En la escena final de la película El halcón maltés el detective Sam Spade (Humphrey Bogart) sostiene una pesada figura y pronuncia una frase que forma parte de la historia del cine: «The stuff that dreams are made of», el material con el que se forjan los sueños. Para Joan Miró ese material fue una algarroba, ese fruto de piel rugosa y olor dulzón que siempre llevaba en sus viajes. En la desaparecida sastrería Queralt de Reus, donde el pintor encargaba sus elegantes trajes, le hacían un bolsillo interior largo y estrecho en la parte izquierda de la chaqueta para que cupiera esa algarroba que le conectaba con Mont-roig del Camp, una pequeña localidad del Camp de Tarragona. A pesar de lo que ensanchó el mundo, con largas estancias en París y visitas a Nueva York y Tokio, entre otras grandes ciudades del mundo, todos los sueños de Miró cabían en el corto espacio que hay entre la ermita de la Mare de Déu de la Roca y la playa de la Pixerota. «El mundo entero se mide en relación a Mont-roig», había dicho el pintor en más de una ocasión. Los algarrobos siempre le interesaron más que los rascacielos, comparaba las raíces del árbol, que se adentran en la tierra para darle fuerza, con sus pies.
El original de los originales
«Ya estoy en esta tierra de fuego y mar azul, muy azul.
¡Dios lo ha hecho bien hermoso este país del Camp de Tarragona!»
Joan Miró
El 2 de diciembre de 1911, en una notaría de Reus, se produjo un hecho de gran transcendencia para la historia del arte: Dolors Ferrà, la madre de Joan Miró, pagó al marqués de Ferratges 14.000 pesetas por una masía y un terreno. El joven Joan llevaba casi tres años trabajando en una droguería de Barcelona o, para ser más precisos, llenado los libros de contabilidad con dibujos. Sufrió aquel periodo como una condena y acabó enfermando de algo que dieron en llamar fiebres de Barcelona, una mezcla de tifoideas con depresión. Recorriendo el camino en taxi hasta la nueva propiedad de la familia en Mont-roig del Camp, cuyo clima le fue recomendado por los doctores para curar sus dolencias, Joan estaba matando a un padre, en el sentido freudiano de la palabra, con el que tenía una relación tensa, e iniciando el proceso para convertirse en Miró. Era el primero de los 65 veranos que pasó allí, paseando en bicicleta entre campos de cultivo, plantando su caballete para pintar en el puerto de Cambrils, dando solitarios paseos por la playa de la Pixerota para recoger los objetos que la mar arrastraba, dibujando en la arena con un trozo de caña y viendo constelaciones donde otros veían huellas de ovejas. Escuchaba con igual atención una pieza de Stravinsky, en una gramola marca La voz de su amo, que los sonidos del día a día en el campo, como el paso de los mulos arando, el ladrido de los perros o el canto de las aves. Podía pasar horas hipnotizado por los animales pequeños, pájaros, insectos o mariposas le parecían tan maravillosos como la más grande de las montañas; una chumbera y el monocarpismo de un agave amarillo, dando una única flor al final de su vida que se conoce en esas comarcas como pal de ballarí, le entusiasmaban como si fuera la más delicada de las creaciones naturales. Las luciérnagas en la oscuridad eran un espectáculo para él, un faro que alumbraba sus pensamientos más intensos. Siempre lamentó que las luciérnagas desaparecieran con la llegada de la autopista, el turismo y las urbanizaciones.
Cuentan que se pasaba horas inmóvil, en silencio, observando los matices tan especiales de la luz en el Camp de Tarragona, las maravillas de la luz y los grandes problemas que de ella se derivan como dijo en alguna ocasión el pintor; dibujando con un dedo en el aire a la espera de que las ideas fluyeran. Una actividad, la de observar, que resultaba altamente sospechosa en aquella época. En cierta ocasión, una pareja de carabineros apareció en una de las masías cercanas al Mas Miró preguntando si allí podían responder por un chaval sospechoso de contrabando, al que habían detenido tras verlo, antes del amanecer, sentado en una roca mirando hacia la mar. «Es que ese chico es un artista», respondió el hijo del masovero. Solo quería ver la salida del sol.
«Soy más feliz vistiendo un suéter y bebiendo en porrón con los payeses de
Mont-roig que en París entre duquesas en grandes palacios y con esmoquin».
Joan Miró
La gente de Mont-roig del Camp tuvo un lugar destacado en el bagaje sentimental de Miró, siempre habló con cariño de los payeses de mofletes muy rojos, los pescadores con pendientes que sacaban peces de muchos colores, las mujeres morenas y descalzas. Gente, sostenía, que no podía ser de porcelana ni de salón. Así como en sus estancias en París se lavaba, se peinaba y se ponía un elegante traje antes de salir a pasear —Josep Pla dijo que siempre parecía que Miró estuviera recién salido de la caja—, en Mont-roig era frecuente verlo vistiendo camisa blanca, un pantalón azul cielo con raya, alpargatas de payés y también un sombrero en las horas en que el sol más apretaba. Cada nuevo año, cuando llegaba con las golondrinas, iba a saludar a los vecinos y en la parroquia, de vez en cuando, se anunciaban donaciones anónimas cuando había que acometer alguna reforma importante. Sus vecinos, durante los primeros años, tuvieron igual de clara la opinión sobre el artista.
«Naltros pensàvem que estava boig».
Dolors Ferratjes, ca la Pobreta
Los montrogenses lo recuerdan como un hombre en calzoncillos corriendo por los caminos, un tipo que movía frenéticamente los brazos de arriba a abajo. Todavía iba a pasar una quincena de años hasta que la localidad tuvo un centro en el que se practicaba gimnasia, hasta entonces cualquiera que corriera por los caminos era porque iba huyendo de algo o porque había hecho alguna gamberrada. Además, en la práctica de sus ejercicios diarios, Miró sudaba a mares por culpa de la faja y el jersey de lana que se ponía para perder grasa. No resulta extraño que aquel chico raro, que compraba los sellos de treinta en treinta, tuviera dificultades para encontrar pareja en el baile al que asistía los domingos en uno de los dos casinos —el carlista— que había en el pueblo.
«Recuerdo un cuadro en el que había pintado extrañas montañas
puntiagudas que yo creía deformadas por su imaginación poética: pero
estaban allá a lo lejos, en el horizonte, tal como las había descrito».
Pierre Loeb
A menudo se ha lamentado que un lugar tan importante en la vida del artista no albergue obra suya, pero lo cierto es que no habría obra sin Mont-roig del Camp, más que un pueblo una religión para Miró. Desde aquellas obras primerizas, como Prades, el pueblo y Siurana, el sendero que vendió a doscientas pesetas cada una, hasta el camino a la abstracción o sus procesos escultóricos, todo nace en Mont-roig del Camp y en esos pueblos tarraconenses que tenían, en sus propias palabras, una gracia infinita. También el color es de allí: «El color rojo es el color de la ermita de la Roca, y el que da nombre al pueblo. El negro tiene el sentido de oposición al rojo; lo pongo por equilibrio. El azul es el cielo de Mont-roig. El verde es el verde de los algarrobos. Y el amarillo es la joya de Mont-roig, sus florecitas y sus pequeñas plantas». Su obra fue la respuesta gráfica al paisaje emocional; Mont-roig es el original de los originales.
El proceso creativo
«Los primeros días de estancia en Mont-roig no pensaba en ensuciar tela,
iba a tomar el sol a la playa y de excursión. Pasear y hacer el indio».
Joan Miró
Hay una anécdota del pintor que se remonta a cuando apenas tenía cinco o seis años. Cuenta él mismo que mientras se bañaba en un río de la provincia de Tarragona cogió un poco de barro y se dijo que para pintar un paisaje podría poner un poco en un lienzo. El proceso de formación del artista se inicia, sin duda, en su edad más temprana: el estuche de lápices de colores que le regalan los Reyes Magos, las clases en la academia que su padre consintió en que compatibilizara con otros estudios más ‘serios’, la fascinación por el libro El telescopio moderno que pertenecía a la biblioteca familiar y que tuvo una gran influencia en su admiración por un cielo que le descolocaba y por las estrellas. Todo ello formó parte de la formación intelectual en su etapa de juventud. Más adelante llegaría, tras una visita al Rijkmuseum, el influjo de los maestros holandeses del siglo XVII, especialmente de Vermeer, que dio pie a la creación de la serie de Interiores holandeses. También estudió a otros pintores barrocos y a los renacentistas.
Otra importante escuela fue la de los barrios parisinos, aquella que impartía sus clases en cafés y cabarets a inconformistas, revolucionarios del arte y poetas de la rue Blomet, gente variopinta que derramó su talento en tertulias en las que no faltaban el vino, el opio, el Mandarin-Curaçao y las ladillas. Aunque en alguna ocasión Miró habló —se enamoró— de las blondes exquisitas de París, de la vida más privada de Joan sabemos más bien poco. En su día autorizó una biografía que podría haber arrojado luz sobre el lado más humano del genio pero en el último momento se echó atrás para no tener que exponer ciertos aspectos dolorosos de su vida. O se hacía bien, sin ningún tipo de censura, o no se hacía. Sabemos que le gustaba la mistela que elaboraban en el Mas Miró, que en las comidas se permitía un vaso de vino de garnacha blanca o picapoll, y que, llegado el otoño, se llevaba en la memoria el olor de los vinos dulces y de las algarrobas. Por toda noche de excesos tenemos un episodio ocurrido tras una cena con amigos en un restaurante de Barcelona. A propuesta de Miró fueron a tomar una copa a un bar de La Rambla. Se pidieron cafés, coñac y whisky. Miró pidió un yogur. Al día siguiente, el pintor escribió una carta a uno de sus acompañantes para decirle que se lo había pasado muy bien y que tenían que repetir esa noche de desenfreno algún otro día. «He buscado la tensión espiritual. No por medios químicos como la bebida o la droga. La atmósfera propicia para esta tensión la encuentro en la poesía, la música, la arquitectura, en mi paseo diario, en ciertos sonidos», afirmaba el artista.
Pasó también por etapas de rebeldía y de ruptura con todos los ismos, el dadaísmo de su amigo Tristan Tzara el primero. También puso a la pintura en entredicho: «Quiero asesinar a la pintura», exclamó en una ocasión. Antepuso el arte del Mojigongo y la Macarrona, artistas tabernarios del flamenco, a las óperas prostituidas de los lloricas italianos. «Antes el disparate que el academicismo». El hambre también aportó sus enseñanzas. En sus primeras estancias en París el dinero no alcanzaba y solo se podía permitir comer una vez a la semana, el resto de días se contentaba con masticar higos secos y chicle. Esa abstinencia forzosa le causaba alucinaciones, cuando llegaban se sentaba en una silla mirando la pared desnuda de su estudio, tratando de captar sobre el papel las formas que veía.
«La pintura de Miró es el camino más corto de un misterio a otro».
Michel Leiris
Taciturno, obsesionado con los números impares y reservado; tan callado que Max Ernst amenazó con ahorcarse si Miró no daba su opinión tras una tertulia. Su personalidad y un ordenado modo de vida, casi cronometrado, eran dos de las tres patas de la excepcional fuerza del pintor; la otra era la calma que le proporcionaba Mont-roig del Camp. Con los elementos del paisaje creaba narraciones, pequeñas historias en las que un personaje le llevaba a otro, una forma le daba un idea, una idea otra forma, y el conjunto de todo ello se convertía en una serie de representaciones en las que anteponía la plasticidad y el hecho poético a cualquier otra cosa. Es entonces cuando el eje donde se cruzan las cañas de las tomateras se convierte en estrellas mironianas de seis puntas, conectando cielo y tierra; cuando los surcos hechos por el arado se igualan a las nubes; cuando los arabescos y las líneas en zigzag son el ritmo de la música que escuchaba, o la recurrente forma con dientes de sierra es uno de los sonidos emocionales del Camp de Tarragona: el canto de la golondrina en primavera.
Silencio, se sueña
«Es cuando trabajo, cuando estoy despierto, que sueño.
Mi mujer me habla y yo siempre estoy ausente».
Joan Miró
Si Mont-roig era su religión, su taller era el santuario. Miró no soñaba nunca dormido, era en el taller donde desarrollaba sus sueños. Siempre quiso tener un taller muy grande. No pensaba tanto en la iluminación y la incidencia de la luz del norte, necesitaba el espacio para tener muchas telas porque sentía que cuanto más trabajaba, más ganas tenía de trabajar. No dejaba que nadie entrara a su taller. Teresa, la señora que limpiaba, no podía tocar ni mover nada, tampoco borrar las rayas con tiza que hacía en el suelo. Todas las obras estaban de cara a la pared, Miró solo mostraba obra acabada, casi nunca los procesos; cuando rompía algunas láminas a pedazos o hacía una bola con un papel todo acababa en una cesta cuyo contenido, siguiendo sus estrictas órdenes, tenía que ser quemado. Dejaba obras a medias, para más adelante, y comparaba su estudio con un huerto. «Aquí alcachofas, allí patatas. Hay que cortar las hojas para que los frutos crezcan, podar. Trabajo como un jardinero, las cosas siguen su curso natural. Crecen, maduran».
Cuando entras en el taller del Mas Miró, inundado de luz, con algunos colores preparados en tazas de café, el mono de trabajo sobre una silla y el estuche con los pinceles tan ordenados como le gustaba tenerlos, piensas que Miró está próximo a llegar de dar uno de sus largos paseos y se pondrá a hacer algunos trazos que le ha sugerido el buntsandstein —la roca de color rojo avinagrado de la ermita de la Mare de Déu de la Roca— o los hibiscos del jardín; o que va a dibujar una de esas escaleras que eran las de la huida y la evasión, pero también las de la elevación hacia el cielo.
El genio es la infancia recuperada a voluntad
«Miró pintó como un niño de mil años de edad.
Un arte como el suyo es fruto de muchos siglos de civilización
y aparece cuando los hombres, cansado de dar vueltas y vueltas
alrededor de los mismos ídolos, deciden volver al comienzo».
Octavio Paz
A lo largo de su vida, Miró tuvo que escuchar muchos comentarios despectivos sobre su pintura, el más común fue que ‘eso lo podía pintar un niño de guardería’, el más respetuoso que eran scherzos infantilistas. Su madre, aunque confió en su valía artística más de lo que lo hizo el padre, dijo en alguna ocasión que su hijo pasaba el tiempo pintando meteoros. Lola Anglada, una de las pretendientas que le buscaron sus padres tratando de arreglar un matrimonio que lo llevara por el buen camino, dijo que no quería casarse con Miró por miedo a que viera a la gente como la pintaba. Sus primeras exposiciones fueron un rotundo fracaso, no solo no vendió obra sino que el público destrozó varios cuadros arrojándoles todo tipo de cosas. En uno de sus viajes a París, al llegar a la Gare d’Austerlitz, los gendarmes le hicieron abrir las cajas en que transportaba las pinturas. El regocijo de los agentes iba en aumento, cada obra provocaba una carcajada mayor que la anterior. No obstante, aprovechó esa circunstancia para declarar todas las obras sin valor artístico y se libró de pagar aranceles.
No, eso no podía hacerlo un niño. Una algarroba, una piedra o un palo que la mar arrastra, son para nosotros una algarroba, una piedra y un palo que la mar arrastra. En sus manos, las manos de un genio, todos esos objetos se convertían en un Miró. La clave la dio David Fernández Miró, uno de los nietos del artista: «Recuerdo que notaba que el abuelo era alguien especial, pintaba todo el día, pero no paisajitos ni retratos, sino telas con formas incomprensibles para los niños, pero cuyo color y misterio nos fascinaban».
«No he necesitado más que un instante para trazar esta línea.
Pero he necesitado meses, quizás años de reflexión, para concebirla. […]
Esta simple línea es para mí la marca de que he conquistado la libertad».
Joan Miró
La Masía: un velero por las calles de París
El cuadro de La masía es el resumen de toda su vida en el campo, una suerte de inventario o testimonio vital. Aunque pintó cuadros en los que aparece directamente Mont-roig del Camp, es esta obra de un pedazo del Mas Miró, el correspondiente a la parte donde vivían los masoveros, el corral y el huerto, la que mejor representa el vínculo del artista con el territorio del Camp de Tarragona. Por las particulares vicisitudes que sufrió, además, fue la obra que llevó a Mont-roig de viaje por el mundo. La masía supuso un punto de inflexión en el periodo realista, una transición entre el realismo detallista y el mágico que inicia con Tierra Labrada. Miró empezó a pintar la tela en Mont-roig y trató de acabarla en París, pero algo no funcionó. El pintor trabajaba siempre del natural —el gallo no se estaba quieto, dijo en cierta ocasión al comentar una de sus pinturas—, así que acudió al bosque de Boulogne a buscar un poco de hierba, pero no le transmitió nada. Miró hizo que le enviaran un sobre con algunas briznas de hierba de Mont-roig, solo entonces pudo avanzar con la obra.
Una vez finalizada, La masía formó parte de una exposición pero no se vendió. Tras pasar largo tiempo en un sótano y que su galerista le recomendara, debido al tamaño de los apartamentos parisinos de techos bajos, trocearla en ocho pedazos para venderla mejor, el cuadro fue a parar a manos de Ernest Hemingway tras una rocambolesca historia que ya hubiera querido Albert Camus para su existencialista La caída, novela en la que también hay una sorprendente trama con un conocido cuadro como mercancía.
«La tela refleja todo lo que sentía por España cuando estaba allí
y todo lo que sentía cuando no estaba y no podía ir.
Nadie como Miró había pintado tan bien dos cosas tan contradictorias».
Ernest Hemingway
Evan Shipman puso en contacto a Miró y al gerente de la galería Pierre Loeb, Jacques Viot, a quien le confió toda su producción. Como agradecimiento Miró le dijo que escogiera una primera opción de compra para una de sus obras y el poeta americano se fijó en La masía. Al no tener dinero para pagarla, la pintura se quedó en depósito en la galería. Aquello no sentó nada bien a Hemingway, amigo común del poeta y del pintor, que al parecer se había enamorado de La masía nada más verla.
«No hay nada que yo quiera tanto como tú quieres ese cuadro, debería ser tuyo», le dijo Shipman, así que se lo jugaron a los dados. Cuentan que Hemingway perdió, pero al ver lo apenado que se quedaba Shipman accedió a cedérselo. Otra versión habla del lanzamiento de una moneda y no de unos dados. Se comprometieron a pagar 5.000 francos por La masía, 4.250 más de lo que Hemingway había pagado nunca por una pintura. Unos recibos encontrados posteriormente confirman que el precio final ascendió a tan solo 3.500 francos. Sea cual fuera la cantidad, cuando llegó el último plazo dado para el pago Hemingway no tenía dinero. Con Miró, además de amistad y cruce de guantes de boxeo, compartió largos ratos de hambre, el escritor conocía una ruta por las calles de París en la que evitaba pasar por pastelerías y restaurantes donde hubiera gente comiendo, para evitar la tentación. Ante la posibilidad de que no pudiera pagar el cuadro, el marchante se frotaba las manos porque le habían ofrecido cifras que superaban en mucho la oferta pactada. Concedió al escritor lo que quedaba del día para conseguir el dinero. Hemingway, acompañado por Dos Passos y Shipman, recorrió los bares y restaurantes que conocía para pedir lo que le faltaba. Consiguió reunir la cantidad y se fue a recoger la pintura. Se metieron con ella en un taxi de techo abierto. La obra, de grandes proporciones, asomaba un buen pedazo por la parte superior del vehículo y el viento la hinchaba como si fuera la vela de una embarcación: Mas Miró, Mont-roig del Camp, el Camp de Tarragona, surcando las calles de la capital artística del mundo.
Miró siempre se alegró de que el cuadro acabara en manos de Hemingway, que fue varias veces a Mont-roig para ver el original que había motivado la obra. Contaba el hijo de Eugeni Rovira, el masovero de aquella época, que en una de las visitas vio a un hombre haciendo fotos y se lo prohibió. Miró se enfadó porque no le habían avisado. «Hemingway no deja hacer fotografías del cuadro, pues Eugenio no le ha dejado hacer del mas. No pasa nada», le dijo el hijo del masovero a Miró. El escritor se sintió muy a gusto en las visitas que hizo al patio de recreo del artista, hasta el punto de incluir ese paisaje en una de sus obras literarias, Muerte en la tarde. Hemingway habla de las vistas de las viñas, los pueblos y las montañas desde la torre de Mas Miró; también de un pato, del que dieron buena cuenta en la cena, que se puso a caminar para descubrir que estaba muerto, decapitado; y del vino que bebieron, vino del año, del anterior y el gran vino de otros años atrás.
La masía colgó muchos años de Torre Vigía, la casa de Hemingway en Cuba cuya torre había sido construida a semejanza de la del Mas Miró. El escritor pasaba largas horas con la vista puesta en el cuadro, con la mente en Mont-roig y en las tierras catalanas que tanto le gustaban. Parece ser que cuando murió Hemingway la obra tuvo una salida accidentada de Cuba. Pese a que Fidel Castro había permitido su exportación, una funcionaria del departamento de cultura se negó. Se habla de una salida en un carguero venezolano que transportaba langostinos, con la obra sin asegurar, y de un viaje, autorizado al filo de la campana, en la cabina de clase turista de un avión. Por muchas ofertas que recibieron por el cuadro, tanto Hemingway como su primera mujer Hadley —la verdadera propietaria—, nunca lo vendieron. Actualmente, Mont-roig del Camp, un trozo de la vida de Joan Miró, el más importante sentimentalmente, cuelga de una de las paredes de la National Gallery of Art de Washington.
Llega la noche
«Soy pesimista, siempre pienso que todo acabará mal».
Joan Miró
El espectáculo del cielo de Mont-roig, la visión serena del cielo estrellado, fascinaba a Miró. Le interesaban las estrellas y su posición en el firmamento. Llegó a rechazar la invitación de unos amigos para ir a Elche porque estando bajo el cielo estrellado que veía desde la torre de Mas Miró le daba pereza moverse. «Todo esto que me rodea y la vida en el campo vale lo que el Misteri de Elche», les contestó. A menudo se le vio con un catalejo, la noche, la música y las estrellas empezaron a tener un papel cada vez más importante en la sugestión de sus pinturas y tras el inicio de la Guerra Civil le sobrevino un profundo deseo de escapar, por un lado metafórico y representado en su serie de las Constelaciones, y por el otro real porque en 1936 tuvo que huir del Mas Miró por una serie de confusiones originadas tras la asistencia a la boda de su hermana, que había escogido por marido a un rico terrateniente de la zona.
En la pared izquierda de su taller hay un facsímil de un calendario que muestra la página de septiembre de 1976, fecha de su última estancia. Regresó a Mont-roig algunos años más tarde para recibir un sentido homenaje que le profesaron en el pueblo, que ahora sí, sin ninguna clase de dudas, lo recibió como el gran artista universal que era. La noche, la definitiva, llegó el 25 de diciembre de 1983. Dos días más tarde La Vanguardia titulaba Joan Miró:Punto final. Pese a que insistió en que la misa y las homilías fueran sencillas, familiares y oficiadas por el padre Llimona, las autoridades eclesiásticas y civiles se subieron al carro de su fama contraviniendo sus deseos. Miró dijo en varias ocasiones que uno trabajaba en este mundo para ganarse el derecho a decir ¡mierda! a todo aquello que no tiene importancia. No sé cuales fueron las últimas palabras de Joan Miró pero por admiración, por respeto, por la fascinación que me ha hecho sentir su persona, por hacerme ver el paisaje y su obra de otra manera, este artículo solo puede acabar de una manera: Merda!
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