Islandia es una isla al borde del mundo. Más allá hay poco más que hielo, es el lugar donde el globo empieza a caerse, a redondearse. Una isla que varía nuestra percepción del color verde y que bien podría haber cambiado su nombre con el del país vecino. Debido a ese síndrome tan nuestro de la mala traducción de los títulos de película, la frase que utilizan los islandeses para referirse a su país sólo se entiende en inglés: Greenland is ice and Iceland is green.
Los vikingos pensaban que el infierno estaba bajo Islandia. Si dejamos pasar de largo la mística y apelamos a la lógica vemos que Islandia es una suerte de tapón en la Dorsal Atlántica, el tajo que nos separa de América. Sentarse ahí encima tiene sus consecuencias y cuando la Tierra se queja, los volcanes supuran sangre de sus entrañas. El hecho geológico ha dado un carácter a la isla para el que no hay medias tintas. De los paisajes más propios de un cuento meloso se pasa a lugares que incomodarían al propio Mefistófeles, aunque hay zonas en las que no tendría trabajo el príncipe del Infierno debido a que en la cuarta parte de Islandia no podría vivir ni un alma. Un 10 % del país está cubierto por glaciares y uno de ellos, el Vatnajökull, supera en extensión a todos los del resto de Europa juntos.
Esos paisajes, hechos de dramatismo y épica, le dieron a Julio Verne la puerta a su Viaje al centro de la Tierra. El escritor nunca estuvo en la isla, pero sus visitas a la biblioteca le dieron una imagen casi perfecta de la península de Snæfellsnes. Otto Lidenbrock, aquel profesor de mineralogía con dosis casi controladas de mala leche, nos llevó por fiordos y enormes extensiones de tierra con alguna granja salpicada aquí y allá. A las manos del profesor había llegado el mensaje del alquimista Arne Saknussemm: «Desciende por el cráter del Snæfellsjökull cuando la sombra de Scartaris lo acaricie, antes de las calendas de julio, viajero audaz, y llegarás al centro de la Tierra». El único detalle que se le pasó por alto a Verne es que un glaciar cubre toda la entrada del volcán Snæfells.
La península de Snæfellsjökull ha conservado un aura de misterio y parece ser uno de los lugares mágicos del planeta donde se concentra gente en espera de advenimientos y contactos con el más allá. Los islandeses no son del todo ajenos a estos arrebatos de fantasía, pero en una versión mucho más entrañable. Las sagas forman parte de la tradición oral y escrita de la mayoría de países nórdicos. Odín, troles, gnomos, elfos más un puñado de esos poetas con lira adictos al hidromiel y ya tienen montado el cuento. La especial relación con el sol que tiene la gente que ronda el Círculo Polar Ártico hace que no sea extraño que aparezcan personajes como Erlendur Sveinsson, detective de moda en la novela negra que sólo puede derivar de una psicología modulada a base de eternas noches de invierno.
En uno de los países con el índice de delincuencia más bajo, no cabe otra explicación. Al llegar la época en que cae la noche o te aletargas, casi hibernas, o si eres de mente inquieta te pasa como al escritor Arnaldur Indriðason y acabas creando al inspector de Reykjavík. Otro tanto pasa con la música, no puede haber otra inspiración posible para la expresividad de Björk o el shoegazing de Sigur Rós. La dificultades que supone el día y la noche en su periodos más extremos son permutadas por algunos de los espectáculos más increíbles que la naturaleza puede ofrecer. Durante los meses de junio y julio hay unos atardeceres espectaculares, eternos. Cuando parece que el sol va finalmente a rendirse, hace un amago de puesta y vuelve a levantar el vuelo.
Entre los meses de octubre y febrero la magia de la aurora boreal, con esa sensualidad que casi se roza con la punta de los dedos, baila en el cielo. Como peaje a las luces del norte, la casi ausencia de árboles. Cuando apagan la luz en noviembre, las tres o cuatro horas de esa penumbra a la que se pretende llamar luz de día no alcanzan más que para un puñado de aspirantes a abedul o álamo, proyectos de bosque que más parecen manchas en el paisaje.
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