Las sendas de Kumano están a casi 11.000 kilómetros de Santiago de Compostela pero también son recorridas por peregrinos. El paisaje montañoso, con el aislamiento que conlleva, ha hecho que esta región vaya varias velocidades por debajo del resto del país.
Es un Japón a las antípodas de la masificación de Shibuya, la tecnología de Akihabara o las lolitas de Takeshita-dori, pero donde las tradiciones están muy vivas.
El móvil de bambú se movía ligeramente con el viento y la puerta corredera se encalló un par de veces antes de que pudiera abrirla del todo. Tras ella me encontré al señor Yasuo Shiba, el último artesano de los sombreros Minachi. Estaba sentado en el suelo y sus manos tejían con asombrosa agilidad. Sabe perfectamente que tiene 95 años pero no recuerda bien cuándo empezó con el trabajo de trenzado del tradicional sombrero de peregrino. Era algo natural entre los niños del pueblo; empezar a caminar y ponerse con la labor artesana era todo uno, ya que hace algunas décadas todo el pueblo de Minachi se dedicaba a la producción de sombreros. Hoy sólo queda él. No hay asomo de tristeza en sus palabras, ni siquiera de nostalgia, más bien denotan la tranquilidad de una vida plena haciendo lo que le gusta. Utiliza finas tiras de madera de ciprés, por su ductilidad, para elaborar todo el armazón. En cambio, en la punta pone unas tiras de cerezo que por su dureza protegen mejor de algún posible golpe. El bambú, a modo de adorno, remata el sombrero. Con una serie de gestos consiguió hacerme entender que el material se expande con la lluvia evitando que penetre el agua y que se contrae con el sol para favorecer la ventilación. Tiene una lista de espera de más de setenta clientes y, aunque no lo dice, sabe que no entregará nunca los pedidos porque ya no tiene fuerzas para subir a la montaña a buscar madera. Le queda algo de material para tener entretenida la mente, dice, y saciar el interés de algún periodista curioso como yo. Por eso tuvo tanto valor que me regalara uno de sus sombreros. Mientras me lo ponía, aprovechó para desearme buen Kumano Kodo.
Me disponía a recorrer la ruta Imperial o Nakahechi, la misma por la que habían transitado los emperadores. Los japoneses creen que los dioses habitan en las montañas y que en las de Kumano, además, viven los espíritus de los muertos.
En la última etapa del periodo Heian se creyó que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina y los emperadores empezaron a peregrinar a Kumano buscando la salvación, con la intención de expiar pecados del pasado y renacer al final del camino. Hacían el viaje desde Kioto o Nara, antiguas capitales, bajando por el río Yodo hasta Osaka y bordeando luego la costa hasta la ciudad de Tanabe para entrar en las montañas. El primero fue el emperador Uda, en el siglo IX. El más insistente, con más de treinta viajes, Go-Shirakawa en el siglo XII. En aquella época, preparar un viaje devocional suponía mucho más que echarse la mochila al hombro: eran los astrólogos los que determinaban cuándo debían empezar a caminar y durante cuántos días, se exigía una purificación mediante el baño por la mañana y por la noche, abstinencia de comer determinados alimentos tabú, austeridad en el camino, baños con agua del río o de un pozo, independientemente de la estación del año en la que viajaran. Dado lo numeroso del séquito —hasta 800 personas acompañaban al emperador— se llegó a emplear la expresión “ari no kumano mōde”, traducido como la peregrinación de las hormigas a Kumano.
No voy a decir que preparara el camino como un emperador pero allí estaba, ante un sencillo torii de piedra en Takijiri-oji que marcaba el punto de entrada a las montañas de Kumano, un arco o puerta que separaba lo profano de lo sagrado. Recordé la reverencia que me hizo el señor Shiba al ponerme el sombrero que ahora llevaba calado y no se me ocurrió mejor manera de mostrar mi respeto al lugar por donde iba a caminar durante los próximos días que con otra sencilla reverencia.
Que la peregrinación iba a transcurrir entre montañas me quedó muy claro tras recorrer un par de cientos de metros: un pronunciado ascenso entre enormes raíces que habían abandonado las profundidades de la tierra y convertían el camino en una pista de obstáculos. El primer día de ruta terminó pronto y con sorpresa. Tras apenas cuatro kilómetros llegué al ryokan Kiri-no-Sato Takahara y en lugar de recibir alguno de los saludos acostumbrados, como el educado Konichiwa o el cálido Irasshaimase, me soltaron un efusivo y familiar “hola”. Jian Shino se presentó como gerente de aquel alojamiento tradicional y como apasionado de la guitarra, pasión que le llevó a vivir durante tres años en Granada. Durante la cena me contó que, aunque recuerda con nostalgia los días de diversión en la ciudad andaluza, tenía muy claro que su sitio estaba en las montañas de Kumano, en aquel pueblo que le regala amaneceres entre la bruma —Kiri-no-Sato significa el pueblo en la niebla— y al que llegan peregrinos de todas las partes del mundo. Brindamos por ello, porque cada uno encuentre su sitio en el mundo, con una copa de Zacapa, ron guatemalteco que puso la única nota disonante en un ágape totalmente japonés, de producto de cercanía y con lo ecológico como bandera. Ya en la habitación me iba a enfrentar a la particularidad del ryokan con todas sus consecuencias. Mis huesos lo iban a hacer. Tocaba extender el futón sobre el tatami y disponerse a pasar la noche a pocos centímetros del suelo. No fue para tanto y por la mañana temprano, mientras me estiraba, pude comprobar lo acertado del mote de Takahara: la niebla zigzagueaba entre montañas, inundando por completo los valles, refrescando mi cara.
El camino de Kumano comparte reconocimiento Unesco con nuestro Camino de Santiago, pero ahí se acaban las similitudes. Si la peregrinación a Santiago se ha convertido en una suerte de autopista en hora punta, caminar por las montañas de Kumano supone hacerlo por un jardín, tal es el mimo con el que los japoneses cuidan sus bosques.
Entre espesos bosques poblados de cedros, cipreses y bambú llegué al fértil valle de Chikatsuyu, con el paisaje salpicado de casas tradicionales construidas con madera y los campos de arroz con el grano puesto a secar. En el ryokan me recibió una pareja de entrañables ancianos. No hablaban ni una palabra de inglés, pero hicieron un tremendo esfuerzo por comunicarse. La señora, que se movía por la casa con una rapidez poco común a esas edades, llevaba un diccionario japonés-inglés en la mano y me iba señalando los objetos: judía de espada, móvil de bambú, linterna de papel. Tras traducirme todos los objetos a la vista, me invitó a visitar el sentō, el baño público del pueblo que además contaba con un onsen, el baño japonés de aguas termales tan popular en Japón. Las instrucciones de uso son bien sencillas: te pones el yukata, te haces una foto y la subes a Instagram. Eso sí, cruzándolo adecuadamente, primero el lado derecho y luego el izquierdo, para que los chicos de Japonismo no te avisen por Twitter de que vas vestido como un muerto, ya que en los funerales el cruce del kimono con el que visten al difunto se hace al contrario. Con el yukata ya bien puesto me di un paseo hasta el sentō, a unos 500 metros de mi alojamiento. Pasear por el pueblo con esa fina bata era algo normal. Nadie se extrañó excepto yo mismo, que con mis complejos de urbanita pienso que soy el centro de atención cuando para ellos sólo soy una persona, algo patosa al caminar con zuecos, que se quiere dar un baño. Nada más salir a caminar, en el propio pueblo de Chikatsuyu, pasé por delante del café macrobiótico Bacu. Fue mi opción para el desayuno. Pedí un té con leche de soja y un bollo de sandía y coco horneado hacía pocos minutos, crujiente por fuera y esponjoso por dentro, delicioso. Nakamine, la propietaria del café, me contó que llegada una edad salió corriendo del pueblo para ir a estudiar y trabajar a Osaka, una huida que se consideraba natural entre los jóvenes de las zonas rurales. En la gran ciudad estaba trabajando como chef en un restaurante de productos macrobióticos, pero tuvo la sensación de que le faltaba algo, la ciudad la ahogaba, necesitaba cerrar el ciclo: plantar, recolectar, cocinar y servir. Me señaló hacia el campo frente al café para indicarme la cercanía que había entre el producto y el plato.
Algo parecido pasó tras la explosión de la burbuja económica de Japón, la gente se dio cuenta de que el dinero nubla el entendimiento y recurrió de nuevo a las zonas rurales, a la naturaleza y su lado espiritual, para ver cómo eran, para buscar qué había además del dinero. De esa búsqueda nació el Shinrin-yoku, los baños de bosque. Un total de 48 centros dependientes de la Agencia Forestal Japonesa están facultados para recetarlos. Consisten en paseos de un par de horas a la semana en un entorno natural, con una serie de ejercicios supervisados por monitores que te enseñan, en primer lugar, a desconectar el móvil. Hecho lo más difícil, aprendes cómo respirar correctamente, a prestar atención a los colores y las formas de los árboles, a escuchar el canto de los pájaros o el rumor de las hojas al ser mecidas por el viento, a sentir el tacto del musgo o la rugosidad de los troncos de los árboles, tomas una infusión hecha con plantas del bosque. En definitiva, eres parte del lugar. Los beneficios de esta terapia son asombrosos: menor presión sanguínea, baja la glucosa, estabilización de la zona nerviosa autónoma y se reducen los niveles de cortisol, el indicador del estrés. Un estudio científico, en Japón todo es sesudamente comprobado de manera científica, concluyó que presenta más beneficios para la salud hacer el camino de Kumano que cualquier otra ruta en Japón.
Había dejado atrás Tsugizakura-oji y sus enormes ipposugi, los conocidos como cedros de una dirección porque sus ramas apuntan hacia el sur, como atraídas por la fuerza de la cascada del santuario de Nachi Taisha, uno de los grandes lugares sagrados de la ruta. Cómo no abrazarse a uno de esos gigantones de más de 800 años antes de continuar caminando hacia Hongū, con más razón sabiendo que fue el empeño de un sabio el que hizo que hoy en día se conserven ese oji —los oji son santuarios subsidiarios de otro principal— y el de Takahara. A principios de la era Meiji el emperador volvía a estar en la cima de la pirámide, se separó el budismo del sintoísmo y en dos años destruyeron miles de santuarios en todo el país. Evidentemente, como lugar de peregrinación, toda la zona de Kumano se vio muy afectada. Cuando los inspectores llegaron a Tsugizakura se encontraron con el excéntrico Minakata Kumagusu, considerado el primer ecologista de Japón, que les hizo acompañar de algunas geishas y cantidades ingentes de sake. Obviamente, perdieron el rumbo y pasaron por alto ese par de santuarios.
Entre geométricas y perfectas plantaciones de té me encontré con el señor Matsumoto en Fushiogami, que cada mañana temprano, tras desayunarse un par de vasos de sake y una cerveza, pone a volar las cometas de la montaña, una clase de helecho que hace planear en dirección a Oyunohara, el antiguo emplazamiento del santuario de Hongū. Mientras Matsumoto se despedía, comenzó a desperezarse con fuerza, como si esa demostración fuese la constatación de lo bien que le sienta arrearse ese par de tientos tan temprano.
La presencia de los tres grandes santuarios de Kumano, Hongū, Hayatama y Nachi, se intuye desde mucho antes de llegar a ellos. Bien porque alguna mujer ha decidido recorrer el último tramo vestida con el traje clásico de época Heian, bien por la fuerza del lugar —cada santuario se relaciona con un elemento natural por lo que suelen estar en lugares naturales de gran belleza—, o bien porque se escucha el sonido de un taiko —tambor japonés—, tocado con frenesí por el sacerdote encargado de las ceremonias que ordena la gente.
El santuario de Nachi está relacionado con una cascada que forma, junto a la pagoda Sanjūdō, una de las imágenes más reconocidas del camino.
Pero más que la visión de postal a mí me interesaba entrar en contacto con los yamabushi, los monjes de las montañas que profesan el Shugendō, un cóctel de religiones en el que hay budismo, sintoísmo, sincretismo y algunas gotas de chamanismo. Tras acabar la ceremonia que estaba oficiando tuve ocasión de hablar con Takagi, un monje de 64 años que había estado recientemente en Santiago de Compostela. Mientras me enseñaba con orgullo la concha del peregrino, me explicó que entienden y aceptan toda la variedad de creencias porque lo importante es la búsqueda y el derecho a la felicidad de todo el mundo. Ya no son eremitas, como en el origen, pero siguen acudiendo a las montañas para su entrenamiento, tratando de aprehender algo de la fuerza de la naturaleza. Al día siguiente tuve la suerte de que me acompañara otro yamabushi, Seiro Ikuma, en la etapa reina: un ascenso hasta los 840 metros para acabar casi al nivel del mar en Koguchi. Seiro se presentó muy temprano, dispuesto a contarme leyendas y anécdotas de Kumano. Iba provisto del horagai, una caracola marina que utilizan en la montaña a modo de instrumento de viento, para dar aviso de la ubicación.
Estábamos caminando junto al curso de un río, donde piedras y tocones aparecían cubiertos de musgo. Era una parte del camino con tendencia a la hipérbole, a la prosa facilona. Más aún cuando Seiro comenzó a entonar un Kake-nembutsu —un tipo de oración cantada— con la esperanza de que le acompañara. Cantábamos en las subidas, para darnos ánimos, a viva voz: “Sange sange / rokkon shojo”. Cuatro escalones o pasos por cada verso, uno lanzaba el primero y el otro replicaba con el segundo. En el primer verso recuerdas a tu familia y ancestros, en una suerte de confesión personal. En el segundo, buscas la purificación de las seis partes en las que dividen el cuerpo: vista, olfato, oído, tacto, gusto y la conciencia o el corazón.
Pasamos junto a las ruinas de antiguas hatago —posadas o casas de té— y en cada una de ellas Seiro me explicaba una historia. Las posadas utilizaban diversos trucos para atraer a los viajeros: cuando veían en la lejanía a los peregrinos empezaban a cocinar mochis —pasteles de arroz— y ponían agua a hervir para tener el té listo a su paso. Una de las frases recurrentes era “tenemos tofu, el baño está listo”, o aseguraban que el suyo era el último establecimiento de la ruta.
En esa etapa llegó a haber hasta diez hatago en apenas un par de kilómetros. La competencia era feroz. Los diarios de los viajeros decían que eran lugares muy hospitalarios pero que en ocasiones, debido a que los monos y los ciervos habían invadido el huerto, sólo podían ofrecer helechos secos para comer. El día acabó con el merecido premio que la dureza de la etapa reclamaba, el alojamiento en una de las localidades de apellido onsen. La de más reciente creación, con apenas medio siglo, es Wataze Onsen con su famoso rotenburo —onsen al aire libre—, los baños en pequeñas piscinas en el interior del río dan fama a Kawayu Onsen, pero yo me quedé con los 1800 años de historia de la pequeña localidad de Yunomine Onsen y su baño Tsuboyu, que por ser testigo del paso de los peregrinos desde hace un milenio está reconocido como Patrimonio de la Humanidad. En el ryokan Yamane, Osamu y Miyako me prepararon una cena a base de arroz y verduras cocinadas con agua del onsen: “En Tsuboyu te has purificado por fuera y con estos alimentos lo harás por dentro”, me dijeron.
Para el último día en ruta había resuelto subir al Hyakken-gura, el lugar que mira hacia las 3.600 montañas. No son tantas en realidad, pero enfrente de mí se abría la misma vista que tienen los peregrinos de Kumano desde hace más de mil años.
Precioso artículo y fantásticas fotos. En Octubre 2015 dudé entre este Camino y el de Kob Daishi en la isla de Shikoku. Al final me decidí por este último porque es mucho menos conocido y habría menos gente. Si alguien le interesa mi relato, lo tiene en El Viajero/El Pais
Quiero decir Kobo Daishi. También llamado los 88 templos de Shikoku
Hola, Francisco:
Cuando hice el camino de Kumano encontré a muy poca gente por las sendas. A los principales templos sí acudía bastante más.
Tomo nota de la otra ruta, por si tengo oportunidad de volver a Japón.
Saludos.