Uno de los ingredientes implícitos a la hora de emprender un viaje es la búsqueda de belleza. La encontramos en un instante, en la cálida luz de esos amaneceres perfectos que transforman cualquier paisaje —atardeceres para los que prefieren prolongar el rato entre sábanas—; aparece también en un gesto, la notamos en un delicado bocado o en una sonrisa. Belleza como piedra angular de todas las cosas que merecen la pena.
En la cima de la Tosa d’Alp*, en esos minutos en que el sol da lo mejor de sí, había belleza miraras donde miraras. Parados junto al vértice geodésico de la cima teníamos vistas de media Cataluña. Hacia el oeste, las montañas del Cadí y del Pedraforca parecían un cuadro de Friedrich, una de esas pinturas románticas en las que se superponen capas de montañas entre la bruma; hacia el norte se extendía la enorme llanura de La Cerdanya protegida por los Pirineos, completaban la escena un gran banco de niebla en la ribera del río Segre, un grupo de rebecos desplazándose por la falda de una colina y un par de globos aerostáticos dejándose mecer por las corrientes térmicas; hacia el sudeste, la buena visibilidad permitía ver incluso el Montseny y la Cordillera Litoral.
Las características orográficas de las sierras que configuran el Parque Natural del Cadí-Moixeró hacen que la vertiente sur reciba influencias mediterráneas mientras que la norte las recibe atlánticas. Estas diferencias entre vertientes configuran la presencia de un mosaico de animales y plantas de gran interés y favorece el paso de especies migrantes durante los períodos pre y posnupciales. Las áreas más elevadas del parque, donde los prados alpinos se intercalan con roquedales y cortados, forman un hábitat ideal para algunas de las especies típicas de las cordilleras europeas, como el rebeco pirenaico el buitre común que sobrevuela constantemente nuestras cabezas, o las chovas, tanto piquirrojas como piquigualdas, que quiebran el proverbial silencio de las montañas con sus graznidos. Estos córvidos, que se desplazan en bandos de hasta cien individuos, han llegado a criar dentro del cobertizo del telesilla que sube hasta la Tosa.
En cuanto a la flora, caminando por la zona vamos apreciando los diferentes niveles vegetales. El paisaje había ido cambiando progresivamente a medida que ascendíamos, desde los bosques hasta los páramos de altitud y los roquedales más secos, hecho que responde a los cambios altitudinales de factores climáticos como la temperatura y las precipitaciones. En las partes más altas nos encontramos con una flora muy frágil, adaptada a los rigores del clima: las plantas a esa altura solo necesitan dos meses para crecer, florecer y generar sus semillas. El Parque Natural Cadí-Moixeró es uno de los espacios naturales con más concentración de flora endémica de Cataluña. En sus dominios hay un número considerable de especies que tienen protección legal: trece que están catalogadas como amenazadas por el Libro Rojo de la Flora de Cataluña, y unas veinte más que no están claramente amenazadas pero que son muy raras.
De regreso al asfalto nos acercamos hasta la capital de La Cerdanya. Siempre es agradable pasear junto al lago de Puigcerdà y las villas que construyó la burguesía catalana por iniciativa del Doctor Andreu —conocido como el “Pastilletes” por ser el inventor de las famosas pastillas para la tos. Se conservan varias de aquellas quintas, nombre que los periódicos locales dieron a esas elegantes construcciones, como Villa Paulita o el Casino Cersaetà, por nombrar dos de las más destacadas. En el pequeño centro histórico de Puigcerdà visitamos el campanario sin iglesia de Santa María —solo se conserva una enhiesta torre desde la que se tienen buenas vistas de la plana ceretana y del Cadí—, y el convento de Sant Domènec para ver las destacadas pinturas góticas de sus capillas.
A tan solo siete kilómetros de Puigcerdà está Llívia, un capricho cartográfico, una isla catalana en el territorio cedido a Francia mediante el Tratado de los Pirineos (1659). Llívia se libró del acuerdo gracias a sus privilegios como villa otorgados por el Emperador Carlos V. Nos alojamos en una antigua casa solariega hoy convertida en un pequeño hotel con encanto, el Set Terres, con siete habitaciones cuyos nombres responden a los campos de Cal Estorc, el nombre original de la finca. A la hora del desayuno charlamos con Montse y Toni, los propietarios, que nos hablan de su apuesta por el producto de proximidad, ecológico y de temporada a la hora de surtir la mesa. Los embutidos que probamos, sin ir más lejos, son de Rolland, una charcutería situada en la Plaza Mayor del pueblo; los quesos, de La Cerdanya. Cuando uno piensa en los alimentos que puede dar el territorio le vienen a la cabeza las duras patatas, las buenas carnes, los apetecibles productos lácteos y muchas horas de olla que dan como resultado una cocina contundente. Pero es raro pensar en vinos, si acaso en alguna cerveza artesana.
En Llivins practican una viticultura de riesgo, apuntad mejor heroica, a más de 1.250 metros sobre el nivel del mar. La variación de temperaturas debida al cambio climático está permitiendo vendimias cada vez a mayor altitud. El valle de La Cerdanya, uno de los más anchos de Europa, recibe una gran insolación; a eso hay que unir la acción del efecto foehn, que detiene las lluvias en un lado de los Pirineos y deja caer aire cálido hacia el otro. En este pequeño viñedo con hechuras de jardín, que mira al Puigmal, han sabido aprovechar esas paradojas del clima para sacarle buen partido a la sauvignon blanc. El proceso no deja de resultarme curioso, fascinante a ratos —el que esto escribe ha crecido entre el tradicional viñedo del Penedès—, desde los plazos hasta los métodos.
La floración de una docena escasa de manzanos que hay en la propiedad es el indicador del momento de inicio de la poda, bien avanzada la primavera; en Llivins van ocho semanas más tarde que en casi cualquier otra zona vinícola, vendimian la primera o la segunda semana de noviembre cuando la hoja ya está seca, y dejan una parte de la uva veinte días más. Para entonces la viña ya se ha quedado casi completamente calva y los racimos han sufrido una mayor exposición al sol, por lo tanto la uva gana en azúcar. Esta segunda parte de la vendimia se hace con temperaturas varios grados bajo cero, los granos están parcialmente congelados pero les permite elaborar un vino de hielo por método totalmente natural. Anna Baqués, la enóloga, consideró que se podían hacer las cosas de manera diferente. Los dos vinos que salen de Llivins son 100% artesanales y ecológicos, y Anna ha encaminado todo el proyecto hacia la permacultura. Compraron más de doscientas mariquitas —por Amazon— porque se comen del orden de mil pulgones diarios cada una, el enemigo número uno de la viña. Las cepas están cubiertas por una red que protege la fruta del granizo y de las aves. Cuentan que la nieve no es un problema porque deja inactivo al viñedo, otra cosa son las heladas que combaten con velas de parafina, envolviendo la viña con ellas porque el humo genera aire caliente y las partículas de hielo no se quedan adheridas a la planta.
No obstante, el de Llivins no es el primer intento de hacer vino en La Cerdanya, nos han llegado referencias de que en la Edad Media ya se vinificaba por aquellas latitudes. Y pese a que en esa época se llegó a considerar al vino como una medicina o incluso antídoto contra el veneno, el que de verdad quería sanar tenía que acudir boticarios como el de la farmacia Esteve de Llívia, considerada una de las más antiguas de Europa. Jaume Esteve abrió la farmacia en 1439 y sus descendientes la mantuvieron en funcionamiento hasta 1942, veintitrés generaciones sirviendo pomadas, ungüentos y pastillas. Actualmente forma parte del Museo Municipal, situado junto al ayuntamiento.
Hay numerosos detalles que llaman la atención y despiertan la imaginación, no dejas de preguntarte qué misteriosos preparados guardaron aquellos frascos. Los objetos más destacados son las cajas renacentistas con retratos de santos, boticarios y doctores; los albarelos o potes azules, unos recipientes cilíndricos que pudieron llegar desde Oriente Medio y que contenían desde la materia prima hasta el producto listo para aplicar; y un cordialer, un mueble barroco que asemeja un retablo en miniatura, ricamente policromado, donde se almacenaban los medicamentos más importantes.
Damos un importante salto temporal, aunque muy corto geográficamente, para llegar hasta la localidad de Bolvir. En una pequeña meseta denominada La Corona están los restos de El Castellot, uno de los pocos poblados iberos localizados en los Pirineos. Unos fragmentos de cerámica fueron la pista que siguieron los arqueólogos para iniciar la investigación y los posteriores trabajos en este yacimiento arqueológico en el que han encontrado tres principales etapas de ocupación humana: una primera ibera, la segunda romana y la tercera, después de un largo paréntesis de abandono, que empieza en el siglo X y se extiende durante aproximadamente un siglo antes de ser abandonado del todo.
Hay un itinerario marcado que recorre todo el perímetro excavado de El Castellot, en el que nos vamos encontrando con una serie de paneles que aportan información sobre la muralla, la organización urbana y los diferentes periodos documentados. La visita se completa en el Espai Ceretània, un centro de difusión del patrimonio arqueológico del Castellot de Bolvir en el que se exponen interesantes piezas que nos permiten hacer una interpretación histórica de los diferentes pueblos que han habitado estas tierras a lo largo de 2.500 años.
Aprovechando la cercanía llegamos hasta Talltorta para visitar Sant Climent, una de las iglesias que forman parte de la experiencia Las llaves de La Cerdanya, dos rutas guiadas por especialistas en el patrimonio de los Pirineos, la de La Solana y la de L’Obaga (Umbría), que recorren las iglesias más interesantes de la comarca. En Sant Climent de Talltorta destacan las pinturas murales del siglo XVIII, un claro ejemplo de horror vacui en el que se apretujan numerosas escenas y figuras, como si el hecho de pintar cada centímetro cuadrado tratara de ocultar los elementos prohibidos que el artista integró en la decoración de la iglesia, aunque no consiguió que pasaran desapercibidos y los garantes de la moral trataron de borrar algunos.
El río Segre se intuye cerca, a ratos por la humedad que sube de su cauce en las horas tempranas, en ocasiones porque se escucha el rumor de sus aguas, y constantemente por el fértil paisaje que lo rodea, con frescos pastos donde se alimentan espléndidas vacas frisonas como las de El Molí de Ger, uno de los mejores productores de queso de Cataluña. Nos recibe Pere Pujol, un filólogo que hizo el camino de regreso a la comarca porque quería tener su propio negocio, ligado al territorio pero no al urbanismo, vinculado a La Cerdanya y su huella ceretana. Sus antepasados pasaron de la actividad molinera —de ahí el nombre de la propiedad— a la ganadera, así que Pere aprovechó la leche para ir a contracorriente de la gran industria alimentaria y volver a hacer las cosas como se hacían antes. «No tenía ni idea de hacer queso, solo de comerlo, en mi familia no habían hecho queso con anterioridad. Tengo claro que cuanto mejor estén las vacas mejor será el producto artesano. Utilizo leche cruda, rica en grasas y proteínas, con la que elaboro diferentes tipos de queso: de corteza lavada, pasta cocida, azul ceretano, pasta blanda tipo brie, cheddar y un tupí, este último con la intención de que no se pierda una elaboración tan arraigada al territorio», nos cuenta Pere mientras nos enseña las cámaras de maduración, con un apartado propio para el queso azul. Un queso, en palabras del propio Pere, que es muy burgués, muy señorito, necesita su propio espacio.
* Los 2.536 metros de la Tosa d’Alp son perfectamente asequibles, tanto a través de las diferentes rutas de senderismo que llegan hasta la cumbre como con la nueva extensión del telecabina que sale de La Molina, que en unos pocos minutos te deja en la cumbre de la montaña. Desde las cabinas podemos ver a los valientes bikers dando saltos —volando— en el bike park que funciona durante los meses que no hay nieve en la estación de esquí.
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