En el mismo Sahara han convivido desde hace siglos etnias de distinto origen. Estos hijos del desierto, acostumbrados a vagar por las interminables extensiones arenosas que conforman su enorme casa, eran ajenos a las ideas de fronteras y pasaportes. Pero los tiempos cambian, y la división territorial de África acabó llamando Sáhara Occidental a una delimitada porción de este desierto ocupada por los españoles. En 1975 Marruecos invadió el país obligando a buena parte de la población a huir hacia el este hasta cruzar la frontera argelina. Allí, en el vilayato (provincia) de Tinduf, se formó un asentamiento provisional para combatir al ejército marroquí. Lo que nadie imaginaba entonces es que acabaría convirtiéndose en el campamento de refugiados más longevo del mundo.
Campamentos en Argelia
Unas 300.000 almas se reparten entre cuatro campamentos llamados en una irónica nostalgia como las ciudades más importantes de su tierra ocupada. Un Gobierno con sus correspondientes ministerios se materializan en edificios espartanos donde la arena del desierto se entromete hasta los pasillos y despachos. Desde allí se gestionan colegios, sencillos dispensarios de salud e infraestructura varia que cubren desde la recogida de residuos hasta medidas sociales, además de una cadena propia de radio y televisión. En algunos de los más de 80 países que reconocen a la República Saharaui hay además embajadas y consulados. Así contado, cuesta creer que estemos hablando del hogar de personas exiliadas.
Un programa humanitario consigue que a veces una daira (algo así como un barrio dentro de cada campamento) sea una fiesta. Visitantes del Sáhara ocupado por Marruecos vuelan bajo un estricto control de Naciones Unidas para reunirse con sus familiares durante un corto periodo de tiempo. En muchas ocasiones es la primera vez que se ven desde el comienzo del conflicto y en otras sencillamente no se conocen. Bailes y canciones tradicionales se prolongan durante toda la noche festejando el reencuentro y su identidad cultural. También consiguen olvidar, por unas horas, el conflicto que ha destrozado la unión familiar por casi cuatro décadas.
Una experiencia única
Convivir una temporada en las jaimas —esas enormes tiendas tradicionales del desierto— en cualquiera de los campamentos es la posibilidad de observar cómo sobrelleva cada generación el exilio. La bienvenida está asegurada y un interminable saludo heredado de los antepasados nómadas donde se pregunta no sólo por cómo se está sino por cómo se encuentra cada miembro de la familia, del pueblo, amigos y otras personas dan paso a la imperativa ronda de tés: uno amargo como la vida, otro dulce como el amor y un último insípido como la muerte.
Desde la tranquilidad de la jaima se ve y escucha corretear desde primera hora a niños de apenas cuatro o cinco años a los que las palabras refugiado, conflicto o libertad suena a chino. Han nacido, como todos los del mundo, para conjugar el verbo jugar y con la maestría en ese campo propia de su edad pasan el día correteando entre risas. Viven ajenos a que sus escasos juguetes y ropas hayan sido obtenidos en campañas solidarias en otros países, a que juegan en una tierra distinta a la de sus padres y sobre todo a que ese hecho condiciona la vida de todo cuanto les rodea.
Veranos en España
Más mayores, los adolescentes chapurrean algo de español gracias a los programas que les permiten pasar algún verano con familias españolas. Te preguntan por tu ciudad y siempre alguno que ha estado en ella salta con un “¿Conoces a Paco y Carmen? Estuve en su casa hace dos veranos”. La ingenuidad de la pregunta refleja la familiaridad con que se vive en los campamentos, donde la camaradería es clave al ser los trabajos inexistentes y la escasez de dinero generalizada. Saben que los aviones que aterrizan en la cercana pista de Tindouf traen el arroz del que se alimentan, y cuando la megafonía lo anuncia a alguno le toca acompañar a su familia a recoger su correspondiente comida. Empiezan a entender las normas del mundo que les ha tocado vivir.
Siguen, en orden ascendente de edad, aquéllos que pasada la veintena llegan a la edad del matrimonio. ¿Tendrías un hijo sabiendo que va a nacer, y si nada cambia vivir, en un campamento de refugiados? ¿Cómo planteas el futuro de su infancia sabiendo la enorme incógnita que rodea al tuyo? No deja de ser curioso el comportamiento humano que tiende a normalizar la vida independientemente de cuales sean las circunstancias en que ésta transcurra. En el contexto saharaui no reproducirse es, de alguna manera, ayudar a la extinción de su propio pueblo, y esto es condenarlo al fracaso de su lucha. Por eso cada niño correteando por los campamentos es un arma pacífica para una lucha cada vez más larga. Y un canto a la esperanza.
Recuerdos de una vida anterior
Los más mayores hablan con cierta nostalgia. Son pescadores, comerciantes, conductores, artesanos o pastores que un día se vieron convertidos en guerrilleros por defender a sus propios congéneres y a su tierra. Hablan sin tapujos —a veces con la mirada perdida—de su vida antes del exilio y de la propia guerra. En la nebulosa de historias que cuentan se siente que el conflicto y un exilio obligado en condiciones poco dignas han ocupado la mayoría de sus años y frustrado la gran mayoría de sus sueños y aspiraciones.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero hace tiempo que en el Sahara comenzó a menguar. Los sistemáticos olvidos por parte de otros países o la misma Naciones Unidas van haciendo mella hasta en un pueblo capaz de reconstruir su país en mitad de la nada. Un “¡Vayamos de nuevo a la guerra!” es a veces propuesto como solución por no pocos saharauis que cada atardecer cuentan otro día más en que la salida pacífica y política les parece poco realista. Conscientes de la importancia geopolítica y económica de su tierra, saben que 300.000 personas son irrelevantes frente a la codicia de los pocos que gobiernan, y que mientras nada cambie seguirán calentando té en la cárcel a cielo abierto que suponen los campamentos.
El Sahara…