No es fácil hablar de Bruselas sin la artificialidad de un presentador de informativos. Con la ayuda de la arquitectura, un poco de gastronomía, algún que otro poeta maldito y unas gotas de surrealismo, tratamos de tomarle el pulso a la ciudad. Sin olvidarnos del cómic, con Tintín abanderando uno de los grandes movimientos culturales del país. Me gusta llegar a Bruselas por la Estación Central, un hervidero de almas con las prisas del que llega tarde a su reunión; adolescentes con acné en busca de personalidad con sus mochilas repletas de sueños viajeros y congoleños buscando lo que Leopoldo II se llevó. Enjambre multicultural que desaparece por los sórdidos pasillos en busca de la luz, del progreso. Las ciudades tentaculares que tan bien describiera Émile Verhaeren en apenas unos metros cuadrados, ciudades que esperaba que fueran humanizadas por la ciencia y la justicia.
Bruselas guarda vínculos con la masonería. Reconocidos masones, como los arquitectos del Art Nouveau Horta y Hankar, dejaron su impronta mediante composiciones ternarias y demás elementos ornamentales que también aparecerán por el resto de la ciudad. Cerca del Palacio Real se halla el acrónimo VITRIOL, fórmula latina relacionada con la iniciación masónica, y en la propia Grand Place diversos símbolos aparecen en algunas de las fachadas.
Aun a riesgo de caer en un exceso de prosopopeya anoto en mi libreta que la Grand Place tiene dejes de vieja dama elegante y caprichosa, también coqueta, a la que los milagros de la cirugía restauradora han ayudado a lucir así; con ese perenne aspecto de salón, de plaza de final de camino a la que se asoma gente de todo tipo, como una chica que llega con los ojos vendados. Cuando por fin le permiten ver la luz ante ella aparecen, como por arte de birlibirloque, un grupo de turistas que al darse cuenta de que hay vida más allá de la banderola roja de su guía sueltan compulsivas ráfagas fotográficas; una pareja que escucha las últimas canciones del jazz reposado de Vaya con Dios y visten como los integrantes del grupo belga en la portada de su primer disco, los chicos tras el escaparate de la chocolatería Godiva con una de esas sonrisas que sólo puede dar la feniletilamina —que tiene nombre de sustancia prohibida en época de exámenes—, camareros con aspecto de pingüinos, mujeres elegantes y colegiales con buenos modales. Sentado en una de las terrazas, un hombre de traje gris lee la prensa salmón mientras mira de soslayo hacia la ventana de la casa donde suponen que Marx redactó, junto a Engels, el Manifiesto comunista; y la mujer de la mesa vecina acompaña su café con las begonias que ha comprado en el mercado. Desayuno con flores. Sola, pero con flores. Carnaza para Freud. Entre el ruido de los artistas que plantan sus caballetes en la plaza aparece otra vez Verhaeren: “Sólo la realidad tiene derecho a ser inverosímil, nunca el arte. Por eso no puede confundirse éste con la vida”. Pues eso, entre las obras de estos artistas las hay verosímiles y las hay que no.
A dos pasos de la Grand Place está el único bruselense al que se le permite la micción en la vía pública: el Manneken Pis, los cincuenta centímetros más fotografiados de Bruselas, icono de turistas y de Maurice Chevalier que le cantaba: “Sort à plein jet / de son petit sifflet”; que suena mucho mejor en francés porque en castellano chorro y pito no riman.
El mocoso incontinente, que tiene réplica femenina y también perruna, comparte fama con los protagonistas del llamado noveno arte, el cómic. Una serie de murales repartidos por la ciudad recuerdan la infancia del que esto escribe con personajes como Los Pitufos, Lucky Luke, Tintín, Marsupilami o Spirou. Si Tintín hubiera sido creado hoy, sería becario en la redacción de un diario digital en proceso de regulación, pero en el tiempo en que Hergé parió al personaje todavía se podía creer que los periodistas corrían fantásticas aventuras. Aunque no a Tintín no se le conozca un solo artículo publicado. Bruselas no ha abandonado la primera línea en creación de personajes de cómic, pero los artistas de hoy como Dany, Olivier Grenson o Batem, ya se me escapan. Por la edad dice mi madre, divergencia de inquietudes lo llamo yo, pero lo cierto es que me queda un poco lejos ese tren.
Con la llegada del Eurostar, la Gare du Midi se transformó para perder el rancio encanto de estación donde chicas vestidas de enfermeras despedían a los soldados que se marchaban al frente. La estación es uno de los puntos de llegada de los invasores del barrio europeo, el planeta formado por futuristas edificios que aparecen de la noche a la mañana, ese Babel de la diplomacia donde funcionarios trabajadores —lo sé, parece un oxímoron— aflojan el nudo de sus corbatas y se remangan a la hora de volver a casa los viernes. En una de las terrazas de la plaza Luxemburgo, un inglés, un francés y un español (no es un chiste) charlan animadamente cambiando de una lengua a otra con la naturalidad de quien lo hace de zapatos. Al cabo de un rato las palabras se mezclan, como en un Jabberwocky carrolliano. Tras la cerveza llega la partida de cartas y no puedo evitar establecer analogía con las decisiones que toman. El destino de millones de europeos entre las manos de unos tipos jugando con los ases del Tratado de Lisboa en la manga.
De vuelta al centro, parada técnica en Halles Saint-Géry —el mercado cubierto primo en arquitectura y actuales funciones del madrileño de San Miguel— antes de abordar uno de esos barrios trendy que todas las ciudades que se precien tienen en su callejero. Barrios tomados al asalto por todo el grupúsculo del diseño, magos de la estética y peluqueros que en estos barrios se llaman estilistas. Si quieres triunfar en el Quartier Dansaert, atento a las indicaciones. Cualquiera de las personas que ocupa plaza en Dansaert llamaría la atención fuera de ese entorno. Allí eres tú el que tiene que mimetizarse para pasar desapercibido. Todo encaja. Caminando por la calle principal, me encuentro de frente a dos caballeros con cara de Travis Bickle frente al espejo; en la cera de enfrente, tres chicas que juegan a ser Amélie se prueban sombreros en Christophe Coppens mientras opositores a bohemios, sin problemas para pagar al casero de su loft, se sujetan los pantalones con tirantes y recorren la calle en bicicleta. En los cafés nada se deja al azar: la postura recostada sobre un codo, un egregio señor mesándose las barbas, las anotaciones en un libro de las estudiantes de filosofía o el cruce de piernas, poco casual, de una eterna aspirante a femme fatale. Todo fluye, como formando parte de un casting.
Nada que ver con el improvisado ir y venir de los chamarileros de Marolles. El propio Hergé trasteaba entre trebejos y cacharros del mercado de pulgas, en la plaza Jeu de Balle, para trasladarlos más tarde a sus viñetas. En las terrazas circundantes, que son como palcos de un estadio el día de la final, las jarras de cerveza facilitan la distensión, la risa floja y el gracejo bruselense (zwanze lo llaman), aunque a un señor que fuma en pipa parece no hacerle ni pizca de gracia. Marolles es el barrio donde los bruselenses que sufren su ciudad van a evadirse. Por la calle, todo el mundo se saluda gritando bajo y reina un aparente desorden en el que me siento cómodo. Otra cerveza, por favor. Aún serán necesarias un par de visitas más de la camarera antes de zambullirme con buen talante en el asfixiante mapa del turista que recorre, bus mediante, Europa en una semana.
La primera parada en las Galerías Reales Saint-Hubert. Desvelaré mis lugares secretos a medias, sin nombres. Con los quiebros adecuados encontraremos una librería especializada en arte y fotografía y un café donde disfrutar de los libros comprados. El que se fue es el cine Arenberg. Uno de esos cines que se empeñan en quitarnos de las ciudades, de los que el diseño de los carteles ya te convence para comprar una entrada. Pese a recoger más de 36.000 firmas, la mía incluida, tuvo que cerrar sus puertas en 2011. La cara con prisas de las galerías es la de los bombones, el encaje de bolillos, los paraguas, más bombones y los sombreros, todo ello envuelto con papel decimonónico al que le pongo un pero. La cara más elegante de la ciudad está cruzada por una suerte de cicatriz hecha con el cuchillo de un carnicero, que era el gremio que frecuentaba la Rue des Bouchers antes del alumbrado de feria.
Bajo la inquisitiva presencia de un arco iris de neones, con su correspondiente solera, expertos fisonomistas lanzan jaculatorias al transeúnte con un índice de acierto de la nacionalidad que ya quisieran los agentes de aduanas. Es la Bruselas de las patatas fritas, los mejillones y un cierto toque de pandereta. Una Bruselas que siempre tuvo en mente Jacques Brel cuando hacía la ronda por los bares de la Grand Place o se acercaba hasta la Morte Subite, una de las cervecerías montadas en el carro del Art Nouveau.
Si nos preguntan en Bruselas por El imperio de las luces seguramente no se refieran a la mencionada Rue des Bouchers, por lo que sería surrealista buscarlo entre las cacerolas de mejillones y es surrealismo encontrarlo en el Museo Magritte junto a otros doscientos cuadros del pintor belga. Magritte seguramente hubiera dicho que lo suyo no es realismo mágico a todos los que derivan su obra hacia esa corriente que tan buenos escritores diera en Latinoamérica, pero lo cierto es que se non è vero, è ben trovato y, desde hace algún tiempo, pipas que no son pipas, bombines y manzanas —que quizás no sean bombines ni manzanas pero a mí me lo parecen— llegaron para completar el póquer de los museos en el Monte de las Artes.
Entre clavicordios, liras y pianos llego a la cúpula del Museo de Instrumentos Musicales (MIM) en el edificio Old England, también Art Nouveau no puedo evitarlo. Con el café con vistas regreso a los poetas malditos que incluyeron a Bruselas en la tournée europea de ciudades a las que huían y de las que huían. Eran tardes de heures vertes o culto a la absenta y coloquios de opio entre las teclas de un piano. Tardes en las que se acrecentaba su malditismo y cierta propensión al suicidio. Verlaine, además de los bares, conoció la cárcel de la ciudad tras el violento episodio en el que acabó disparando en la mano a su amante Rimbaud. Un despechado Baudelaire, tras el poco éxito cosechado como conferenciante, se despedía de la ciudad escribiendo el libelo Pobre Bélgica y, probablemente, recordando a Louise, la prostituta de a cinco francos que se escandalizaba en el Louvre.
Las anticuarios y restaurantes en el barrio del Sablon no son suficiente reclamo cuando compiten con Pierre Marcolini. Él se define como fabricante de sueños y yo lo presento como alquimista, orífice del chocolate que muestra sus creaciones como joyas. Su tienda en el corazón del barrio está a medio camino entre la cámara acorazada de un banco suizo y la recepción de un hotel minimalista.
Da igual las vueltas que dé por la ciudad, los guiños que me lance su arquitectura o las insinuaciones del chocolate. Al final siempre vuelvo a la Grand Place. Porque aunque haya ciudades que se encuentran escondidas tras el muro de sus tópicos, no es el caso de la que nos ocupa. Bruselas decidió hacer de su necesidad virtud cuidando de todos ellos. Por cierto, los mejillones muy ricos.
JA FA ANYS,QUE BAIG ESTAR A BRUSSELES,DE PAS, I LA BAIG TROBAR MASA GRIS,ARA SEGUR QUE A CAMBIAT,I DIUEN QUE IAN BONS RESTAURANTS,,I TORNARE,AMB LA MEBA HASSELBLAD,SWC,,,PERE
JA FA ANYS,QUE BAIG ESTAR A BRUSSELES,DE PAS, I LA BAIG TROBAR MASA GRIS,ARA SEGUR QUE A CAMBIAT,I DIUEN QUE IAN BONS RESTAURANTS,,I TORNARE,AMB LA MEBA HASSELBLAD,SWC,,,PERE
¡Muchas gracias por esta entrada tan bellamente escrita sobre Bruselas y por las espléndidas fotografías que la acompañan! ¡Se trata de un recorrido muy original y repleto de sugerencias para otros viajeros!
En Bruselas es muy fácil hacer buenas fotografías 😉
muy bueno tengo una amiga justo ahi , mucha sgracias