Las islas que salpican el estuario del río Charente, en la costa atlántica, son —han sido— refugio de artistas, sibaritas y aficionados a la naturaleza y el cicloturismo. También de emperadores.
Oléron: la isla gourmet
La isla de Oléron tiene motivos para estar en el podio gastronómico francés: entre la población de Marennes y el sur de la isla se concentra la mayor producción de ostras del país. De aquí sale el 60% de los bivalvos que se consumen en toda Francia. Las granjas ostrícolas forman parte indisoluble del paisaje en una isla que también destaca por tener una comunidad artística muy numerosa. Los artesanos han domiciliado sus talleres en el pintoresco puerto de Chateau-d’Oléron, cuyas antiguas casitas ostrícolas de madera tuvieron que dejar de utilizarse para la pesca debido a las nuevas normativas sanitarias.
Ahora, en su interior, pintores, orfebres, escultores o ebanistas ponen la nota de color a un muelle siempre concurrido por los turistas.
También los restaurantes de marisco y moluscos son un imán para los visitantes en Oléron, ya que en esta isla se pueden degustar algunos de los mejores bivalvos de Europa a precios muy económicos. El plato estrella insular —sin que se nos ofendan las ostras frescas con limón— es el eglaed de moules, una especialidad a base de mejillones que se cocinan sobre una tabla de madera cubierta de pinaza a la que se prende fuego.
Más temática ostrícola en Saint-Pierre d’Oléron, donde se ubica la Site Ostreicole et Natural de Fort Royer, un centro de interpretación del preciado molusco donde podemos aprender a distinguir las ostras por talla, procedencia y hasta por el nombre de pila.
Pero no todo en Oléron es artesanía y gastronomía (que no es poco). Su ubicación en la costa atlántica francesa —un lugar que goza de más sol que otras regiones francesas pero también de más vientos— la hacen un destino estrella para el surf y los deportes de vela, especialmente en la plage des Huttes, en Saint-Denis d’Oléron.
Aix: El reposo del guerrero
La pequeña localidad de Fouras, en la costa continental, es el lugar desde donde parten los ferris que conducen hasta la más salvaje de las islas situadas en el estuario del río Charente: l’Ile d’Aix. De tamaño insignificante si la comparamos con sus vecinas Oléron y Ré —y a diferencia de éstas sin un puente que la una a la costa francesa— Aix hubiera pasado completamente desapercibida, en los mapas y en la historia, si Napoleón Bonaparte no se hubiera instalado en ella antes de exiliarse definitivamente a la isla de Santa Elena. Aix fue una estratégica posición militar en el estuario: era ni más ni menos que la primera línea de defensa de aquel puerto astillero que Luís XIV levantó en Rochefort.
Las imponentes murallas y los fosos del puerto, que antaño disuadían al enemigo inglés, guardan hoy en su interior uno de los entornos más idílicos y pausados de la costa atlántica francesa. No existe tráfico rodado en esta isla de tres kilómetros de largo y que apenas llega a los 250 habitantes, por lo que la bicicleta se convierte en el mejor aliado. Existe un camino de tierra que da la vuelta a la isla, el sendero de los Aduaneros, que permite alcanzar las playas de Coquillages o Le Grand Plage y visitar antiguos enclaves militares como las baterías de Coudepont, Saint-Eulard o de Jamblet.
La aldea principal de la isla es Le Bourg, que se estructura en el interior del Fuerte de la Rade. Un bar con terraza, un hotel —el único de la isla—, un par de comercios y tres museos son la oferta lúdica de una localidad en la que nadie conoce lo que es el estrés. Para alimentar el espíritu cultural está el Museo de Napoleón, la residencia donde Bonaparte pasaría sus últimos días en suelo francés y donde se exhiben numerosos retratos, trajes y otros objetos personales del emperador.
Ré: ¡Salada!
La más accesible de las islas atlánticas es Ré, que está unida a la costa de la Rochelle por una monumental obra de ingeniería que se construyó a finales de los años 80. Es un lugar sin apenas desniveles, ideal, igual que Aix, para el pedaleo pausado. Especialmente en la mitad oeste, tapizada de salinas y bosques de pinar. Si Oléron tenía los moluscos, Ré produce una delicatessen mineral; la flor de sal que desde este pequeño rincón de la costa atlántica ha conquistado las cocinas más prestigiosas de Europa. La cooperativa que gestiona las salinas también posee un interesante ecomuseo donde se cuenta el presente y pasado —en Ré la recolección de sal se remonta a la Edad Media— de este preciado condimento.
Otra excursión interesante para hacer en bici parte de la pintoresca localidad de La Flotte —donde se celebra a diario un interesante mercado medieval de productos frescos y artesanales— hasta la vecina abadía de los Chateliers. Levantada por monjes cistercienses en el siglo XII, la abadía debe su aspecto actual al incendio que, en 1574, terminó con su techumbre e interiores. Como si del esqueleto de un gran animal se tratara, solo conserva la fachada principal y parte de sus paredes exteriores; pero su ubicación en pleno entorno rural —rodeada de prados y campos de cultivo— la convierten en uno de los lugares más mágicos de la isla.
Como en las buenas novelas, hemos dejado lo mejor para el final: Saint-Martin de Ré, la capital y la más bella de las localidades insulares, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde el año 2008. A pesar de su aspecto tradicional de calles empedradas y casitas encaladas, Saint Martin es el centro cosmopolita y activo de Ré, el lugar al que hay que ir si se busca una terraza al sol, hacer algunas compras o cenar a la luz de las velas.
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