Chauen está asentada en las estribaciones del Rif Occidental, a los pies de los montes Tisuka y Megu. Sus raíces bereberes y el posterior legado de los sefardíes de Al Andalus han dado a sus calles ese aspecto tan familiar, que nos traslada a muchos de los pueblos de Andalucía. La multinacional Sony escogió a Júzcar, hace un par de años, como el pueblo de los pitufos. Pero en Chauen llevan varios siglos pintando de azul sus fachadas. Una leyenda árabe cuenta que Chauen nació del amor de un jeque por su cristiana esposa. Al ser expulsados de Vejer de la Frontera, el marido, viendo la nostalgia y tristeza de su esposa, construyó una ciudad a imagen y semejanza del pueblo gaditano. Los libros nos confirman el origen real de Chauen, fundada en 1471 por los Jerifes Abu Yumas el-Alami y su primo Ali Ben Rachid para contener las invasiones de los portugueses asentados en Ceuta. En 1492, tras la toma de Granada por los Reyes Católicos, la ciudad acogió a los moriscos y sefardíes expulsados de España, que sentaron las bases de lo que sería la reconocida arquitectura de Chauen con esas casas encaladas de tejados inclinados y frescos patios. Las primeras manos de pintura azul las dieron los sefardíes, ya que se consideraba un efectivo repelente de insectos. Aunque algún romántico como el poeta Mohamed Maimouni aseguraba que se debía a la añoranza del Mediterráneo.
Una ciudad cerrada
Durante muchos años, la ciudad tuvo prohibida la entrada a los extranjeros, especialmente a los cristianos, hecho que contribuyó a aumentar las ganas de visitarla por parte de algunos aventureros europeos. El periodista británico Walter Harris, disfrazado de rifeño, quiso saber qué había en una ciudad que se encontraba a treinta horas a caballo de Tánger, en la que era imposible que entrara un cristiano. Lo que verdaderamente le costó fue salir de allí cuando descubrieron su presencia en la población. El aventurero Charles de Foucauld se paseó con más libertad con su disfraz de rabino y la descripción que hizo de Chauen en 1882 sigue vigente: “Eran las seis de la mañana cuando llegaba. A aquella hora, los primeros rayos de sol, dejando aún en la sombra las masas oscuras de las altas cumbres que dominan la ciudad, doraban apenas las puntas de los minaretes, el aspecto era de una belleza irreal. Con su viejo torreón de aire feudal, sus casas cubiertas de tejas y sus arroyos que serpentean por todas partes”.
Tampoco quedan anticuadas las palabras de Arturo Barea en La forja de un rebelde, de 1959. Contaba que se enamoró de Chauen por sus calles quietas en sombra, en las que repercute el eco de los borriquillos, su muecín salmodiando su plegaria en lo alto del minarete, sus mujeres tapadas y envueltas en la amplitud de las blancas telas que no dejan nada vivo en sus ropas fantasmales, más que la chispa de sus ojos.
Las tropas españolas ocuparon la ciudad en 1920. Fueron expulsadas en 1924, volviendo a retomarla en 1926 y conservándola como parte del Protectorado hasta la independencia en 1956. Cual no sería la sorpresa de los soldados al escuchar a parte de la población hablar ladino, lengua que había desaparecido en Castilla hacía casi cuatro siglos.
Deambulando por la medina
La ciudad antigua nace, igual que el río, en una ladera junto a la fuente de Ras el Mâa. En el camino que remonta el río homónimo se pueden ver un par de molinos en desuso y a las esquivas mujeres jebli blanqueando la ropa en los lavaderos, ataviadas con el característico mandil. Desde allí parte un sendero de unos dos kilómetros hasta la mezquita Buzaafar, conocida como la Española, desde la que se tiene la mejor vista panorámica de Chauen. Construida para obligar a los musulmanes a rezar fuera de la ciudad, éstos se negaron a utilizarla y ha estado en estado de abandono mucho tiempo. Ahora hay un proyecto para convertirla en centro cultural. Ya de vuelta, tras cruzar la puerta Bab Onsar, se entra en la medina. Allí encontraremos las características viviendas de la ciudad plantadas en empedradas y angostas callejuelas.
La ausencia de coches, el murmullo del río y el aire de las montañas, convierten a esta medina en una de las más singulares de Marruecos. La plaza Uta el-Hammam, con sus cafés orientados a turistas, toma su nombre de los primitivos baños allí construidos. Alrededor de la plaza se encuentran algunas de las principales construcciones de la ciudad. Con las montañas como fondo, tenemos los rojizos muros de la Kasba (ciudadela), cuya construcción está directamente relacionada con la fundación de la ciudad en el siglo XV. En el interior se pueden hacer dos interesantes visitas. Por un lado la cárcel, donde el óxido de argollas y grilletes nos cuenta antiguas historias de prisioneros. Por otro, un pequeño museo etnográfico con una importante colección de arte popular del País Jebli, como los bordados, baúles pintados o los instrumentos musicales de la región de Chefchauen.
Chauen es una de las ciudades santas de Marruecos. La cercana tumba de Djebel el-Alam contiene los restos de un descendiente de Moulay Idriss, nieto de Mahoma. Este hecho explica que su pequeña medina albergue hasta ocho mezquitas, destacando las de Sidi Buhansa, Onsar y Rif al Andalus, en el barrio del mismo nombre creado por los andalusíes, y por encima de todas la mezquita Kebir (grande) en la propia plaza Uta el-Hammam, con la curiosa característica de su minarete octogonal, un añadido del siglo XVIII a la primera construcción llevada a cabo en 1560. En un rincón de la plaza está el fonduq Chfichu, un antiguo caravasar de tres plantas que con sus cincuenta habitaciones daba albergue a las caravanas de comerciantes que provenían del desierto.
A solo unos pasos de la plaza principal se abre otra más pequeña, la plaza Demnat Majzen, con sus pequeños tenderetes de tejidos. Los días de mercado es posible ver a las mujeres en cuclillas vendiendo manojos de hortalizas o menta recogidos en los campos cercanos. Desde allí, la lógica dice que apareceremos en la plaza Kenitra, con su bella fuente mural, pero la lógica en las medinas marroquíes no sirve para orientarse. Recorriendo la muralla se toma conciencia del antiguo carácter de ciudad fronteriza con las tribus disidentes del País Jebli. Tal era la brutalidad de las luchas entre tribus rifeñas que se solía tachar de cobarde al hombre que llegaba a anciano. Varias puertas recorren el perímetro amurallado, como Bab Suk o Bab el Ain desde donde se llega a la plaza Mohamed V, ya en la Ville Nouvelle, para ver la iglesia construida por los españoles.
La medina de Chauen tiene el tamaño adecuado para no perderse. Entre azules claros, añiles, celestes e índigos, refulgentes hasta casi cegar, encontraremos borricos que apenas asoman las orejas entre la carga, mujeres que acuden a los hornos con el pan y las galletas amasadas, en bandejas que portan con gracias en el costado, y niños practicando juegos que creíamos desaparecidos. Hay que dejarse llevar, aparecer en el restaurante Granada y dejar que el cocinero te sirva, alojarte en una de las pensiones, como La Castellana, y tomar un té con Anouar, el chaval que trabaja en el turno de noche. Hay que ser fuertes y evitar los cantos de sirena de los chavales, algunos ya no tanto, de los restaurantes de la plaza principal, enormes trampas para turistas.
El azul de Chauen
Actualmente, el característico color azul de Chauen nada tiene que ver con las primeras noticias que se tienen de su uso, cuando los sefardíes lo utilizaban para ahuyentar a los insectos. Corría el año 1996 cuando un grupo de conocidos intelectuales de la ciudad, entre los que se encontraban pintores, arquitectos o maestros, decidieron que en sus manos estaba hacer alguna cosa para preservar la ciudad del deterioro. Una mañana temprano, equipados con 50 kilos de cal y 16 kilos de pintura azul añil, se trasladaron al barrio Rif al Andalus. Los brochazos en las casas y puertas de una de sus calles hicieron de improvisado despertador y al amanecer se empezaron a unir tímidamente algunos vecinos. Para el siguiente año ya fueron 800 los kilos de cal y 300 los de pintura. El material y la total colaboración vecinal dieron para que reluciera el barrio entero. La iniciativa continuó por el resto de la ciudad y se concretó en la asociación Rif al Andalus, para promover la conservación del patrimonio de la ciudad. Esa iniciativa ya camina sola y cada año, en los meses de verano, es posible ver a los habitantes de la medina de Chauen dando una mano de pintura azul a sus casas.
Muchas gracias Rafa. Bonito post y actualizadísimo Chaouen.