Puig i Cadafalch dijo que las catedrales que siguen el modelo de las de Francia son «complicadas, conceptuosas, de una estabilidad maravillosamente invisible, llenas de trágico misterio». La catedral de Tortosa tiene más similitudes con el modelo francés que cualquier otro templo gótico catalán.
En el año 1346, se contrató como maestro mayor de la catedral al picapedrero Bernat d’Alguaire; su taller estaba levantando algunos de los monumentos góticos más importantes de la Corona de Aragón. En esa época, era costumbre enviar de viaje a los propios picapedreros o a sus emisores para, directamente, copiar las obras más prestigiosas, que en este caso se estaban levantando en el país vecino. Así que se encargó a Alguaire que viajara a Aviñón, la ciudad de los papas, para hacer dibujos y traerlos a Tortosa. En la Edad Media, la ciudad era uno de los puntos clave en la Corona de Aragón: sus dominios abarcaban una enorme extensión territorial, recibía grandes rentas eclesiásticas vinculadas a la mitra —era la cabeza visible del obispado más extenso— y contaba con gran poder municipal. Estos hechos justificaban que Tortosa tuviera una gran catedral y un palacio episcopal. El poder económico residía en su puente, el único que atravesaba el río Ebro entre su desembocadura y Zaragoza; aquel que quería ir desde Valencia a Barcelona tenía que pasar por la ciudad y hacer noche, con lo que eso suponía para el control sobre la navegación y el comercio fluvial.
Pero retrocedamos un par de siglos en el calendario, porque en Tortosa no se construyó una catedral, sino dos. Aunque de la primera, iniciada en el siglo XII, no queda rastro. En el proceso de expansión de la Catalunya cristiana, la taifa de Tortosa fue conquistada, en 1148, por el conde de Barcelona Ramon Berenguer IV y sus aliados. Diez años después, arrancaron las obras de una catedral que se abrió al culto después de dos decenios de trabajos, lo que no significa en absoluto que estuviera acabada: casi doscientos años después todavía se estaban construyendo capillas en la catedral románica, pero ya con los parámetros del gótico. ¿A quién debemos el magnífico templo que hoy se alza sobre el río? Parece ser que la génesis de la catedral gótica fue voluntad del obispo Desprats. En una carta, fechada en diciembre de 1339, pide una nueva iglesia que según sus palabras tenía que ser más amplia, más hermosa y apta que la anterior, que posibilitara loar el nombre del Señor de una manera más solemne y adecuada. Las obras de la catedral se prolongaron durante más de 400 años, la empezaron en estilo gótico y la acabaron —es un decir— en barroco.
Volvamos al maestro Bernat d’Alguaire. Tras su viaje por Francia, parece ser que puso la primera piedra del edificio religioso en 1347, pero al año siguiente llegó la peste negra y no se volvieron a tener noticias de él. Con la expansión de la enfermedad y el diezmo de la población, no era el momento de continuar con una obra de tal magnitud. El proyecto se retomó en la década de 1370, pero los trabajos no cogieron ritmo de crucero hasta la de 1380, no sin serias dificultades por el camino. En una comida de picapedreros, entre los que se conjetura que pudieron estar Bernat Roca y Pere Moragues, estos manifiestan sus dudas sobre la conveniencia de seguir adelante con unas obras que habían estado paradas tanto tiempo. 1441 es un año clave en la historia de la catedral, tras casi cien años de trancas y barrancas se consagra el altar mayor, que ha estado en uso desde entonces. Justo en esa época coinciden dos nuevos entretiempos: las dificultades financieras, ya que parece ser que era complicado conseguir que los que estaban obligados a pagar quisieran hacerlo, y la inestabilidad del terreno. El Ebro, espejo del templo y responsable de una parte de su magnificencia, era a la vez su mayor enemigo. El río cada vez estaba más cerca, y en la cimentación del primer pilar de la nave ya se manifestó cierta preocupación por la estabilidad del edificio. Problema que, lejos de solucionarse, continuó amenazando al edificio religioso hasta mucho tiempo después. A finales del siglo XVIII, el maestro de obras Francesc Melet, plantea introducir cuñas de madera en las plementerías de la parte delantera de la capilla de Sant Josep para contrarrestar el movimiento, porque «se hallan en estado de venirse hacia abajo, a causa de que la obra se marcha hacia el río», según sus palabras.
Si el templo gótico se comió al románico y a cualquier otra estructura precedente, la capilla de la Cinta y la sacristía rompieron con la hegemonía del estilo gótico. Se buscó la funcionalidad y la representatividad a base de la pompa y la ostentación que se valoraban en el barroco. No se escatimó en lujos, con el uso de mármol de Carrara, ni en la complejidad de la iconografía: cualquier cosa era poco para venerar la Santa Cinta de la Virgen que se llevaba a la corte de Madrid en cada nuevo embarazo real. Aunque esos excesos que trajo el barroco no fueron del gusto de todos. El canónigo Josep Matamoros, primer cronista de la catedral, dijo que ese nuevo estilo rompía con la harmonía y reflejaba el mal gusto de la corriente renacentista. Cuentan las malas lenguas que Martí d’Abària, arquitecto responsable de la fachada de la catedral, dimitió porque sintió escrúpulos al poner el proyecto en ejecución. Otras reflexiones, no pocas, cargaban contra el “raro capricho” que había tenido el arquitecto.
Actualmente, el conjunto catedralicio se puede contemplar casi como un tratado de la historia de la arquitectura, al que sin embargo le falta escribir un último capítulo, el que podrían aportar los arquitectos de nuestro tiempo para que llegáramos a verlo concluido. Cosa que no sabemos si llegará a ocurrir, como ya sospechaba el cronista Matamoros: «La Tortosa pequeña y pobre pudo alzar la catedral, dejándola como al presente la admiramos. La Tortosa grande, rica y plena, dudamos que tenga arrestos para terminarla. Y no los tendrá quizás, porque hacer milagros no es cosa que se compre a fuerza de millones. Quienes levantaron la catedral no tenían millones. Apenas si disponían de unos miserables sueldos: pero en cambio tenían la fe que traslada las montañas. Y así se hizo el milagro».
Museo catedralicio Sillería del coro
Desde 1930, la catedral de Tortosa es Monumento Nacional y desde 1970 forma parte del centro histórico protegido. Pese al reconocimiento al valor arquitectónico que le aportaban estos títulos, aún faltaba una intervención más para que la fachada tuviera toda la luz que merece. En su visita a la ciudad, el escritor Josep Pla puso en palabras el sentir de una buena parte de la ciudadanía: «Esta fachada tiene una tan estrecha y comprimida visualidad que uno queda desilusionado. La catedral debería tener por delante un gran espacio de aire». Desde el inicio, la catedral había quedado encajonada entre casas de diferentes alturas, como muestra el dibujo que hizo el dibujante paisajista flamenco Anton van den Wyngaerde en 1563.
Con el derribo de las conocidas como “casas de la catedral”, en el año 2015, se empezó a llenar el espacio entre la fachada y el río del aire que reclamaba Pla. Durante el periodo de obras aparecieron elementos de gran importancia patrimonial: una parte de la muralla romana, un ábside de un edificio de culto, los depósitos de una antigua fábrica de garum y elementos que se vinculan a las puertas fluviales de la ciudad.
Espai Cota 0
Con la apertura del espacio Cota O, todos esos restos son visitables y nos permiten conocer el pasado de Tortosa a través de una acertada museización. Jacobo Vidal Franquet, en su libro Gènesi i agonies de la catedral de Tortosa, opina que el templo ha perdido verticalidad —antes el reducido espacio obligaba a alzar la vista para verla completa — y ha ganado defectos que quedaban disimulados, como el complicado encaje entre el gótico y el barroco. Pero lo cierto es que desde el otro lado del río, la imagen que devuelve la fachada fluvial de Tortosa es la de una gran ciudad, con la orgullosa catedral en primer término y el castillo de la Suda coronando el promontorio. Como si la presencia de esos monumentos se empeñara en llevar la contraria a Cristòfol Despuig, quien en los Col·loquis de la insigne ciutat de Tortosa (1557) dijo que la ciudad «es tan poca al respecto de lo que debería ser que no es casi nada».
Más información sobre Terres de l’Ebre y las visitas a la catedral de Tortosa en la página del Patronato de Turismo.
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