A las doce del mediodía, con puntualidad británica, los monjes empiezan a recitar. La ceremonia que empieza, que para ellos es sólo rutina, a nosotros nos tiene en vilo desde la noche anterior. Llevamos una hora esperando y, en este tiempo, han ido trayendo los cadáveres. Uno a uno hasta superar la decena. Envueltos en mantas, los cuerpos — en posición fetal, como si durmieran— se amontonan en el interior de una pequeña caseta situada en el centro de Larung Gar.
Monjes y monjas por separado. Los primeros, resguardados en una sala contigua a la que sirve de macabro almacén. Ellas a la intemperie, igual que nosotros. La temperatura baja de cero grados y el suelo está cubierto por una capa de hielo pero las religiosas no han vacilado en sentarse en él. Hay trabajo que hacer.
Las oraciones, entonadas al unísono, tienen como objeto ayudar a las almas de los fallecidos a abandonar los cuerpos, si es que no lo han hecho ya. Los tibetanos creen que este proceso puede ser largo, por lo que conservan los cuerpos de los fallecidos en casa entre cuatro y siete días. Si pasado ese tiempo alguna alma rebelde se ha negado a partir, los monjes con sus plegarias le dan el último empujón. Terminada la ceremonia, los cuerpos no son más que recipientes vacíos de los que hay que deshacerse.
Los familiares de los difuntos se aglomeran frente a la caseta. Ninguno llora. Al contrario, hablan animadamente, e incluso algunos piden hacerse fotografías con nosotros —los dos únicos extranjeros— aunque no entienden muy bien qué interés podemos tener en estar ahí. Nos miran y les miramos. Todos somos asimismo observados por decenas de retratos que cubren la pared de madera. Retratos de muertos, de personas que ya pasaron por el mismo trámite que aguarda a los cadáveres que esperan en el interior.
Nos adelantamos al cortejo fúnebre en una furgoneta que compartimos con una mujer china y sus dos hijas. Son budistas y han venido desde Beijing para conocer Larung Gar, considerada la mayor universidad budista del mundo, y también las costumbres de la zona. Larung Gar se encuentra en la prefectura autónoma tibetana de Garzê, un territorio que, aunque pertenece políticamente a la provincia china de Sichuan, mantiene su cultura y raíces tibetanas. Su particular ritual funerario (también practicado en Mongolia, Tíbet y en las provincias chinas de Qinghai y Mongolia Interior) es una de sus más llamativas señas de identidad.
Lo llaman Tian Zang: “Entierro Celestial” o “Entierro en las Nubes”. Generalmente se realiza en los montes, motivo por el cual abandonamos el pueblo hasta llegar a un lugar alejado de todo, donde un cartel sobre el que reposan dos buitres de escayola nos da la bienvenida. Mentiría si no dijese que la primera impresión es algo decepcionante. El escenario parece un teatrillo, sobrecargado de estatuas demoníacas y otros elementos de atrezzo. En lugar de imponer respeto, resulta ligeramente burlesco. Aún así, el conocimiento de lo que vamos a presenciar me impide siquiera sonreír. Tengo un nudo en el estómago.
Mientras esperamos a los coches que portan los cadáveres, me entretengo curioseando aquí y allá. En el suelo, pequeños restos óseos (mandíbulas, dientes, huesos de manos y pies) se confunden entre la tierra. Entro en una capilla cuyo interior está forrado con calaveras de plástico y al salir veo a los tibetanos arrodillarse de uno en uno sobre una piedra desgastada por el uso. Creen que si lo hacen su alma regresará a este lugar después de morir.
Cuando estoy observando el altar en el que pienso que va a tener lugar el ritual, los coches empiezan a llegar. Los espectadores nos agrupamos en un terreno baldío junto a las familias, y los 12 o 13 cuerpos son dispuestos en fila ante nosotros. La mayoría son adultos muy delgados, pero también hay un hombre entrado en carnes (buena noticia para sus últimos beneficiarios) y una niña que no tendrá más de seis años. Busco a sus padres con la mirada, esperando reconocerlos por sus muestras de dolor, sin éxito. La serenidad de los familiares es ejemplar. Ayudados por los monjes, despojan a los muertos de sus mortajas, quedando estos completamente desnudos. Dos hombres empiezan a afilar sus machetes. El silencio es sepulcral.
A partir de ese momento, todo sucede deprisa. No hay lugar a concesiones. Los monjes desuellan y descuartizan los cuerpos con la habilidad propia de quien lo hace todos los días. Con un golpe seco clavan el machete en la espalda y el cuerpo se parte como una manzana. Después arrancan la piel a tiras, desde el talón hasta la nalga (primero una pierna, después la otra), y desde la parte baja de la espalda al cuello. En el cráneo realizan una incisión y sacan el cerebro, que entregan a los familiares en una pequeña bolsa transparente. El resto del cuerpo es cortado en trozos de diferente tamaño: un brazo, media pierna, el abdomen abierto con las vísceras a la vista, bien a mano, para facilitar el trabajo a los buitres.
El proceso no dura más de cinco minutos, y en ese tiempo las aves, más de 200, han ido bajando por la ladera de la montaña hasta situarse a menos de cinco metros de nosotros. Algunas intentan adelantarse al banquete pero son espantadas por los monjes y algún voluntario. Todavía no es momento de comer. Un minuto, dos minutos: ahora sí. Los monjes se apartan y los buitres se abalanzan sobre los cuerpos. Son tantos que sólo unos pocas decenas de ellos alcanzan el objetivo. El resto queda a una distancia prudencial, aguardando su turno.
En contra lo que esperaba, el espectáculo no llega a ser grotesco porque no se ve nada: solo una nube marrón agitándose furiosamente, como en día de tormenta. Al menos al principio. Pasado un tiempo, aquellas aves que han conseguido agarrar un trozo de carne o algún órgano, se alejan con el botín en el pico, siendo atacadas por sus hermanas.
En apenas un cuarto de hora los cadáveres desaparecen sin dejar rastro de humanidad. Sobre la tierra solo hay huesos. Estos serán recogidos por los monjes, machacados y mezclados con tsampa antes de ser entregados a las aves de nuevo. No puede quedar nada. Los tibetanos interpretan como un mal augurio que los buitres no terminen el banquete; significaría que el cuerpo tiene restos de mal karma, que la persona no fue buena en vida. En su cultura los buitres son dakinis, ángeles encargados de transportar las almas de los fallecidos al cielo, antes de reencarnarse de nuevo. ¿Qué almas, si éstas ya habían abandonado el cuerpo? De regreso a la ciudad hago la misma pregunta a monjes y seglares, pero ninguno sabe darme una respuesta.
Desconocía esta práctica funeraria tibetana. Relato impactante
Dios, cuando lo he terminado de leer se me ha puesto la piel de gallina. Fascinante.
He intentado ponerme en tu piel, Carmen, creo que me hubiera quedado igual que tú.
Genial narrado.
Un abrazo,
Claudia
Super interesante, Carmen. Vaya lugar. Quiero ir fijo.
Un interesante reportaje, en la línea de vuestra revista. Realmente hay muchas formas de vivir; también de decir el ultimo adiós. Saludos.
Fuerte relato, sin duda, pero muy interesante.
Waoo… me ha sobrecogido y encantado a partes iguales
Increíble! No conocía esta curiosa tradición.
Interesante artículo. No tengo palabras, me hubiese encantado verlo. Gracias por compartir esas experiencias.
sobrecogedor relato/costumbre que nos cuentas Carmen. Ha sido imposible leerlo sin hacer muecas y mantener los pelos de la nuca sin estirar. Gracias por compartir!
Es tan interesante como sobrecogedor.
Impresionante, Carmen. Gracias por hacernos partícipes.
Como diría mi abuela “madre del amor hermoso”. Un relato estupendo. Sin duda uno de esos lugares que hay que ver in situ. Me lo apunto.
Es lo mas fuerte que he leido en mi vida. Mi cerebro no lo admite. Necesitaria otra educacion. Muy valiente Carmen. Y atrevida
Cautivador relato y una experiencia extraordinaria, toda una montaña rusa de sensaciones e imágenes. He empezado con la experiencia del viaje a Larung Gar en tu blog de Trajinando por el mundo, y no he podido dejar de seguir leyendo a continuación esta parte de la ceremonia del entierro celestial. Gracias por compartir y descubrirnos este lugar y tradición.
Impactante tradición… Todavía tengo un nudo en el estómago después de leerlo. Creo que puedo soportar lo de los buitres pero… ¿el cerebro en una bolsa? eso es demasiado.