No busquéis una guía al uso en este artículo, no hay un qué ver ni un qué hacer, maldita la gracia que me hace el SEO. Mi Berlín es una ciudad a tropezones, saltando de un lugar a otro, de una página a un disco, de una película a un museo, de Nefertiti a las prostitutas de Kirchner. Hay mucho andado y nada de bus turístico, hay tardes tumbado en algún parque, largos ratos en cantinas y varios litros de cerveza. Todo ello como parte del aprendizaje necesario para perderse en una ciudad así, para ser un extraño al que todo le es familiar entre esas calles, igual que la trapecista que enamoró a Bruno Ganz en El cielo sobre Berlín. Y aunque ahora mismo escriba tras la última semana pasada en la ciudad, hay unas cuantas semanas más aquí metidas. Es, por tanto, una visión parecida a la que se obtiene a través del cristal roto de una ventana, al que la luz, como si del estado de ánimo se tratara, afecta devolviendo una imagen distorsionada.
Viajé por primera vez a Berlín mucho antes de que supiera que Berlín existía. Por supuesto que tenía una certeza geográfica, era capaz de ubicar la ciudad con exactitud en uno de los mapas mudos que nos plantaban en el pupitre del colegio. Pero históricamente, culturalmente, Berlín era para mí lo más aproximado a un enorme cero.
Ciertas inquietudes, y los avances tecnológicos de aquellos años, me colocaron un walkman en las manos con los respectivos auriculares en las orejas. Entonces, gracias a Lou Reed, supe que junto al muro de Berlín medías cinco pies y diez pulgadas. Bob Dylan me enseñó, con las anotaciones que hizo en la carátula de su disco Another Side of Bob Dylan, que Renata recomendaba llevar corbata en el Este de la ciudad.
Y como todo está conectado, Franz Biberkopf, el protagonista del libro de Alfred Döblin Berlin Alexanderplatz, no podía sino vender corbatas, defendiendo el derecho del proletariado a llevarlas de la misma forma que lo hace el hombre elegante, aunque no supiera hacerse el nudo y necesitara para ello un sujetador de corbatas. Fue un libro que entendí a medias en mi adolescencia tardía y que he releído recientemente con algo más de éxito: ya se sabe que el futurismo, como los malos filetes, tiene tendencia al atragantamiento, especialmente en la literatura.
Es, la de Doblin, una ciudad a retales, una suerte de collage que muestra mil matices de la geografía berlinesa. En cambio, es una trampa para Biberkopf, arenas movedizas, una ramera babilónica que lo conduce a la perdición. Hablando de rameras: paseantes, estilizadas, extrañas, inquietantes son las de los cuadros Ernst Ludwig Kirchner en la Altes Nationalgalerie, en la Isla de los Museos. Hablando de Babel: dice el escritor esloveno Aleš Šteger que la torre se derrumbó para que no aprendiéramos nada y de las ruinas y el olvido pudiera nacer Berlín.
Jesús del Campo, en Berlín y el barco de ocho velas, también habla de prostitutas, cuando la elegancia no estaba reñida con el asunto del negocio carnal y se las conocía como flores de asfalto. Eran tiempos de la poesía naturalista, alrededor de 1890. Dando un paseo por la Oranienburgerstrasse, al caer la noche, se puede comprobar que las chicas del Este de Europa han añadido más cuero y menos seda al oficio más antiguo del mundo. También se han transformado las tiendas de la Alexanderplatz. Las sastrerías de señora, la fábrica de harinas y los almacenes de ultramarinos han dado paso a restaurantes de comida rápida, tiendas de electrónica y de trapitos para quinceañeras con acné.
Las estaciones de tren y metro también se han transformado en las dos últimas décadas. Ya no son espacios oscuros con una mezcla de olores a orín, cruasán con cargas casi letales de mantequilla y punkis con alergia a la ducha. Ahora son lugares asépticos con quioscos de flores, supermercados y tiendas de telefonía. Pero Berlín sigue siendo una ciudad en la que te dan ganas de decir en voz alta de puta madre, metafísico, nihilismo, currywurst y eine weissbier, bitte. Todo metido en la misma frase y dicho con indiferencia, mirando hacia la torre de la Alexanderplatz, sin rastro de que te haya afectado el asbesto del que cada vez queda menos rastro; si acaso algún ajado edificio que muestra su fachada con orgullo, gritando muy alto, por si no quedara claro por su aspecto, a qué lado del muro fue construido. Un grito como ejercicio de normalidad, como si de su rehabilitación dependiera el que la ciudad olvidara definitivamente que está olvidando.
Tanto sufrió la ciudad durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial que llegó a decirse que cobarde era el que se apuntaba al frente para marcharse de Berlín. Museos, monumentos y diversos restos repartidos por la ciudad nos recuerdan aquellos aciagos días.
El Memorial del Holocausto está ubicado en un lugar reivindicativo, mirando a la cara a la Gertrud Kolmar-Strasse, el lugar donde estuvo el búnker de Hitler, cerca de la Eberstrasse —seis minutos andando según Google Maps—, donde Goebbels tuvo una de sus residencias cuando la calle se llamaba Hermann Goering-Strasse. Parece como si las 2.711 losas de hormigón del arquitecto Peter Eisenman quisieran aplastar la barbarie, el horror que anduvo a sus anchas bajo el cielo que Goebbels, decía, que no podía soportar mirar y que describió como sangriento, de rojo oscuro y de belleza impresionante. El otro cielo de Berlín, el de Win Wenders, es en cambio en blanco y negro, con una única escena en color cuando la trapecista sueña con el amor y el ángel con la trapecista.
Menos artístico, más bofetada en la cara, es el centro de documentación Topografía del Terror, construido sobre los terrenos de lo que fue central y cárcel de la Gestapo y sede de los Jefes Supremos de las SS. En el exterior se encuentra un tramo de 200 metros del muro que nos tiene de celebración estos días, cuando se cumplen 25 años de su caída el 9 de noviembre de 1989. Un muro que para Aleš Šteger dividió a la Alemania del agrio chucrut de la Alemania de los rostros agrios. Los restos del muro y de los días de la Guerra Fría se recorren con soltura de turista, autorretrato va selfie viene, posando junto a los actores de la caseta de control del Checkpoint Charlie. Actores que tienen bien aprendido en qué momento soltar un berliner gemecker —característico exabrupto o gruñido berlinés—, que suele ser cuando no están conformes con la propina recibida. El primer negocio que te encuentras, tras cruzar el You are leaving the american sector y entras en el antaño sector ruso es, hay que tener mala hostia, un McDonald’s. Pero más mala leche hay que tener aún para haber llenado de chicles los restos del muro exhibidos en la Potsdamer Platz.
La famosa marca de hamburguesas bien podría adoptar el que fue lema de la Stasi: “Estamos en todas partes”. En el Museo de la Stasi de la Normannenstrasse podemos entrar en el despacho del jefe, Erich Mielke, que recuerda a un decorado de la película La vida de los otros. El Museo de la DDR, con un ambiente mucho más lúdico-turístico, nos permitirá entrar de lleno en películas como Good bye, Lenin! Los botes de conservas expuestos nos harán recordar la odisea de Alexander Kerner (interpretado por Daniel Brühl) por conseguir pepinillos del Spreewald para su madre. Podremos ponernos al volante de un Trabant o sentarnos en el comedor de un piso de la RDA casi igual al que sale en Sonnenallee, película cargada de hilarantes diálogos, como el que confunde a la perra astronauta, Laika, con las famosas cámaras alemanas Leica.
Y yo me pregunto, ¿qué fue de los espías al día siguiente de la caída del muro? Dudo mucho que sus jefes les dieran referencias. No me imagino al señor espía rellenando la casilla “Experiencia previa” en un CV. ¿Y usted qué sabe hacer? Espiar a mi vecina en bragas.
En este enlace puedes ver la segunda parte del artículo
Para este último viaje a Berlín escogí el alojamiento en una casa particular, haciendo la reserva a través del portal Homelidays. La experiencia ha sido satisfactoria, el piso escogido estaba en una zona muy tranquila al norte del Tiegarten, a cinco minutos andando de la entrada de metro más próxima y a un par de minutos de la parada de autobús. El dueño se presentó puntual para hacerme entrega de las llaves, el piso estaba limpio y disponía de wifi.
Para desplazarte por la ciudad, en los trayectos más largos, sale a cuenta hacerse con una Berlín Welcome Card. Las hay disponibles desde 2 a 5 días, que incluyen sólo el transporte o con extensión a la Isla de los Museos o a Potsdam. Algunos ejemplos de precios:
- 48 horas con uso ilimitado del transporte público en zonas AB (incluye el aeropuerto de Tegel), más descuentos en museos y otros puntos destacados de la ciudad – 18,50 euros.
- 72 horas con entrada libre en los museos de la Isla de los Museos y transporte ilimitado en la zona tarifaria ABC (Berlín-Potsdam incluidos aeropuertos de Tegel y Schönefeld) – 40,50 euros.
- Berlín y Potsdam en 5 días con uso ilimitado de transporte público en toda la zona tarifaria ABC. Válida para un adulto y hasta 3 menores de 15 años – 37,50 euros.
Más información y reservas en la página de Visit Berlin.
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