Si no se puede evitar la nostalgia al caminar por las calles de Berlín, y además coincide que es domingo, hay que poner rumbo al Mauerpark, donde podemos adquirir el kit completo de ciudadano de la RDA: camisas floreadas, el mapa del Este de Europa que colgaba en las escuelas, una cámara de fotos EXA y comprar discos con la facilidad que se le negaba a uno de los protagonistas de Sonnenallee, que tenía que recurrir al mercado negro para hacerse con lo último de los Rolling Stones. En unas gradas de cemento que hay en el parque se organiza un karaoke multitudinario. Si lo nuestro no es cantar, en el lado opuesto está el beergarten.
¿Comida? ¿Alguien ha dicho comida? Antón Chéjov ya habló de la gastronomía berlinesa. Le gustaba el pan, el café y lo que le ofrecían para cenar. No le gustaba, sin embargo, el té ni el mal gusto de las alemanas a la hora de vestir, pero sí le pirraba la heroína que le recetó el doctor.
En Berlín se comen más de veinte toneladas de kebab al día, cada habitante ingiere ochenta kilos de bollos al año y una cantidad incontable de salchichas y jarras de cerveza. En el asunto de la comida rápida hay, además del doner, otros dos imprescindibles, dos clásicos: las mejores hamburguesas en Burgermeister, cuya cocina ocupa lo que fue el lavabo bajo las vías de la estación Schlesisches Tor. Y el mejor currywurst en Konnopke’s Imbiss, bajo las vías de la estación de Eberswaldestrasse, sirviendo desde 1930 al ritmo del metro, bajo la atenta mirada de Marlene Dietrich convertida en mural. Entre patata y patata, te la imaginas cantando Berlín, Berlín, tú eres mi público, como en Dast ist Berlin. Berlín ha llevado la comida basura a subcategoría de la guía Michelin, al estatus de oda germana al colesterol.
¿Bebida? ¿Alguien ha dicho bebida? En el libro Yo no soy berlinés. Una guía para turistas vagos, Wladimir Kaminer dice que Berlín es una taberna. Pues eso, elige una kneipe (cantina, taberna) casi al azar y pide cerveza, mucha. Lleva un rato acostumbrarse a que nunca te la sirvan fría del todo. Volviendo a Franz Biberkopf, no se puede decir nada contra la cerveza cuando ha sido bien fabricada. Cuando te canses, si es que lo haces, del color de las paredes teñidas por el humo y el aliento de los parroquianos de plaza fija, entra en un 7-Eleven y compra una botella, sin esperar que esté mucho más fría, para ir bebiendo por la calle —no está prohibido— mientras caminas hacia los canales que se dirigen al río Spree en Kreuzberg, cerca de la piscina Badeschiff. Tomar una cerveza en uno de los bares del canal nos lleva a otro nivel, con gente mojando su intelectualidad en el canal. Hipsters los llaman ahora.
Vamos con el café. Aunque estaría bien sentarse en el café Newton para ver las fotos de Helmut Newton, aún a riesgo de pagar por uno con leche un precio doloroso, o en el café Cinema junto a los animados patios de Hackesche, mi opción preferida es Prenzlauer Berg. Es uno de esos barrios en los que nos preguntamos de qué vive la gente. Vemos a parejas paseando a sus bebés, chavales comiendo ensaladas y sushi en los bares mientras beben grandes tazas de café y pasan las páginas de lo que no sabes con certeza si es el periódico o el mantel. Hay un puesto de flores al lado de la tienda de una diseñadora, cuya dueña se sienta en un banco junto a la florista para compartir una pizza a la hora de comer. En el barrio hay también una librería que es un café, una tienda de cachivaches que es un café, una tienda de ropa que es un café y un café que es un hogar para un chico que pulsa compulsivamente el teclado de su Mac. En ocasiones no sabes si estás ante una tienda o ante un almacén de trastos, ya que aparentemente no hay asomo de sentimentalismo del vendedor hacia lo expuesto.
En los alrededores de la Götlitzer Platz la ciudad se vuelve asilvestrada. Desde luego mucho más que en Prenzlauer Berg. Los grafitis son más pintadas y menos murales artísticos, los inmigrantes del parque se acercan para ofrecerte sus trapicheos, la música es más experimental, con el volumen más alto, se puede intuir por lo que se escapa de unos enormes auriculares que suena el Berlin de los austriacos Klangkarussell, que es tan Berlín, valga la redundancia, como la trilogía de David Bowie. Trilogía parida huyendo de las drogas, de Berlín Oeste y escuchando a Kraftwerk. La gente guapa toma el sol en tumbonas de una playa de cemento en las plataformas de descarga de unos antiguos almacenes, con la mente puesta en Mallorca o en las playas del Adriático.
La tiranía del sol, que priva a los berlineses de su calor durante muchos días al año, hace que sean capaces de plantar mesas y sillas en las aceras en cuanto asoma el primer rayo, cuando se intuye el verdor en la primera hoja. Son capaces de tomar el sol en lugares inverosímiles, no dudan en trasladar sus actividades a los parques: la reunión de la escalera de vecinos, una barbacoa, un rato de lectura. Convierten cualquier parque, especialmente el Tiegarten, en un destino, en un medio más que un fin. Tras ellos, la figura del recogedor de envases, más presente en esta ciudad que en cualquier otra del mundo. Cuentan que algunos han hecho fortuna, aunque su aspecto dice justo lo contrario. Es la vida sin las prisas de Franka Potente en Corre, Lola, corre. Berlín es un circuito de carreras para Lola, tres carreras en las que cambian las circunstancias, no sólo de la historia sino de la gente con la que se va cruzando por la Gendarmenmarkt o la Friedrichstrasse.
Tampoco convienen las prisas para visitar los grandes museos de la ciudad, especialmente el Pergamonmuseum donde suelen formarse colas de varias horas para entrar. Quién no aguanta lo que sea para cruzar la Puerta de Ishtar y creerse en Babilonia, pasear por el Mercado de Mileto o admirarse con los detalles ornamentales del Altar de Pérgamo. Las dudas sobre si todo ese patrimonio debería estar ahí o en su emplazamiento original se disipan al saber que se quemaban columnas para hacer cal o que los expolios acababan con las mejores piezas en manos de coleccionistas privados.
Otra de las grandes piezas del arte que se expone en Berlín es el busto de Nefertiti, en el Neues Museum. Custodiada por vigilantes con camisa azul, adalides de la prohibición de fotografiar a la gran dama, que darían para un profundo estudio o tesis. De hecho Aleš Šteger ya lanza la idea en su libro Berlín: “El museo de todos los museos debería exhibir a los vigilantes de museos”. En el resto de las salas podemos sentarnos a imaginar cómo eran todas aquellas piezas de arte egipcio, etrusco o romano cuando lucían pintadas con vivos colores.
Pero sin duda, el más perfecto espacio expositivo de la ciudad es la Gemäldegalerie. Está al sur del Tiegarten, lo suficientemente alejado del meollo más turístico como para que haya que proponerse ir a visitarlo, decisión siempre acertada. Pasear casi en soledad ante los dos Vermeer o junto a fabulosas obras de los primitivos flamencos, merodear por las tabernas de Jan Steen con sus tahúres, dipsómanos y prostitutas; admirar la Venecia de Canaletto, las orondas mujeres de Rubens o La parábola del hombre rico, entre otros cuadros de Rembrandt, con cierta exclusividad es un lujo que muy pocos museos del mundo pueden ofrecer.
Así es Berlín. Una ciudad que se especializó en fiestas clandestinas, cuyas invitaciones corrían de boca en boca y que realizaban cambios radicales, sin preaviso, de las localizaciones. Una ciudad que elevó a categoría de icono, imán de la nevera incluido, al hombrecillo de los semáforos, el Ampelmännchen. Una ciudad que acepta frases como “Berlín es un monstruo. Berlín es la ciudad más maravillosa del mundo”, vista en el libro de Aleš Šteger. Entre esas páginas también se afirma que Berlín es un suburbio de Tokio, una ciudad viviendo en un constante futuro. Dice el escritor eslovaco: “El berlinés sabe con tres semanas de antelación cuándo estará de buen humor y cuándo no. También los une (a berlineses y japoneses) la estética zen del interior de las casas, el descalzarse al entrar. Aunque la salchicha jamás será sushi ni la cerveza de centeno té verde sencha”.
Mientras caminaba por la Warschauerstrasse, en dirección al puente Oberbaum, con una cerveza de medio litro en la mano, pensé que a quién le importaba que la salchicha no fuera sushi. Iba sonando, cada vez más lejana, una versión acústica del Heroes de David Bowie. La zona es habitual punto de encuentro de músicos callejeros. La calidad de su música podría llevarles a tocar a cualquier sitio, pero prefieren seguir allí. Porque en las calles de Berlín pueden ser héroes por un día.
En este enlace puedes leer la primera parte de este artículo sobre Berlín
Para este último viaje a Berlín escogí el alojamiento en una casa particular, haciendo la reserva a través del portal Homelidays. La experiencia ha sido satisfactoria, el piso escogido estaba en una zona muy tranquila al norte del Tiegarten, a cinco minutos andando de la entrada de metro más próxima y a un par de minutos de la parada de autobús. El dueño se presentó puntual para hacerme entrega de las llaves, el piso estaba limpio y disponía de wifi.
Para desplazarte por la ciudad, en los trayectos más largos, sale a cuenta hacerse con una Berlín Welcome Card. Las hay disponibles desde 2 a 5 días, que incluyen sólo el transporte o con extensión a la Isla de los Museos o a Potsdam. Algunos ejemplos de precios:
- 48 horas con uso ilimitado del transporte público en zonas AB (incluye el aeropuerto de Tegel), más descuentos en museos y otros puntos destacados de la ciudad – 18,50 euros.
- 72 horas con entrada libre en los museos de la Isla de los Museos y transporte ilimitado en la zona tarifaria ABC (Berlín-Potsdam incluidos aeropuertos de Tegel y Schönefeld) – 40,50 euros.
- Berlín y Potsdam en 5 días con uso ilimitado de transporte público en toda la zona tarifaria ABC. Válida para un adulto y hasta 3 menores de 15 años – 37,50 euros.
Más información y reservas en la página de Visit Berlin.
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