Dicen que sumergirse en el mar es, en definitiva, un viaje a los orígenes, un regreso al hogar de donde surgió la vida en nuestro planeta. Quizás sea así pero, la verdad, hace mucho de eso y no me acuerdo. En mi caso es cierto que es un viaje en el tiempo, pero a una época un poco mas cercana. Ponerme unas gafas de bucear y meter la cabeza en el mar me devuelve a la infancia y me convierte de nuevo en un niño entusiasmado esperando el encuentro con los peces y vislumbrar rincones que se antojan inexplorados.
La cosas han cambiado, es verdad. Con el tiempo descubrimos que aquella actividad que hacía años que veníamos practicando —y que llamábamos “bucear con tubo”— ahora se llama nada menos que esnórquel. El palabro tiene su origen en los tubos —schnorchel— que permitían a los submarinos alemanes de la II Guerra Mundial alimentar con aire sus motores diesel cuando navegaban justo bajo la superficie —cuando se sumergían se impulsaban con otros eléctricos—.
También se acabó aquello de recoger unos pocos mejillones con mi tío para hacer el vermú cuando llegáramos a casa. Ya no hay. Han desaparecido. Los humanos mantenemos una relación difícil con el mar, no cabe duda. O lo vemos como un cubo de basura ilimitado o como una fuente inagotable de recursos, denunciaba recientemente la reconocida oceanógrafa Sylvia Earle; y es evidente que no es ni una cosa ni la otra.
Para la mayoría de la población los problemas de los mares parecen lejanos. Así, por ejemplo, cuando en verano nos acercamos al litoral, no son pocos los dispuestos a quejarse de playas “sucias” si el oleaje deposita restos de plantas marinas. En cambio, ninguno denunciaría un bosque otoñal como sucio cuando los arboles pierden sus hojas. En la mayoría de los casos, los restos que llegan a nuestras playas mediterráneas no son de algas sino de Posidonia oceánica, verdaderas plantas marinas que convierten en prados llenos de vida los fondos cercanos a la costa. Se trata de oasis que albergan diez veces más especies y mil veces más individuos que los fondos arenosos circundantes. Ver sus hojas con forma de cinta, de hasta ochenta centímetros, moverse acariciadas por la corriente es una verdadera maravilla.
Los científicos explican que generan una comunidad clímax; es decir, lo más de lo más en evolución y adaptación natural. La posidonia necesita aguas transparentes, no tolera ni la contaminación, ni la sedimentación excesiva, ni la falta de renovación del agua, ni salinidades fuera de lo normal. Las poblaciones costeras que tienen la suerte de contar con prados de posidonia bajo sus aguas se enfrentan habitualmente a la paradoja de tener que gestionar playas “sucias”. ¿Qué hacer? En Hospitalet de l’Infant, en la Costa Daurada, han optado por intentar explicar el valor de sus fondos marinos. No es tarea fácil, pero seguramente es la única fórmula que puede dar buenos resultados a medio y largo plazo.
Una de las primeras iniciativas que han llevado a cabo en Hospitalet de l’Infant ha sido la colocación de plafones submarinos con información sobre la naturaleza subacuática para incentivar que la gente se dé un chapuzón y descubra un pedacito del fondo del mar. Antes de entrar en el agua, un tríptico y carteles ubicados en la superficie informan de la situación de los plafones. Tengo mis dudas sobre si se leerán o no esos plafones, pero la idea de provocar que la gente observe con sus propios ojos la belleza del interior del mar me parece muy acertada. Es difícil valorar y proteger aquello que no se conoce.
© Rafael Pérez García
Continúa pendiente el reto de llegar a entender cómo de unidos están nuestro futuro con el de los mares y océanos. Aprovechar las vacaciones para hacer un poco de esnórquel es una buena manera de empezar, especialmente si se hace con niños. Ellos agradecerán como nadie las explicaciones sobre ese mundo fascinante, aprenderán a no tocar nada, a que somos invitados en ese lugar y les proporcionaremos maravillosos recuerdos para que, de mayores, puedan viajar en el tiempo con solo unas gafas y un tubo.
© Rafael Pérez García
Fotos: © Rafael López-Monné y Rafael Pérez García
Agradecimientos: Agnès Filipovica, Marc Meseguer, Blanca García, Helena Pérez, Rebeca Rodríguez, Jordi Laguna, Sílvia Carrillo, Joan Escrivà, Nil Escrivà, Abril Escrivà, Núria Rodríguez.
Acabo de llegar del Delta del Ebre. Entre la playa dels Eucaliptos, las dos orillas del Trabucador y la Punta de la Banya suman 33 kilometros de playa de arena.
La última vez que fuí, hace 20 años, se podían encontrar, con solo agacharte y prácticamente en la orilla, berberechos, navajas, pechinas, almejas. Ahora no hay nada. Completamente arrasado.
La avaricia humana a convertido un lugar de paso de animales tan frágiles como los flamencos en un erial.
Es cierto, sigue la arena, el mar y el solecito, pero ya no es lo mismo. Te venden la película de que hay biodiversidad, pero solo hay cuatro animalillos picoteando en una zona donde está prohibido entrar al ser humano, porque sino, ni hay podrían estar.
Gente con caballos o con barcas a motor y enormes rastrillos, pegadas a la costa, arramblando con todo atisbo de vida que no estuviera enterrado más de medio metro bajo la arena. Cualquier cosa con tal de llenar la saca.
Hace dos años prohibieron cualquier tipo de extracción de bivalvos. Como siempre, demasiado tarde.
Al leer tu articulo he recordado alguna mañana de verano, cuando aún se podía entrar en nuestro Mediterráneo junto a nuestros padres y recoger un par de docenas de mejillones para echar en el arroz.
Que tiempos aquellos. ¿en que hemos fallado?
Enric, no te imaginas como comparto el sentimiento de frustración que expresas en tu comentario. Con ese mismo sentimiento —a partir del mismo ejemplo de los mejillones— empecé a escribir el artículo. Buscando información sobre la posidonia encontré unos cuantos artículos recientes, nada positivos, sobre el futuro que le espera al mar —y a nosotros— si no conseguimos cambiar nuestra relación con el planeta. No fue fácil dejar el pesimismo a un lado (en estos casos no puedo nunca dejar de pensar en mis hijos); pero una cosa tengo clara, del abatimiento no sale la esperanza. En cambio, siempre he creído que la divulgación, la educación y la sensibilización es la mejor arma que tenemos para intentar no volver a cometer los errores del pasado. No soy un iluso, pero pienso aferrarme a la esperanza y trabajar todo cuanto pueda para estar cada vez más cerca del mundo que nos gustaría. Eso pasa, también, por dejar de pensar que los turistas son idiotas y empezar a tratarlos como ciudadanos (vengan de donde vengan), con derechos y también con responsabilidades cuando ejercen (ejercemos todos) como tales.
Un abrazo muy fuerte y muchas gracias por tu comentario.
Gracias a ti por recordarme/recordarnos que aún podemos hacer algo por los que vienen detrás. Otro fuerte abrazo.
Los mejillones, Enric, mejor al vapor, con solo un poco de aceite y pimienta negra. ¡Hasta pronto!