento, fútbol, cultura, manifestaciones y algunas gotas de perfume arrabalero, nos saldrá una ciudad parecida. ¿Cómo describir Buenos Aires? Llegas con una maleta en la que apenas has metido algo de ropa, la cámara, un par de bolígrafos y una libreta de notas, y te crees que es suficiente. También llevas muchas imágenes en la cabeza casi siempre fruto de los prejuicios. Imágenes que vas cambiando cuando caminas sobre el tablero que forman sus calles. Interminables líneas rectas por las que puedes caminar sin riesgo a perderte. Aunque perderse, para pasar el día intentando encontrar la salida, sea una de las gracias de la ciudad. Dicen que hay quien decide seguir recto y no regresa. Una advertencia antes de sumergirte en Buenos Aires, advertencia hecha con el tono del que te susurra el final de una película de misterio: si entras, podrías querer no salir. ¿Cómo describir, decía, una ciudad así?
Buenos Aires es una ciudad que reconoces en cuanto la pisas, es muy fácil hacerla tuya, te engancha, es amor a primera vista. Nunca lo ha sido, pero es al marcharte cuando tienes la certeza de que nunca te será extraña. Durante mucho tiempo fue meca para artistas e intelectuales españoles que llegaban a sus calles sorprendidos por el alto nivel cultural de los porteños. García Lorca llegó a bordo del trasatlántico Conte Grande, invitado por la Sociedad de Amigos del Arte, para dar un ciclo de conferencias. En las cartas que escribió a sus padres les contaba que lo más granado de la sociedad bonaerense le dedicaba ovaciones de cinco minutos y que su fama alcanzaba la de un torero. Fue un momento en el que el talento se cotizaba al alza, había hiperinflación de genio. A la otra inflación, a la económica, ya se han acostumbrado. Los caprichos de la montaña rusa financiera en la que andan subidos han hecho que el porteño viva al día.
Con su periódico, en su café, inmerso en una de esas tertulias que demuestran que cada porteño es un filósofo en potencia. Tal es el apego del argentino a su café que en el año 1998 se estableció una Comisión de protección y promoción de los cafés, bares, billares y confiterías notables. Para formar parte de ese club sentimental, salvaguarda de grandes secretos, por qué no de grandes amores, el café debe tener una arquitectura singular, haber alcanzado una edad notable o tener relación con hechos culturales de relevancia. Mediante el asesoramiento de técnicos, ayudas económicas y un programa de actividades artísticas, se ha conseguido agrupar a sesenta locales. Ahí está el Tortoni, que cede las primeras mesas a los turistas tímidos, que no se atreven a llegar hasta la mesa ocupada por Borges, Gardel y Alfonsina Storni; La Biela y su culto a Fangio; el 36 Billares y ese descenso a otras décadas al bajar sus escaleras, el Plaza Dorrego con tanto carácter en sus paredes como en su dueño, las milongas entre decadentes y sentimentales de la confitería Ideal.




Trazar un mapa de los cafés de Buenos Aires es hacerlo del carácter de sus habitantes, de los de verdad, más allá de lo que indican las etiquetas. Los argentinos en general, y los porteños en particular, soportan más tópicos sobre sus cabezas que cualquier otra nacionalidad. Se dice que son arrogantes, frívolos, inseguros, que son italianos que hablan español y se creen británicos, que tienen una estrecha relación con Dios, del que piensan que les fotografía los días de tormenta y que tuvo a bien prestarle una mano a Maradona para darle lo suyo a los ingleses. Un Maradona al que se le perdonan todos sus pecados; en cambio de Messi dicen que es pechito frío. ¿Qué hay de cierto en esos tópicos? Todo si lo miramos a distancia. Nada cuando caminas por sus barrios. Es entre sus barrios donde se encuentra ese qué sé yo de las tardecitas de Buenos Aires al que se refería Astor Piazzolla en la introducción de su Balada para un loco, canción de tango que compuso junto a Horacio Ferrer.
Hablamos del Palermo que se ganó el apelativo de Viejo, el que fuera hogar de Borges en su juventud. El escritor ubicó la explosión del Big Bang a unas cuantas cuadras de la plaza Cortázar. También Cortázar se acordó del barrio en algunos de sus relatos de Historias de cronopios y famas. Esa es otra, los escritores. No hay sitio en una artículo para todo, pero para entender el concepto Buenos Aires no podemos olvidarnos del surrealismo de Cortázar, la erudición de Borges con algunas dudas razonables de misoginia, lo paródico de Bioy Casares, o la belleza del horror de Ernesto Sabato, entre otros. El nombre del barrio se lo debemos a un siciliano de apellido Palermo, que fue dueño de la mayor parte de los terrenos en el tiempo de la colonia. Llama la atención que en una ciudad nublada por el fútbol, puedan encontrar hueco otros deportes. El hipódromo de Palermo fue construido en el año 1876, quién sabe si para que se desfogaran los caballos a los que un edicto del año anterior les prohibía correr por el parque un solo paso más rápido que su galope natural.




Palermo Viejo ha ido sufriendo la transformación propia de la vanguardia cuando entra en un antiguo arrabal, como un elefante en una cacharrería, para transformarlo todo. Hoy hablamos de Palermo Hollywood y Palermo Soho. El primero surgió fruto del traslado, desde principios del actual siglo, de productoras y canales de televisión y cine. Palermo Soho es uno de esos laboratorios de tendencias, donde cualquier cosa tiene cabida pero que fuera de allí podría no tener sentido: peculiares tiendas, restaurantes de diseño, hoteles boutique. Algunas de las joyas del barrio son imposibles de imaginar desde la calle y tras una sencilla puerta se esconde un oasis interior totalmente ajeno al ritmo de la ciudad. Pongamos como ejemplos un jardín zen, una librería con café, donde los adolescentes ensayan poses melancólicas con la seguridad que da el modo de vida del siglo XXI; cena para dos junto a la piscina o un cóctel bien maridado con su correcta banda sonora.
La historia de San Telmo es la de la fundación de Buenos Aires. Dijera lo que dijera Borges, con su teoría del Big Bang, el origen de Buenos Aires está alrededor de la iglesia San Pedro Telmo. O eso cuenta el Adelantado Pedro de Mendoza sin tener en cuenta que un puñado de indígenas peleones estaba allí cuando ellos llegaron. Tras la epidemia de fiebre amarilla, en 1871, el barrio sufrió una despoblación masiva dejando grandes propiedades totalmente abandonadas. Su ocupación posterior por las familias más pobres dio lugar a los conventillos, donde se comparte cocina, patio y baño. Muchos todavía permanecen, destacando como una caries en una perfecta dentadura de casas. Perfecta gracias a la ortodoncia o rehabilitación que se ha llevado a cabo en muchos de los barrios de la ciudad. Pero lo cierto es que los conventillos tienen su encanto, sobre todo aquellos que han utilizado alguna de las estancias para actividades de cara al público.




El epicentro de San Telmo es la plaza Dorrego, donde cada domingo se celebra una popular feria de antigüedades. Uno sueña con salir de allí cargado de cachivaches a los que los que ya les buscará sitio. Entre cajas y cajones se pueden encontrar cosas interesantes y si no todo el barrio está plagado de pequeños anticuarios, de los de toda la vida, el embaucador, ese anticuario que te obliga a dar la vuelta porque has visto algo interesante en el escaparate. También hay un buen número dedicado a bolsillos con bastantes más posibles que el mío. San Telmo también es el barrio de Mafalda y de su creador Quino que tuvo su vivienda en la calle Chile, donde creó a sus universales personajes. También se nutrió de las tiendas y la vida del barrio para sus historietas. Una estatua de Mafalda en un banco le rinde homenaje y pese a que Quino dijera el día de la inauguración que el barrio había cambiado, que ya no pasaba el tranvía, San Telmo es uno de los imprescindibles al visitar Buenos Aires.
¿Y con La Boca qué hacemos? La Boca tiene la fama de ser el barrio pobre y sentimental de la ciudad, pero también carga con el peso de la etiqueta de barrio peligroso, donde por una pálida te puedes llevar el peor recuerdo porteño. Por lo menos hay que pasar por Caminito, por sus casas de colores imán de turistas, para tratar de intuir el olor a emigración italiana, el sabor de los motivos para las letras de tango. Hay que acercarse al estadio de los bosteros (Boca Juniors), con cuidado de no hablar de los gallinas (River Plate), para comprobar cómo hasta Coca-Cola se rindió a esa rivalidad y pintó el fondo de sus anuncios de color negro, nunca del rojo enemigo. Suena un bandoneón en Caminito y una pareja arranca a bailar. El tango es uno de los nexos de la ciudad con el turismo, eso es indudable. Tratar de adentrarse en la complejidad de sentimientos de sus letras es asunto mayor, más si de lunfardo hablamos, esa jerga porteña que ha conseguido meter en el diccionario de la RAE términos como piba, pebeta, mina y otario. Si complejas son las letras, la sensual coreografía es, como los toros, para mirar desde la barrera. Decían que el tango es un pensamiento triste bailado. Un buen polvo bailado añado yo.
Siempre se puede recurrir a tratar de encontrar un buen local donde se baile milonga o que algún amigo de allá te cuele en uno. Pero si se quiere ir sobre seguro, no nos tocará otra que recurrir a los locales turísticos. En El viejo almacén, por ejemplo, hay espectáculos que harían aplaudir a un porteño. Luego tenemos calles que podrían ser barrios, pero que no conformándose con uno se pasean por varios. Como la avenida Corrientes, de la que no se puede hablar como un todo. Por lo que nos quedamos con la atención que reclaman los neones, los del tramo plagado de teatros, librerías de viejo y pizzerías. La avenida nace con los pies en el agua, sector río de la Plata, y muere donde debe, en la tumba, sector Chacaritas. Como hablamos de tumbas, no podemos pasar por alto la anécdota que dice que más caro que vivir en Recoleta es estar muerto en Recoleta. La especulación ha hecho que se dispare hasta límites insospechados el precio del metro cuadrado para descansar junto a Evita.




Otra de las calles que podría ser barrio es Florida, la reina de las calles porteñas, el lugar donde hacer una radiografía al carácter y al ritmo vital del porteño más moderno. Unos minutos de atención nos mostrarán al ejecutivo de paso rápido, a la mujer maquillada en exceso, al “arbolito” gritando cambio, cambio; veremos al quiosquero, al vendedor de flores, a la coqueta adolescente, al niño travieso, al carterista, al filósofo… Tantos personajes como personas.
¿Dónde empieza y dónde acaba Buenos Aires? Otra pregunta sin respuesta, como el color exacto del Río de la Plata. Dependerá a quién preguntes. Más allá está el campo, la Pampa, donde se puede ver al gaucho de bombacha, chiripá, botas y rebenque, para comprobar si es verdad que el argentino se come más de dos vacas y media al año. También el delta del Paraná, para navegar desde Tigre entre ceibos y madreselvas, entre casas sobre pilotes y jóvenes con sus motos de agua. En definitiva, una ciudad imprescindible. Así que citando a Sabina, «no dejes que te manden una postal de San Telmo, no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió». Hace ya algún tiempo de mi última visita a Buenos Aires y sigo preguntándome qué echo de menos. Es extraño, pero es una lista de cosas imposibles de añorar. A priori. Hablamos de Buenos Aires.
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