Quería conocer la isla que Ernesto Cardenal escogió para la utopía, por eso viajé hasta el archipiélago de Solentiname. Me encontré con el apocalipsis, como si lo uno no pudiera existir sin lo otro. El archipiélago de Solentiname es un grupo de 36 islas e islotes de diferentes tamaños que se encuentra en una zona remota de Nicaragua —en el departamento de Río San Juan, en el lago Cocibolca, mucho más cerca de Costa Rica que de la capital del país—, a la que sólo se llega en bote desde el municipio de San Carlos. A pesar de su apartada geografía, un día la historia de Solentiname fue la historia de toda América Latina. Isla Mancarrón entró a formar parte de las utopías más famosas de la humanidad cuando, en 1965, Ernesto Cardenal —el sacerdote barbudo sin sotana, poeta y escultor— decidió asentarse en ella para crear junto a dos compañeros una comunidad contemplativa. Eran los últimos años de la dictadura del clan de los Somoza, los más convulsos, y la comuna de Solentiname tuvo un papel protagonista en el final del régimen represivo y corrupto, responsable de tanto sufrimiento infringido a la mayoría de la población del país.
El apocalipsis según Julio Cortázar
En la lancha, el horizonte se veía bajo, y en él, salpicaduras de las diferentes islas del archipiélago que parecían flotar sobre un espejismo de agua. La luz ayudaba a acentuar ese efecto irreal, como si no hubiera profundidad ni perspectiva. Unas golondrinas jugaban en la proa de la lancha, y en la copa de los balsos había garzas blancas como puntos suspensivos. Me iba repitiendo ‘Solentiname, Solentiname, Solentiname’, como una especie de conjuro, una y otra vez, y así, acompañado por la sonoridad del nombre —que en náhuatl significa “lugar de muchos huéspedes”— llegué al pequeño muelle de la isla Mancarrón.
Es el mismo muelle al que, en 1976 (13 años después de publicar Rayuela) llegó Julio Cortázar. Entró en el país clandestinamente, lo introdujo a escondidas Ernesto Cardenal por la frontera con Costa Rica, a donde el sacerdote y poeta lo había ido a buscar, para llevarlo a isla Mancarrón.
Julio Cortázar se encontró la misma iglesia que hoy sigue en pie, blanca y decorada con dibujos alegres y coloridos, con una escultura de Ernesto Cardenal a modo de altar. Una iglesia limpia y sencilla, una iglesia revolucionaria donde los campesinos se reunían para comentar los evangelios. De esas reuniones de los domingos —que se alargaban hasta tarde y donde se podía ver al padre próximo, como uno más, fumar o beber o jugar con los niños, los mismos que hoy siguen jugando en el parque de enfrente, los mismos pero otros, estos de hoy no han conocido la pobreza de aquella época— salió el Evangelio de Solentiname, que se popularizó en todo el mundo y seguía la corriente innovadora de la teología de la liberación, o la iglesia de los pobres. Pobres y conciencia social, conciencia política, y después, insurrección y revolución. Así fue en Solentiname. La utopía consistió en abrir horizontes a aquellos campesinos que de la pobreza y de la dieta única del frijol pasaron a tener una conciencia de comunidad y un sentido altruista de la propiedad, que pasaron del aislamiento geográfico al epicentro de una revolución que estaba por venir, que lograron ser personas con historia frente a la “historia” impuesta de los Somoza y demás dictadores.



Más allá de la iglesia, Julio Cortázar también se encontró la biblioteca de Ernesto Cardenal, que hoy sigue ahí, protegida por pavos reales desperdigados por la grama verde que rodea la pequeña edificación. Es el único punto de la isla que tiene conexión a internet y allí van los jóvenes con sus teléfonos por la tarde. Entonces, entre los pequeños estantes de madera había más de 2.000 títulos, libros de poesía latinoamericana, el diario del Che, de historia de América, las propias obras de Ernesto Cardenal, libros de teología, narrativa, ensayos… Esos libros siguen ahí, también para cualquier viajero que llegue a Solentiname. Me senté en una silla de tamaño escolar con todos los libros que pude cargar y el tiempo se hizo lento, pero no conseguí detenerlo del todo.
Julio Cortázar escribió Apocalipsis en Solentiname meses después de su estancia en la isla, curiosamente en otra isla revolucionaria, en Cuba. Se trata de un cuento en la línea social, en el que supo conjugar su compromiso político con la izquierda y su estilo escapista y algo hermético, como de juego y sorpresa, y con el que criticó los regímenes dictatoriales opresores de América Latina. Al límite con la auto-ficción, relata casi como si se tratara de una crónica periodística su llegada a Solentiname, el descubrimiento del arte realizado por los habitantes de las islas, cómo va sacando fotografías para el recuerdo, para después, en la parte final, cuando llega a París, sorprender al lector con la aparición de lo fantástico (al revelar los carretes, aparecen entre las fotografías de Solentiname instantáneas mezcladas de violencia política, la violencia ejercida por las distintas dictaduras de Latinoamérica contra el pueblo).
Parece injusto que en un lugar como Solentiname ocurriera el apocalipsis.




Allí durante el día las oropéndolas, en sus nidos como lágrimas de barro, sorprenden con su canto eléctrico, los niños saludan y corren descalzos, algunas mujeres se dedican a hacer figuritas en madera de balsa —mojarras, tucanes, tortugas— que pintan de vivos colores, y que la cooperativa vende a los turistas. Las pocas casas, simples, son de listones de madera pintada, no tienen valla que las cerque y el jardín se confunde con la calle; dentro, los gecos se comen los mosquitos. Allí durante el día el cielo va cambiando de color, como aviso del paso del tiempo, y los quehaceres son otros, y por la noche, sin alumbrado público, el caminante se deja alumbrar por miles de luciérnagas que salen a su paso, y los sapos rechonchos croan. ¿Cómo pudo llega el apocalipsis a Solentiname? ¿Cómo ese personaje del cuento, que se llama igual que el autor, pudo sacar esas otras fotografías en la isla Mancarrón? Son las fotografías del apocalipsis; escenas de vileza política, y de miedo “… no solamente de toda Nicaragua, sino de casi todo América Latina”.
El apocalipsis que adelantó Julio Cortázar en su cuento llegó tiempo después con la destrucción de todo lo logrado por la comunidad de Ernesto Cardenal. La venganza de Anastasio Somoza por el asalto al cuartel de San Carlos, dirigido por hombres de Solentiname y que fue el primer acto de insurgencia contra el régimen, cubrió de fuego Mancarrón. Hoy en día lo que vemos—la iglesia, la biblioteca y el pequeño museo— son una reconstrucción posterior realizada ya con el triunfo de la revolución, cuando Ernesto Cardenal y los suyos pudieron volver a la isla.
La pintura primitivista de Solentiname
Durante los días en Solentiname, unas pinturas llamaron la atención a Julio Cortázar; se trataba de las primeras manifestaciones del arte primitivista en Nicaragua que se desarrolló entre los campesinos bajo el auspicio de Ernesto Cardenal. El personaje del cuento los fotografía todos para llevárselo de vuelta con él a París.
“No recuerdo quién me explicó que eran trabajos de los campesinos de la zona, ésta la pintó el Vicente, ésta es de la Ramona, algunas firmadas y otras no, pero todas tan hermosas, una vez más la visión primera del mundo; la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza”.





Fui a la isla vecina de San Fernando, a donde la familia Arellano tiene casa y taller. Rodolfo Arellano me estaba esperando. Está enfermo, va en una silla de ruedas porque le amputaron una pierna, su voz suena apagada, pero explica cómo fueron los inicios. “Ernesto Cardenal llegó con pinturas y lienzos y un señor que dibujaba y nos enseñó a mezclar pintura. Fue por allá el año 1975, y desde entonces a acá. Agarramos el pincel y comenzamos a manchar, no hacemos boceto previo, solamente la inspiración de uno. Como somos nativos de este lugar conocemos todas las islas”. Y entonces empieza su relato, me explica lo que pinta y lo que ha pintado, y me doy cuenta de que es posible conocer Solentiname a través de las pinturas primitivistas.
“Ésta es de donde viene, Mancarrón ¿Ve? El muelle, la iglesita blanca del padre Cardenal, los botes con los que antes viajábamos, que tardábamos hasta ocho horas a remo para llegar a San Carlos, no como ahora con esas lanchas a motor”. Y sigue, la Venada, el Platillo, y me cuenta qué fruta es buena para hacer jugo porque está pintada en uno de los cuadros, con cuál se curaban el dolor de barriga, y los animales, el manatí que come hierba, las tortugas, los venados, armadillos, ardillas, el guardabarranco, la lechuza, los perros coyotes, y el quehacer cotidiano, el pescado que cocinan las mujeres, frito muy bueno.
¿Y, Rodolfo, por qué no pintan cielos?
“Hay pocos cielos porque lo que más gusta al cliente es el trabajo. El cielo y el agua tienen su valor pero no es lo mismo en el lienzo. Los cielos en Solentiname al atardecer son muy bonitos, por la tarde, el sol mismo cambia, colores rojos, amarillos, pero en el lienzo queda mejor la fauna y la flora. El cielo, para cada uno”, sentencia.
El cielo para cada uno, y la utopía para todos. Así debe ser. Si Julio Cortázar pudiera volver a Solentiname, ojalá, volvería a hacerle fotos a los cuadros primitivistas, volvería a encontrar a los niños jugando, volvería a ver la belleza de lo simple, y volvería a escribir para salvar la utopía de Ernesto Cardenal a través de la escritura, que es la única memoria en la que podemos confiar.
Texto: José Alejandro Adamuz / Fotos: Rafa Pérez y José Alejandro Adamuz (foto Rodolfo Arellano)
Gracias por las fotos, estuvo muy bello poderlo ver.
Maravilloso Mancarrón. Estuve allí en Semana Santa del 2015. Y maravilloso tu relato.