Mis primeros recuerdos del Amazonas me llevan a la infancia. El solo hecho de escuchar o ver el río en uno de aquellos documentales de exangües colores servía para que mis elucubraciones viajeras hicieran a los Clicks, entonces de Famobil, desistir en su defensa del fuerte apache para convertirse en los aguerridos expedicionarios de Francisco de Orellana. La superlación quedaba corta en mi imaginario recorrido por el río más grande, el más caudaloso, el de mayor biodiversidad. Muchos años después, el poder de seducción del Amazonas no había menguado un ápice y se tornaba en cierta ansiedad ahora que miraba por la ventanilla del avión que me llevaba hasta Iquitos. Contaba Vargas Llosa que a Pantaleón Pantoja lo recibe el calor cuando lo envían a Iquitos con la misión de organizar un grupo de visitadoras para los soldados que se encontraban en la frontera. Efectivamente, es el calor el que da la bienvenida nada más descender por la escalerilla del avión y el que se convertirá en nuestro inseparable compañero de viaje.
Iquitos es una de esas ciudades a las que se las quiere desde siempre. Ciudades de esplendoroso pasado, generalmente relacionadas con algún tipo de fiebre, en este caso la del caucho, y que viven un periodo de decadencia que las lleva a hacer de su necesidad virtud. Paseando por sus calles uno encuentra difícil explicar en qué reside ese encanto que atrapa; quizá se deba a ese aislamiento que todavía hoy la mantiene sin conexión terrestre con el resto del país. Aislamiento que dio a la ciudad su eclecticismo constructivo y ornamental. A finales del siglo XIX, cuando comenzó el auge del caucho, era más fácil llegar a Europa que a Lima. Los patrones vieron un nuevo El Dorado en la explotación del caucho y esta vez sin exégesis bíblicas se lanzaron a la exploración de la selva en busca de ubérrimas tierras. Los barcos llegaban de Europa con materiales de construcción, grifería y las mejores telas para sus ropas. Bebían caros licores y lapidaron fortunas con la misma rapidez con la que las habían amasado. De aquella época queda la Casa de Hierro, diseñada por Eiffel, y el modernista hotel Palace.
La historia del caucho en Loreto, el departamento del que es capital Iquitos, no está exenta de épica. La necesidad de conectar el departamento de Madre de Dios con Iquitos para luego alcanzar Manaos y desde allí el océano Atlántico, llevó a Carlos Fermín Fitzcarrald a emprender la búsqueda de un istmo que facilitara dicha comunicación. El huaracino acometió la extravagante empresa de hacer navegar la embarcación Contamana por la montaña. Entonces por necesidad, luego por notoriedad, hubo un segundo barco surcando el mar selvático. No era la primera experiencia del cineasta Werner Herzog en las selvas del Perú. Tras el rodaje de Aguirre, la ira de Dios volvía a convencer a Klaus Kinski para que esta vez se metiera en la piel de Fitzcarrald. En su deseo, según palabras del cineasta, de no mentir como en Hollywood, el director alemán volvía a llevar una embarcación por la selva. Hoy las embarcaciones navegan por donde deben. No hay que olvidar que Iquitos es el principal puerto fluvial de la amazonía peruana, una ciudad con los pies en el agua.
El mercado de Belén, a orillas del río Itaya, es buena prueba de ello además de una interesante experiencia sensorial. Una mezcla de olor a barro, madera húmeda y exóticos productos, no siempre en buen estado. El mercado bulle de actividad, pasan enormes manojos de plátanos con un hombre debajo, un resbaladizo paiche que aún muerto parece querer volver al río, disecciones de caimanes, los caracoles son como puños, hay roedores como el añuje y frutas con colores aún no catalogados. Todo es posible en el mercado donde las doncellas tienen escamas. Las raíces y cortezas son otros de los atractivos además de materia prima en el Musmuki, en principio un mono nocturno con ojos grandes, pero también un conocido bar frecuentado por bohemios y viajeros del mundo entero. El nombre bien podría ser un homenaje al pequeño primate o analogía de las caras de los clientes a la salida. Con hierbas, raíces y cortezas elaboran aguardientes que tienen más divertido el nombre que el sabor. Así forman la lista de tragos los fuertes como el Antidengue, aquellos para los que sobran los matices como el SVSS, siglas de Siete veces sin sacarla, o el definitivo Espérame en el suelo.
Desde el puerto junto al mercado de Belén sale la barcaza que río arriba, en dirección a la Reserva Nacional de Pacaya Samiria, lleva al Lodge Muyuna. Inconscientemente, mi mano se ha deslizado por babor y las turbias aguas del Amazonas se escurren entre los dedos. Es como si tuviera la necesidad de sentirme parte de ese enorme caudal. Cientos de miles de metros cúbicos cada segundo. La duración del trayecto me permite volver a evocar los días en que Orellana, buscando el País de la Canela, llegó hasta la desembocadura del río. Cuentan que fue él quien bautizó al Amazonas y existen un par de curiosas teorías sobre el topónimo. Una cuenta que el expedicionario se encontró con mujeres que luchaban como hombres, aunque bien pudieron ser indios de largos cabellos. La otra que el nombre viene por la paronimia de alguna palabra indígena y que pudiera haber llevado a los españoles a confusión, nuestra dificultad con las lenguas extranjeras no es cuestión de ahora. Tres horas río abajo han quedado todas las necesidades que hacen nuestra vida más cómoda. Las hamacas en la entrada mecen nuestros sueños de expedicionarios que se completan guiados por la luz de las teas que conducen a las habitaciones. La parte alta de las paredes no es más que una mosquitera que permite una perfecta audición de la sinfonía salvaje. Por la mañana espera la selva y Alvino, el guía que machete en mano iba a marchar abriendo paso.
Estos guías locales son una suerte de enciclopedia de lo que la selva ofrece. Conocen cada una de las plantas y sus diversos usos, de un certero tajo hacen brotar de la liana, conocida como uña de gato, el agua más fresca y son los primeros en avistar a los correosos leoncitos, las inquietantes tarántulas o los sigilosos caimanes. Los niños gritan desde la orilla del poblado San Juan de Yanuyacu, uno de esos lugares donde los chavales han hecho de la sinceridad sonrisa. Pelean por demostrar quién es capaz de coger a la anaconda que encierran en una caja, por ver cuál es la mejor cabriola o aquél que es capaz de subir antes a un árbol para bajar a velocidad de vértigo con un puñado de frutas en la mano. Más tarde, sentado junto al chamán, las horas pasan escuchando historias de la mitología amazónica. Supongo que los tragos de chicha, la bebida que sale de la fermentación del maíz, ayudaron a hacerlas verosímiles.
Una de esas historias cuenta que el delfín rosado o bufeo se transforma en un apuesto hombre que seduce a las muchachas jóvenes. Otras hablan del Yacuruna, un espíritu mágico invocado en las sesiones de ayahuasca o del curioso grito de unos niños convertidos en aves que llaman a su madre con el lastimero canto «ayaymama».
Los viajes están hechos de momentos. Sin duda uno de los mejores fue la navegación nocturna por el río. Tumbado sobre la barca, con los sonidos del agua y de la propia selva, asistí a uno de los mayores espectáculos que puede brindar la naturaleza. Todas las estrellas del mundo estaban allí, en ese rincón del hemisferio sur, tan al alcance de la mano. A la mañana siguiente, la barca se dirigió a una tranquila laguna donde probamos suerte con la pesca de las pirañas. Tras un rato de comprobar como cada vez que notaba el tirón de la caña el anzuelo subía sin el pedazo de pollo usado como cebo, la barca se abrió paso entre una densa vegetación hasta llegar hasta una zona poblada con la espectacular Victoria Regia, el nenúfar más grande que existe y que, según cuenta la tradición, puede sostener el peso de un bebé en su acuático regazo. Ya de vuelta, nos topamos con el delfín rosado. El bufeo de la mitología es en realidad un animal prácticamente ciego que se guía por ultrasonidos en las turbias aguas de un río convertido en mito.
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