Livingstone debió de llevarse las manos a la cabeza como nunca lo había hecho antes en toda su vida cuando se topó con las cataratas Victoria. Su reacción fue, probablemente, muy parecida a la de todos los que, en algún momento de nuestras vidas, nos encontramos ante esta maravilla de la naturaleza. Con la diferencia de que él no tenía ni la más remota idea de que un lugar así podía existir en el mundo.
Por aquellos años el explorador y misionero escocés viajaba por el continente africano con la intención de difundir la fe cristiana y poner fin a la esclavitud. Era el 16 de noviembre de 1855 y Livingstone avanzaba en canoa por el río Zambeze, en lo que ahora es Zambia. Un sonido sordo captó su atención. Al preguntar a los locales, los nativos kelolo, por aquel ruido, le contestaron muy decididamente: mosi oa tunya, “el humo que truena”. David Livingstone acababa de descubrir una de las cataratas más impresionantes del mundo.
Un siglo y medio después
Hoy día, como es de imaginar, la situación ha cambiado bastante. Cuando avanzamos hacia las cataratas, lo normal es que lo hagamos en coche y no en canoa. Para acercarnos al “humo que truena” tendremos que pagar antes una entrada al recinto en el que se encuentra. Y, en vez de ser los kelolo los que nos guíen, serán la múltiples señales colocadas en los sitios más estratégicos.
Pero, eso sí, habrá algo que no ha cambiado. Algo que se mantendrá igual por mucho que pasen los años y por muchas señales, entradas y turistas que existan: el pellizco en el estómago que se siente cuando se oye por primera vez aquel impresionante estruendo. Eso no desaparecerá jamás.
La autopista de Dios en África
El río Zambeze nace en Zambia, en la frontera con Angola y la República Democrática del Congo. A lo largo de casi 2.600 kilómetros atraviesa el continente africano de oeste a este hasta desembocar en el océano Índico. En su trayecto, y debido a lo abrupto del terreno, el Zambeze tiene numerosos saltos y caídas al vacío. El más pronunciado es el que se produce justo en la frontera entre Zambia y Zimbabue. Aquí el río se topa con una grieta casi tan ancha como él mismo. 100 metros de caída libre —107 en su punto más alto— dan lugar a uno de los espectáculos naturales más bellos que jamás se puedan ver.
El corte físico definió el de los territorios y por eso las cataratas Victoria —éste fue el nombre con el que Livingstone las bautizó en honor a la reina Victoria de Inglaterra— hacen de frontera entre Zambia y Zimbabue. Esto quiere decir que es posible visitarlas desde ambos países disfrutando de dos perspectivas completamente diferentes.
Frente a frente con las Victoria
La experiencia poco tiene que ver desde una y otra lado y está claro que desde Zimbabue, donde se obtiene la visión frontal de las cataratas, la estampa deja sin palabras. Toneladas de agua cayendo al vacío frente a uno mismo es un espectáculo sin igual. Eso sí, antes de llegar a este punto habrá que hacer una pequeña parada: justo a la entrada al recinto en el que se encuentran las cataratas nos espera el mismísimo David Livingstone, que inmortalizado en piedra sobre un pedestal, aguarda para darnos la bienvenida.
Una vez hechos los honores, lo ideal es avanzar por el camino que recorre el borde de la enorme grieta. Sin apenas barandillas o protecciones que nos separen del abismo, sólo el sentido común nos guiará para controlar la enorme emoción que sentiremos durante el paseo. El camino cuenta con diversos miradores en los que ir haciendo las paradas pertinentes. No es mala idea llevar un chubasquero: la fuerza de la caída y el choque contra las rocas hace que la nube de agua pulverizada que se forma empape de arriba a abajo a todos los visitantes.
El broche final
Pero aún quedan más sorpresas. Cuando uno ya cree que la experiencia no puede superarse, cuando está seguro de que lo visto es lo más increíble que ha contemplado en su vida, la naturaleza deja paso a las empresas privadas para aclararnos que sí, que siempre habrá espacio para una emoción más. Es el momento de apretar los puños, hacer frente al posible vértigo que podamos tener y subir a un helicóptero que nos llevará, durante 12 intensos minutos, a sobrevolar las cataratas y disfrutarlas como jamás habíamos imaginado.
La broma tiene nombre y apellidos: 120 dólares, 10 dólares por minuto de vuelo. Pero admirar esas vistas desde las alturas, mientras las aguas se despeñan bajo nuestros pies y sentimos cómo el corazón nos palpita a mil por hora, será una experiencia que jamás podremos olvidar.
bello, bello, quizas algun dia pueda ver esta maravilla de la naturaleza