Una de las cosas que más valoro cuando viajo es el tiempo, la relación entre el destino y la elasticidad de las horas. La región de Bretaña tiene un buen número de localizaciones que contribuyen a esa sensación, falsa pero placentera, de que el día tiene más de 24 horas. Dos de ellas son, sin duda, las pequeñas localidades de Josselin y Dinan. Por supuesto que recuerdo el patrimonio, las callejuelas de empedrado, los colores del entramado de las casas, la gastronomía. Pero también la media hora más entre sábanas mientras los primeros rayos se cuelan por la ventana del hotel, la doble ronda de cruasán, los “bonjour” a desconocidos, detenerme cada dos pasos, tres como mucho, porque algo llama mi atención; las tardes de café sin prisa y los atardeceres.
Había llegado a Josselin desde Guérande, a la hora en que las campanas de la basílica de Notre Dame du Roncier se desperezaban. Aprovechando el fin de la cantinela, subí hasta el campanario para tener una vista general del pueblo: el casco histórico con el río Oust de fondo y el castillo, en manos de la familia Rohan desde su primera construcción en el siglo XII. Junto al castillo, a su amparo, creció el barrio de Sainte-Croix, el más antiguo de Josselin, con sus casas de entramado, una de las grandes señas de identidad del patrimonio bretón.
A partir de la Edad Media, hubo un éxodo hacia entornos urbanos y eso obliga a construir. El transporte de materiales es muy caro o, directamente, imposible. Así que, a falta de piedra, hay que tirar de lo que tienen más a mano: la madera, principalmente de roble por su resistencia, de los bosques cercanos. Con eso y un poco de adobe, estuvieron levantando hogares durante los siguientes siglos. Los elementos como la decoración de las fachadas, la altura o el color de las casas son algunas de las pistas que podemos seguir para saber en qué siglo fueron construidas. El fuego nunca ha acabado de conciliar bien con la madera y ha sido responsable de la desaparición de numerosas casas de entramado. Otro de los enemigos fue el postureo. Actualmente, ya nadie duda del valor histórico, cultural y arquitectónico de este tipo de casas, pero hubo una época en que se consideraron “casas de pobres” y la tendencia fue cubrir el entramado con argamasa para simular piedra, ergo riqueza.
Aunque la familia Rohan sigue habitando el castillo, hay un horario de visitas que nos permite entrar en algunas de las principales salas de la propiedad, como algunos salones o la biblioteca, y pasear por los hermosos jardines. La caída de la tarde me lleva a pasear junto al río hasta llegar a una de las esclusas que lo hacen navegable, desde donde se tiene la mejor vista de Josselin, especialmente en el momento en que la ciudad se ilumina para recibir a la noche.
Victor Hugo dijo de Dinan que era una bella y vieja ciudad suspendida sobre un precipicio, como un nido de golondrinas. Cruzando el puente de piedra que hay en el puerto, una empinada calle de empedrado sube hasta es “nido” al que se refería el gran escritor francés. La inclinación de la calle, primero Petit Port y luego Jerzual, obliga a algunos ciclistas a subir a pie y a los peatones a detenerse, resoplando, ante cada una de las fachadas o a asomarse a los escaparates y los talleres de artesanos como Adrian Colin, que trabaja el vidrio soplado de manera magistral.
A Ana de Bretaña, por dos veces reina consorte de Francia, Dinan le pareció un buen lugar para retirarse de las intrigas palaciegas. Como no iba a ser yo quien contradijera a toda una reina, busqué refugio en uno de los cafés —y en los crepes que servían— de la plaza de los Cordeleros y Merceros, un magnífico ejemplo de casas de entramado elevadas con soportales. Todo el casco histórico de Dinan está rodeado por una muralla. Algunos de los tramos del paseo de ronda están abiertos al público y ofrecen una panorámica diferente, desde cierta altura, del trazado de calles de origen medieval. Si aún queremos ir un poco más arriba, tenemos la torre del Reloj con buenas vistas de la basílica de Saint-Sauveur.
El viaje por las alturas de Dinan dura lo justo para hacerme una idea de la posición de las fichas en el tablero. Después de haberla visto desde el aire, me dirijo a la entrada de Saint-Saveur. La basílica tiene el encanto de las cosas imperfectas, como sus dejes asimétricos, un tetramorfos que se quedó en pareja durante una reconstrucción o su fachada medio románica, medio gótica; y la fascinación del juego de luces de las vidrieras policromadas sobre el suelo de piedra.
Volviendo al puerto de Dinan se me plantean dos opciones: la navegación por el estuario del río Rance para llegar hasta su desembocadura, en Saint-Malo, o el paseo hasta Léhon, una comuna delegada de Dinan situada a un par de kilómetros de distancia, a la que se puede acceder por carretera o en un agradable paseo junto por el antiguo camino de sirga que va junto al río. Las altas temperaturas me llevan a escoger la ruta a pie, buscando la sombra de los árboles ribereños que crecen en el valle. Por este camino se llega a Léhon por el Puente Viejo, a poca distancia de la principal atracción de la comuna, la abadía de Saint-Magloire, en la que se pueden visitar los principales espacios que ocuparon los monjes fundadores en el siglo IX, como el claustro, la iglesia abacial, los jardines y el refectorio.
De vuelta a Dinan tropiezo con una pequeña pastelería, Clafoutis, con apenas media docena de mesas y tres tartas de aspecto delicioso en el escaparate. Me recibe una anciana entrañable que me explica que sirve tartas y té. Cuando le pregunto de qué son las tartas me responde que de lo que encuentra cada día en el mercado. Ese día habían sido manzanas y de manzanas eran las tres tartas expuestas, en diferentes preparaciones. También vende confituras caseras, de varios frutos rojos, manzana y ruibarbo, entre otras. Con el primer bocado de tarta pienso de nuevo en el valor del tiempo, en la satisfacción que proporcionan las cosas hechas sin prisa.
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