A ver, fibers, que no habéis sido los primeros en poneros a Benicasim por montera. Os llevan más de un siglo de ventaja. Las vomiteras etílicas en horario escolar no son patrimonio de los ingleses de piel rosada o moreno vuelta y vuelta, guiris que al mediodía de un día cualquiera en el FIB ya no saben si toca Sigur Rós o es el chaval que sirve en el chiringuito tarareando como el cantinero “geropa” del anuncio del Renault Clio.
A finales del siglo XIX y principios del XX, se construyeron en Benicasim una serie de villas de veraneo para la gente con posibles de ciudades como Valencia, Castellón y Madrid. Gente que era descrita de esta manera en la Geografía General del Reino de Valencia (léase con el tono de voz del locutor del nodo): “El buen gusto de las ciudades hace un paréntesis en las grandes urbes para vivir respirando la brisa marina saturada del aroma del tomillo montañés, para vivir entre monte y mar”.
El Benicasim de barcas y huertas se llenaba de gente extravagante que lucía traje de baño integral, con camiseta y pantalón corto para ellos y maillot con gorro a juego para ellas. Culito respingón en ambos casos. Los hombres se atusaban el bigote y las mujeres caminaban con la muñeca dislocada, llevada en paralelo al suelo con burguesa maestría. En la playas se instalaron casetas de baño al estilo de Biarritz, pintadas con rayas azules. Los baños de mar causaban furor por sus propiedades higiénicas (sic) y terapéuticas. En el año 1905 se publicó el Decálogo del buen bañista, del que por supuesto se hizo eco el Heraldo de Castellón que era el vocero oficial de la alta sociedad levantina y sus escapadas a la playa. Por lo menos de todo lo que se pudiera contar. Entre las recomendaciones estaban el estar descansado y limpio de sudor, no haber comido tres horas antes del baño —¿tres horas?, madres de España os habéis quedado cortas con el asunto de la digestión—, hacer inmersiones bruscas y no permanecer más de diez minutos en el agua, ¡niños!, entrar antes de las diez de la mañana con ropa ligera y ceñida (seguramente no se referían a un bañador a lo Rappel). Uno de los puntos era una seria advertencia: las personas débiles al Mediterráneo, que el Cantábrico son palabras mayores.
Pero lo que de verdad dio fama a las villas de Benicasim fueron las fiestas organizadas por los propietarios. Lo que allí ocurría ha derivado con el paso de los años en farra, pachanga, guateque, jolgorio, jarana, party, sarao, festival y hasta rave. También hubo lugar para las operetas y obras de teatro. El grado de diversión que cada una de las villas ofrecía hizo necesario dividir el paseo desde el hotel Voramar hasta la torre de San Vicente en tres espacios: el Infierno, el Limbo y la Corte Celestial para la zona más tranquila. No hagáis preguntas. Aunque ya se sabe lo delgada que es la línea entre el cielo y el infierno; en este caso un corto paseo a la orilla del mar. Eso sí, las apariencias había que guardarlas. Los nombres de las villas, casi siempre femeninos, hacían referencia a santas o a vírgenes. También responde al caso de doble moral Villa Solimar, que fue propiedad de Rafael Sanchís, director de la Escuela de Bellas Artes de Valencia. Como buen amante de las artes decoró el jardín con estatuas clásicas que enseñaban más piedra de la que debieran para la recatada, de puertas afuera, mentalidad de la época. Tuvo que darle la vuelta a las estatuas y la casa pasó a ser conocida como la Villa de los Culos.



El Heraldo llenaba sus páginas de plumas, gasas de tul y noticias tan sorprendentes como la aparición de un elefante muerto en la playa. Era la vida al borde de lo inverosímil, a caballo de una irrealidad tan ajena a lo cotidiano. Las fiestas no eran patrimono exclusivo de la alta sociedad y tenían réplicas, en la medida que correspondía, entre los habitantes de un pueblo que perdía la inocencia al ritmo de la música que traían las pesetas. Y en uno de los interludios estalló la Guerra Civil. En el juego del ratón y el gato, a los ricos propietarios de las villas les tocó hacer de ratones y salir por patas. Se acabaron las fiestas y los baños de mar. Los brigadistas las convirtieron en hospitales, comedores y bibliotecas, pero también sirvieron para alojar a Henry Cartier-Bresson, a John Dos Pasos y, no lo diríais nunca, a Ernest Hemingway. Sí, Hemingway también estuvo en Benicasim, tirándole los tejos a la periodista Marta Gellhorn. Las villas cambiaron sus nombres de mujer, mucho más sugerentes e incluso oníricos, por otros mucho más prácticos como requería la causa. Así que tuvimos ciclo de cine soviético en Villa Cultura.
Semejante escenario no podía pasar inadvertido para el cine. Luis García Berlanga ha rodado en dos ocasiones en las villas y en el hotel Voramar. En 1953 ambientó allí su Novio a la vista, donde Benicasim fue Lindamar. Aquel año andaba también por Benicasim un joven Manuel Vicent, en la tesitura de ser escritor. Aquel verano en Benicasim fue muchos años más tarde León de ojos verdes. Berlanga volvió con Blasco Ibáñez, la novela de su vida para convertir a Villa Elisa en la réplica de la casa del escritor en la Malvarrosa y a Villa Victoria en Fontana Rosa. Más recientemente, Gerardo Vera rodó algunas escenas de Segunda piel, interpretada por Javier Bardem, Jordi Moyá y Ariadna Gil.
¿Y el futuro? Varias de las villas muestran evidentes destrozos frutos del vandalismo. Otras están razonablemente bien cuidadas por sus propietarios, que aún las frecuentan. Alguna más está en venta. Es una lástima ver cómo se deteriora una de las pocas huellas de lo que fue algún día el Mediterráneo en el Levante. Pero siempre será más apetecible contemplar esas villas e imaginar el desenfreno de aquellos días que asistir al pantagruélico festín de las constructoras. En la década de los 60 del siglo pasado hubo un crecimiento desordenado que pasó a ser horrendo en los 70, pese al límite de diez alturas impuesto a los edificios que se bañan en el mar. Esperemos que las inversiones bien dirigidas permitan a esas villas formar parte de la identidad de Benicasim durante mucho tiempo más. Mientras, me quedo con una curiosa frase vista en uno de los paneles informativos de la Ruta de las Villas: La casa tiene un aire nórdico que recuerda a las construcciones propias de las zonas montañosas del Cantábrico.
Para aire el que se respiró allí en aquellas locas décadas.
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