La cima del Costabona empieza a rojear con los primeros rayos de sol: amanece en Espinavell. Desde el balcón del alojamiento rural Can Jordi veo cómo la luz va bañando la ladera de la montaña, la fresca temperatura de esos primeros minutos del día me tiene con los brazos cruzados, apretándolos contra el cuerpo para generar algo de calor; a gusto. Espinavell es un pequeño pueblo del Ripollès con apenas treinta almas, atrás quedaron los días en que la llegada del barbero anunciaba la proximidad de la Fiesta Mayor, cuando entre sus calles se contaban cuatro centenares de empadronados y tres salas de baile.

Eva Martínez gestiona Can Jordi, el refugio Els Estudis, y un pequeño colmado que también es restaurante. Llegó a Espinavell buscando un lugar para escribir y acabó explicando las más extraordinarias historias a través de la gastronomía. En tan solo nueve metros cuadrados practica una cocina sentimental, honesta, de proximidad y de temporada, la cuchara que las abuelas le legaron. «Desde pequeña viví la pasión por la cocina, a mi madre, a mi tía y a mi abuelo les gustaba cocinar, era una fiesta en casa. Aquí en Espinavell, una abuela del pueblo, la Roseta, me enseñó muchas cosas», recuerda Eva mientras me sirve una bebida hecha con flor de sauco. «Es el árbol de las brujas y tiene propiedades anticatarrales», apunta.
La cocina se basa en dos ejes principales, por un lado la recuperación de recetas tradicionales y por el otro la carne de potro. Uno de los platos rescatados de la época en que se comían patatas con patatas, trumfos las llaman por aquí, es la escudella de brou brufat. Se preparaba en los días de matanza con el caldo resultante de la cocción de las carnes para las butifarras. Eva lo desgrasa y hace escudella. En cuaresma, en esos pequeños pueblos de montaña no cabía la indulgencia, en el periodo entre el Miércoles de Ceniza y el Jueves Santo la carne de la matanza no estaba lista todavía y se tenía que echar mano de los salazones que había en la despensa, los conocidos como peces de montaña: arengada, brandada de bacalao o tapenade de anchoas, entre otros.




La carne de potro, tierna, poco grasa, rica en hierro y de gran aporte proteico, la prepara de diferentes maneras: «He inventado platos yendo en tractor con mi pareja», dice antes de pasar a enumerar algunas de los recetas que más tarde tendremos ocasión de probar. Canelones con salsa de setas que son como poner el bosque en el plato; carpaccio, estofado, churrasco, hamburguesa o costillas tamaño XL guisadas. Aunque el plato estrella, sin duda, es la falda a la que dedica 26 horas de cocción a 70 grados. Y siempre, insisto, siempre, hay que dejar un hueco para los postres.

Espinavell es una de las puertas del Pirineo Oriental, el Pirineo más pequeño como le gusta llamarlo a Eva. Por lo tanto es una excelente base para adentrarse en el Parque Natural de las Cabeceras del Ter y del Freser y hacer excursiones bien de un día o un poco más ambiciosas, como la Gran Vuelta al Costabona (31 kilómetros) o la Marcha del Parque, un itinerario de dos días organizado por los cuatro refugios de este entorno natural: Corral Blanc, Coma de Vaca, Ulldeter y Els Estudis. Nosotros optamos por conducir hasta el Coll d’Ares y caminar por la carena del Puig de les Forques en dirección oeste, donde los perfiles del Gra de Fajol y el Bastiments quedan recortados durante el atardecer. De regreso, mirando hacia el norte, será el Canigó el que muestre su silueta dibujada entre la mortecina luz que precede a las primeras estrellas.

El valle de Camprodon, de hecho todo el Ripollès, es un territorio salpicado de pequeñas y encantadoras iglesias románicas, herencia de su pasado medieval. Poco después de salir de Espinavell nos encontramos con la de Santa Cecilia de Molló, templo con hechuras de lombardo románico, como atestiguan sus arcos ciegos y los frisos aserrados de la portada y del campanario. Es precisamente este, el campanario, el que llama la atención: es esbelto pero corto, como si en la recta final se hubieran quedado sin material de construcción o hubieran tenido que rematarlo con prisas. Tradicionalmente, aunque sin base sólida, los animales monstruosos esculpidos en las ménsulas de uno de los frisos, el del portal meridional, se han querido interpretar como una representación de los siete pecados capitales.


En el extremo oriental del valle nos encontramos con la pequeña localidad de Beget, históricamente vinculada a la Alta Garrotxa pero administrativamente perteneciente a Camprodon, por lo tanto al Ripollès. La iglesia de Sant Cristóbal de Beget también tiene un campanario discreto en altura si lo comparamos con la nave, como el de Molló, pero por su belleza se ha convertido en un verdadero icono de los Pirineos. El interior es impresionante. La escultura más destacada es el Cristo en Majestad de principios del siglo XII, con una buena parte de su policromía original. Es una figura rígida, de rostro larguirucho, ojos rasgados, largo cabello y poblada barba. Destacan también dos retablos, el de la Virgen de la Salud de alabastro policromado y el retablo mayor dedicado a San Cristóbal, además de las pinturas murales de inspiración románica de Joaquim Vayreda, pintor de la Escuela Paisajista de Olot. En el interior de San Cristóbal hay que entrecerrar los ojos y hacer el ejercicio de imaginarse las misas en la Edad Media, cuando la precaria iluminación de velas y antorchas convertía ese interior en un espacio lúgubre, con las pinturas y esculturas mirando directamente a unos fieles que no tenían más remedio que creer.



Otra parada que merece la pena en la ruta de las iglesias, siempre después de hacer provisión de las deliciosas galletas de Camprodon, es San Esteban de Llanars. Su portada nos recuerda vagamente a la de Beget, aunque su gran atractivo está puertas adentro donde se conserva el único frontal de altar de madera de la comarca, original del periodo románico (siglo XII). Se hace palpable el esfuerzo del artista por mostrarnos la tridimensionalidad de los cuerpos plasmados en la tabla, tanto del Pantocrátor que aparece rodeado del tetramorfos que simboliza a los evangelistas como de las figuras que representan episodios de la vida del santo al que está adscrita la iglesia.

Será la gastronomía la que justifique nuestros siguientes altos en el camino. Moisès Plujà nos recibe en la tienda de embutidos Can Blanch, en Villalonga de Ter. Moisès habla con orgullo de aquella primera tienda de ultramarinos que abrieron sus bisabuelos en 1933, en la que abastecían al pueblo con todo lo que se pudiera necesitar en la vida diaria, que era más bien poco, y algo de carne proveniente de la matanza, de los pollos que criaban y de un pequeño rebaño de corderos. En Can Blanch preparan embutidos tradicionales de las tierras de altura, de manera artesanal, principalmente longanizas, fuets, chorizo y bull; con todo el secretismo de una receta heredada pero con la simpleza de la excelente carne de cerdo y de mantener alejados a los aditivos y a los conservantes.

Cuando llegamos a Setcases estaba cayendo esa fina lluvia que tan bien le sienta a los pueblos de piedra y al vivo verde del paisaje. Todavía no era la hora de la iluminación artificial y las calles tenían la característica dominante azulada de los días grises. Un escaparate rompía ese frío tono, de su interior salía el brillo y la atractiva gama de colores cálidos de la miel. Ca la Núria es la casa de la miel, Marc Peiris nos cuenta que durante todo el año va trasladando las colmenas de abejas en función de la climatología y la floración, para disponer de una amplia gama de mieles: tomillo, naranjo, eucalipto, romero, mil flores o de alta montaña, entre otros muchos tipos. En Ca la Núria también trabajan con una gama de productos derivados de la miel, como el polen y el propóleo; elaboran caramelos —especialmente adictivos los de miel y jengibre— y es una buena despensa para los productos de la comarca, donde no faltan los buenos embutidos, quesos y ratafía.

Amanecía totalmente despejado, tras la ronda gastronómica del día anterior tocaba hacer bondad y plantearse una excursión. Setcases es otra de las entradas al Parque Natural de las Cabeceras del Ter y del Freser, desde las cercanías de las pistas de Vallter sale un sendero que se adentra en el parque. En una sala de estar del hotel La Coma hay una antigua fotografía de unos excursionistas frente al que fue el primer refugio de la península, el de Ulldeter. Pese a que hoy en día no quedan en pie más de cuatro piedras —un nuevo refugio se alza a poca distancia—, decidimos caminar hasta allí como forma de rendir homenaje a aquellos primeros excursionistas, en muchos casos relacionados con el movimiento de la Renaixença, a los que en parte debemos nuestra manera de acercarnos a contemplar y entender las montañas pirenaicas. Hasta bien avanzado el siglo XIX, la cartografía de los Pirineos respondía a razones bélicas: esas montañas eran un obstáculo incómodo que había que sortear. Con la llegada de los caminantes, primero del lado francés y más tarde del catalán, el carácter de la cartografía se torna naturalista y hay un interés creciente por temas más sociales, como el arte y el folclore del paisaje montañoso.


Tras visitar los restos del refugio nos acercamos hasta el nacimiento del río Ter, apenas un hilo de agua que emana entre las piedras. Los cursos de agua, los nacimientos de ríos en particular, siempre han generado todo tipo de leyendas vinculadas a los duendes y sobre todo a los espíritus femeninos de las hadas por analogía como fuente de vida. Muy cerca de la surgencia de las aguas podemos ver algunos fragmentos de gneis, las rocas más antiguas de Cataluña, cuyo origen se remonta al nacimiento de los Pirineos.
Antes de dar la vuelta avanzamos un poco más, hasta el coll de la Marrana, a 2.500 metros de altitud, desde donde tenemos buenas vistas de los valles de los ríos Ter y Freser y de picos como el Bastiments y el Gra de Fajol que un par de días antes habíamos visto desde la distancia. En el camino de regreso nos encontramos con un grupo de rebecos. Ajenos a nuestra presencia, siempre que guardáramos la distancia que ellos creían prudencial, pastaban con tranquilidad. El agudo silbido de algunas marmotas era el único sonido que llegaba hasta nuestros oídos.

Joan Maragall, uno de aquellos hombres de la Renaixença, hizo varias estancias en los Pirineos, tanto por devoción a la naturaleza como por su delicada salud; el aire y la temperatura de la gran ciudad le causaban diversos males. De aquellos viajes surgieron los poemas conocidos como Pirinenques. En algunos de esos versos aparece la niebla igual que aparecía ahora, levantándose en el momento de nuestro regreso para negarnos la visión de los picos circundantes. A la fría caricia de estas tierras, como se refirió el poeta a este fenómeno meteorológico, le escribía de esta manera:
Al tard, de dins les valls
la boira va aixecant-se,
i amb ella emmantellant
se va solemnement l’alta muntanya.
Por la tarde, del interior de los valles
la niebla se va levantando,
y con ella enmantelando
se va solemnemente la alta montaña.
Joan Maragall, Pirinenques (I)

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