Gambia es el país más pequeño de África, unos puñados de tierra a ambos lados del río homónimo, con fronteras fruto del antojo de la época colonial; una isla anglófona en un universo francófono. Llevan bastantes años recibiendo turismo, principalmente del norte de Europa. También turismo sexual, pero de mujeres que buscan a su Adonis entre los fornidos jóvenes que hacen ejercicio en las playas que comparten con los bumsters, los falsos guías que van en busca de que el turista abra el monedero el mayor número de veces posible.
Los caprichos del colonialismo quisieron que Gambia estuviera bajo control británico hasta 1965. Los ingleses habían llegado tres siglos antes para instalarse en James Island y controlar desde allí el tráfico de esclavos hacia América. Hoy los afroamericanos llegan en peregrinación a la aldea de Juffureh en busca de sus raíces, donde son recibidos por los supuestos descendientes del Kunta Kinte que inspiró el personaje de la famosa obra de Alex Haley, aunque luego el escritor achacara a un error de sus asistentes el tremendo parecido de la vida de su personaje con el protagonista de El africano de Harold Courlander.
En el puerto de Banjul el trasiego de mercancías, animales y personas, no necesariamente vivas, era frenético. Cuando piensas que es imposible que carguen más el ferry que cruza hasta Barra, aún siguen empujando. Cabras que vuelan, una niña con una bandeja de fruta sobre su cabeza y un taxi con un féretro en la baca forman las últimas piezas del Tetris que, pensé, debía flotar de milagro.
La carretera que recorre el norte de Gambia no se parece en nada a la accidentada carretera sur, donde en temporada de lluvias lo que parece un charco puede ser en realidad un proyecto de piscina donde nade tu vehículo. Nuestra furgoneta acabó clavada con el agua a la altura de las ventanillas. En los campos de arroz las mujeres ataviadas con llamativos pareos, cargando con sus hijos a la espalda, trabajan la tierra deseando que esta sea un poco más benévola en la próxima cosecha. Quizá se lo pidan al baobab. En un país de inmensa mayoría musulmana también tienen cabida tradiciones ancestrales y ritos animistas como los que se celebran en torno al árbol invertido que parece luchar por alcanzar el cielo. Tras ver decenas de ellos me acuerdo de El Principito y su miedo a que el pequeño planeta estallara debido a las raíces del baobab.
Atrás había quedado la pesada cantinela de los bumsters. Ese ¡amigo, amigo! sin amistad en busca de sacarle unos dalasi a los turistas. El asedio al que se ve sometido el viajero en las localidades costeras se atenúa a medida que avanzan los kilómetros, hasta que llega a desparecer. En una de las paradas del trayecto otras palabras llegaron a mis oídos, más agradables, más melódicas y más en otro idioma. De repente varios niños salieron corriendo de entre los manglares, mojados, al grito de toubab, toubab… La entrada de agua salada en el río Gambia hace posible que encontremos manglares hasta doscientos kilómetros río arriba. Un tronco caído puede hacer de improvisado trampolín donde los niños compiten para ver quién realiza la acrobacia más espectacular. Por supuesto, siempre pendientes de que el toubab (hombre blanco) capte el instante con su cámara, a la que acuden raudos tras el salto para verse congelados en tres pulgadas de tamaño. Los niños desaparecen bajo el agua y casi sobre ella. El mimetismo entre las turbias aguas del manglar y su piel hacía necesario que unos ojos abiertos o una fila de blanquísimos dientes sonriendo balizaran la posición del mocoso.
De sobra es sabido que en cualquier cruce de caminos en África encontraremos un mercado. Así que si es domingo y Farafenni está en mitad de la Transgambiana, blanco y en botella. Desde muy temprano llega gente de todas partes para vender sus productos en esta encrucijada de obligado paso entre una y otra parte de Senegal. Orondas mujeres lucen sus mejores batiks —las coloridas telas con las que se visten— que parecen competir en estridencia cromática. Venden mangos, pescado ahumado, cuerdas y telas. Entre mil cosas más.
En la ribera norte abundan los monumentos megalíticos, como los círculos de piedra de Wassu. No hay unanimidad entre los expertos acerca del significado de estas formaciones que adquieren el característico color rojizo debido al alto contenido en hierro de la laterita, el material empleado en su construcción. Una de las hipótesis más extendida, debido a la cercanía de cementerios, es la de su posible vinculación con ritos funerarios.
Al llegar a Kuntaur mi trayecto continuó en barco. Mis posaderas y mi estómago se quedaron sin comprobar si es cierto que el segundo tramo de la carretera norte deja como autopista a la dañada carretera sur. Un viejo velero y su ruidoso motor me llevaron navegando río arriba junto a una humeante taza de ataaya, tras el ritual wolof para servirlo. El brebaje hizo milagros en mi revuelto estado y la charla fluyó animada con los tripulantes que me indicaron que debía beberlo en tres veces. Del primer vaso se dice que amarga igual que la muerte, del segundo que es dulce como la vida y el último, dulce como el amor. Todos reímos cuando el cocinero cuenta que hay amores más amargos que el primer trago.
Las frágiles cayucas que navegan por el río sirven para todo, desde el que la utiliza para pescar o llevar a la familia hasta el que transporta hortalizas o la bicicleta, pero siempre con el ojo puesto en la cercanía de los hipopótamos, el animal que más hombres mata en África tras el mosquito. El tañido de una kora, instrumento ya citado por Mungo Park, recibió nuestra llegada al campamento de Janjangbureh, la antigua Georgetown. Muy a lo lejos, el horizonte dibujaba una tormenta tropical que tardó unos minutos en llegar y otros pocos en desaparecer. El calor tras la tormenta llamó a cientos de mosquitos para la cena, aunque por suerte los murciélagos esperaban en las ramas. Un djembé golpeado con frenesí dio aviso a las mujeres de Lamin Koto que comenzaron a danzar extasiadas, hasta que con las últimas llamas de la hoguera extinguieron también sus ánimos.
EXELENTE ARTICULO.MUY HUMANO Y ALECCIONADOR.
Muchas gracias, Fernando. Un saludo.
turismo sexual femenino es lo que más abunda, en Gambia y en Senegal, de españolas hay muchas que viajan allí, grupos de mujeres buscando al mítico hombre africano y sus atributos, mítico pero de carne y hueso, porque para cada blanca que llega hay inmediatamente un africano que la acompaña y la sirve en la cama, y aunque la engañen no le sale tan caro… por supuesto luego los motivos del viaje son culturales, turísticos y hasta humanitarios… ja ja ja en Ziguinchor nos decía un senegalés listísimo que lleva muchos años viviendo de las mujeres blancas: si una cabrita está entre los leones… NO ES UNA CABRITA, para señalar que todas las mujeres blancas que llegan allí sin pareja buscan hombres africanos, digan lo que digan y parezcan los que parezcan
Luisa, yo no me atrevería a decir que es lo que más abunda. Es cierto que existe, en la zona de costa del país, donde por cierto también veranean familias con sus hijos. Ese tipo de turismo desaparece cuando viajas río arriba, según te vas alejando de la costa te encuentras con un país diferente y cautivador.