Entre Bergen y Ålesund se encuentran algunos de los fiordos y paisajes más reconocidos de Noruega. Recorrerlos en estos momentos del año, en que los días son eternos, cambiará nuestro concepto del día y de la noche, pero sobre todo hará que odiemos un poco más al despertador.
Es de día. Parece haberlo sido siempre en éste norte de sol burlón. La luz que entraba por la ventana me acariciaba la mejilla. Quizá sólo un beso supere esta forma de despertar, lejos del molesto, cotidiano y monótono ruido del despertador. Es la sencillez de un momento perfecto; sonrío y permanezco unos instantes más con los ojos cerrados. Hasta ese momento, siempre había creído que las buenas siestas llegaban al amparo de una retransmisión olímpica, preferentemente durante el concurso de hípica o de las finales de curling en invierno, esa suerte de petanca ártica que en Noruega se vive con el bunad puesto —traje tradicional noruego— y fervor nacionalista frente a la tele.
Había pasado la primera mañana en Bergen. Repasando su postal más vendida, la que muestra las casas de madera de Bryggen, intuyes que en ese lugar se reclutaban marineros, aguerridos hombres de manos ajadas como las fachadas del puerto para los que se inventó una fórmula de crema de manos. Marineros a la espera de patrón, que buscaban ahogar en el fondo de un vaso de whisky el recuerdo de una joven prostituta. Los comerciantes y marineros de la Liga Hanseática han sido sustituidos por jóvenes de media Europa en ese viaje iniciático que son las becas Erasmus. Llamó mi atención una de las vendedoras que me invitó a probar, en perfecto español, el auténtico salmón de Jabugo. El grito de la pescadera es políglota en el Babel de los puestos del mercado de pescado de la plaza Torget. Me contó que muchos de los estudiantes acaban quedándose una temporada para hacer caja y tratar de que el último viaje del salmón no sea río arriba, sino hacia la boca de los turistas de crucero. Al final me convenció y acabé comprando un cucurucho con trozos de cangrejo y gambas a modo de palomitas nórdicas. Luego me acerqué hasta una de las cervecerías del puerto en busca de algo que acompañara a esas gambas.
Según la guía que llevaba en la bolsa, en Bergen debería llover casi siempre. La marca de los tirantes que lucía la chica que me sirvió la cerveza me decía justo lo contrario. La simpatía con la que me extendió el vaso casi venció mi fastidio al pagar cerca de 10 euros por la caña. Era mi tercer viaje a la ciudad más visitada de Noruega y siempre había tenido al sol como compañía. En lo que sí acertaba la guía es al decir que esa es la puerta de los fiordos. Descartada la fábula bíblica que te contarán algunos, vamos a darle una explicación geofísica a los fiordos. Vistos desde lo bidimensional de un mapa, el trazado oblongo de Noruega aparece salpicado de fiordos e islotes que dan a la costa un aspecto de pastilla efervescente deshaciéndose en el agua. Al añadirle una tercera dimensión tenemos unas hendiduras provocadas por el efecto de la erosión del hielo —durante un periodo de tiempo que escapa a la comprensión— que al fundirse dejó paso al mar.
Los fiordos del dramatismo y la épica están en el tramo comprendido entre Bergen y Ålesund, aunque todo el resto del país pueda presumir de ellos. Como todavía quedaba un rato para embarcar, aproveché para dar un paseo por las tiendas del puerto. Entre los caros jerseys de tan noruego aspecto de la marca Dale aparecen las obras de Edvard Grieg, que tuvo su cabaña a orillas del lago Nordås, a pocos minutos de la ciudad. A la música del compositor noruego le pasa lo que a otras obras maestras de la música clásica; acabas relacionándola antes con un anuncio o una película que con su autor. Una de sus piezas más conocidas, La mañana, establece un duelo entre diferentes instrumentos que te lleva a los idílicos paisajes de los fiordos, sus verdes montañas y el sol asomando por el horizonte. Todo muy noruego si no tenemos en cuenta que el autor situó la acción en el norte de África. Pero si hay una pieza de Edvard Grieg que ha sufrido los más diversos tratos (y maltratos), esa es En la gruta del rey de la montaña. La melodía nos traslada al histriónico inspector Gadget o al Gargamel de Los Pitufos. También se atrevieron con ella grupos tan dispares como Erasure o The Who y, más recientemente, sufrió un buen revolcón en la película La red social.
Cuando el Expreso del Litoral hizo su primer viaje, enviar una carta era un acto de fe, algo casi tan complicado como encontrar marineros abstemios. Era una época en la que los capitanes de barco se escondían tras espesos bigotes y mascullaban cosas como ¡voto a bríos! o ¡rayos, truenos y centellas! Hoy los insultos —también los piropos— han perdido toda originalidad, pero el Hurtigruten sigue recorriendo el litoral noruego driblando islotes y buscando el desmarque entre dédalos acuáticos. Sin mostacho ni gorra de plato es difícil convertirse en Richard With, el primer capitán que llevó el Hurtigruten a buen puerto, pero agarrado a la barandilla de proa uno se crece, respira hondo tratando de disimular la feliz curva y oteas el horizonte con ese gesto de la mano a modo de visera, poniendo cara de que así se puede ver mucho más allá. Una vez rebajados los humos de megalomanía marinera me senté en una butaca sumido en la ataraxia que provoca el mar, por lo que apenas me enteré del anuncio de salida. En el Ipod sonaba —no podía ser de otra manera, hay que recordar que estaba crecido— Forever young. Zarpamos.
Por no hacer uso (y abuso) de las etiquetas establecidas, tan del agrado de los responsables de marketing, dejo a un lado la que habla del viaje más bonito del mundo y voy construyendo las mías. Pasando las hojas de algo que un día fue una libreta, van surgiendo ideas que se convierten en anotaciones: épico, onírico, eterno, vikingas, valquirias, leyendas. Las licencias a la hora de elaborar leyendas siempre se suelen conceder con cierta ligereza. Escandinavia en general y los fiordos noruegos en particular tienen cierta propensión a ellas, a una mitología condimentada en exceso en esos días de atardeceres eternos que llegan a terminar en el diván del psicoanalista. Con un puñado de troles y algún poeta adicto al hidromiel cualquiera te monta una historia.
Concediéndome un poco de esa retórica, hice mi planificación de lo que iba a pasar en mi próximo sueño: una altísima y muy rubia valquiria me rapta para llevarme cabalgando entre los fiordos. Su melena ondea al viento al ritmo slow, en plan porque yo lo valgo, sus turgentes pechos protegidos por un sostén cónico dorado me apuntan desafiantes y cuando su blanquísimo caballo inicia el galope me agarro más fuerte a su cintura. Al final, todo se rompe cuando en una especie de erupción volcánica, atronadora y muy gutural, me dice que se llama Brunilda, como buena valquiria. Por la mañana, la valquiria volvió a aparecer tras la barra durante el desayuno. De repente comenzó a caminar hacia mi mesa, su pelo se movía incluso más despacio de lo que había imaginado, sus azules ojos de mirada profunda se habían clavado en mí y cuando ya casi había llegado pedí, por favor, que no hablara. Pero lo hizo, y en un susurro dulce, apenas imperceptible, me dijo: “Coffee or tea”. Fin de la historia y los sueños, sueños son.
Mientras, el barco se había adentrado en el fiordo de Geiranger. Al desembarcar, la tierra tardó un rato en ser firme. El esfuerzo del sol por alcanzar la cima de las montañas empezaba a tener su recompensa y los rayos de luz caían por las laderas. La bruma había engullido parcialmente a los barcos que estaban abandonando el fiordo. Todo encajaba. Como decía Henrik Ibsen, otro de los componentes de la pléyade noruega, la belleza es un acuerdo entre el contenido y la forma. Tras calzarme un par de buenas botas y desembarcar, me puse a caminar por uno de esos senderos abiertos sin artificialidad. Paso tras paso, son las huellas las que se encargan de abrir camino. Ya vendrán luego el tiempo y la lluvia a borrarlo todo para que arbitrarios pasos vuelvan a insistir en abrirlo. Llegado al punto más alto me detuve a coger aire, con la intención de atrapar mucho más del que cabe en mis pulmones a sabiendas de que en unos días estaría respirando de nuevo mi viciado aire de urbanita. A mi alrededor silencio. Un silencio que parecía llevar allí desde siempre, que te envolvía. El silencio como banda sonora de uno de los paisajes más perfectos de Noruega, el fiordo de Geiranger.
Tras pasar la mañana caminando por las alturas del fiordo, tocaba bajar al agua. En apariencia, navegar en kayak es una actividad placentera, fácil, relajante, en la que pelearse con el remo, pasar calor y perder el equilibrio no son cosas contempladas. En apariencia. Los lugares a los que puedes llegar y las vistas que desde allí tienes compensan cualquier esfuerzo. Bajo cada una de las cascadas a las que fuimos llegando, mi instructor se empeñaba en traducirme los nombres. Escucharlos en español recuerda a cuando empezabas a aprender inglés y te dabas cuenta de que las canciones que berreabas en la pista tenían letras absurdas. De syv søstre, Friaren o Brudesløret son nombres que suenan interesantes, incluso sugerentes, pero si traducimos a Siete Hermanas, Pretendiente y Velo Nupcial, apenas nos queda un forzado acuerdo de agencia matrimonial. El agua bajaba por las tres cascadas con la furia que le daba el deshielo en curso, con ganas de volver a iniciar el ciclo que llevará al líquido elemento de nuevo a las montañas. Tras la agotadora jornada, me relajé viendo como el sol intentaba ponerse. Lento, tarde, como corresponde a ese momento del año y a la latitud en la que estaba. Todo adquirió un frío tono azulado, sólo roto por la iluminación artificial de la pasarela que unía los dos módulos de mi hotel al pie del fiordo.
Desde la terraza de mi habitación, seguí tomando algunas notas que me facilitaran la redacción de este artículo. Mirando la calma del agua y la perpetua nieve que corona las montañas, entré en un bucle casi ditirámbico y no conseguía salir de las palabras bello, sublime, perfecto. Pedí una copa de vino a ver si me ayudaba a salir del atasco. Por la mañana, tan temprano que habría que decir de madrugada, volvió a ser el sol el que tiraba de mis sábanas. Me habían recomendado viajar con algún tipo de antifaz para dormir, pero yo recomiendo justo lo contrario y aprender a disfrutar de las particularidades de las noches blancas: atardeceres eternos, tomar una copa con el sol resistiéndose en el horizonte, recorrer algún sendero a intempestivas horas iluminado por la luz celeste y acostarte sabiendo quién vendrá a despertarte. Tras haber navegado, caminado, remado y pedaleado por los fiordos, tocaba ponerse al volante para recorrer la distancia hasta Ålesund. Las sinuosas carreteras que bordean los fiordos y ese leve balanceo al entrar en las curvas, la ligera brisa que se colaba por el techo practicable y el paisaje, se imbricaban para hacerte sentir un gusto especial por la conducción.
Atrás iban quedando algunas granjas salpicadas aquí y allá, granjas con apariencia de inaccesibles, granjas con vacas medio funámbulas —quizás atadas— para no perder el equilibrio y acabar en el agua. Entre coníferas y alguno de esos pueblos donde cualquier acontecimiento acaba publicado en la hoja parroquial, iba a llegar a la ciudad más disonante de Noruega. Desde el mirador del monte Aksla nada diferencia a Ålesund de otras ciudades de los fiordos con sus casas de colores sobre islotes. La ciudad del Jugendstil, nuestro modernismo, es el rara avis de la arquitectura noruega. Tras el incendio que asoló la ciudad en 1904 sólo hubo que lamentar una víctima, pero la mayoría de los habitantes se quedaron sin unas casas en las que predominaba la madera. Como había dinero por el asunto del bacalao, al que la mayoría de la población estaba ligada de un modo u otro, pusieron la reconstrucción de la ciudad en manos de arquitectos educados en Alemania y de ahí la adopción del estilo. Eso sí, viendo algunas fachadas de las casas pude comprobar ciertas pinceladas vikingas en algunas figuras femeninas.
En 1893, el Expreso del Litoral hacía su primer viaje con turistas por empeño del capitán Richard With. La compañía Hurtigruten sigue llevando a recorrer el litoral noruego, entre Bergen y Kirkenes, a pasajeros de todo el mundo. El trayecto entre Bergen y Ålesund es uno de los más impresionantes.
Para más información sobre horarios y salidas, vistar la página de Hurtigruten.
La forma de describir su viaje, entre sueños y realidad, me ha encantado. Enhorabuena, siga viajando y trasmitiendo a los que nunca lo verán, esos paisajes tan bellos, junto a las emociones que provocan! Gracias.
A efectos prácticos, si me puede responder: cuando se viaja de Alesund a Bergen en un barco de Hurtigruten, que va a durar 13 horas, se adentra al fiordo de Geiranger? Hace alguna parada en puertos? Muy agradecida: Antonia
Hola, Antonia:
En la página http://www.hurtigrutenspain.com puedes consultar los itinerarios. Una de las excursiones opcionales es al fiordo de Geiranger, lo que no sé si en la actualidad entran en el propio fiordo. Cuando yo hice el viaje sí lo hacían.