Cuando caminamos por el centro histórico de San Cristóbal de la Laguna, declarado Patrimonio de la Humanidad, y vamos prestando atención a sus fachadas, vemos parecidos con La Habana, Quito o Cartagena de Indias, por poner algunos ejemplos entre las ciudades con arquitectura colonial del Nuevo Continente. No es nada extraño, el trazado de la ciudad tinerfeña sirvió de modelo a muchas ciudades y pueblos de América.
Vamos con la historia. La isla de Tenerife estuvo poblada por los guanches durante siglos, mucho antes de que llegaran los españoles con patente de corso de la corona para extender los límites de ese territorio donde decían que no se ponía el sol. Mandaba las tropas Alonso Fernández de Lugo, el Adelantado. Por lo tanto fue el primero en ver las pedradas con las que sus hombres fueron recibidos por el pueblo guanche. Era el año 1494. Tras esa derrota —dicen que ha sido la mayor infringida a un ejército español— el Adelantado insistió de nuevo para, esta vez sí, hacerse con el mando de la isla. En una conversación entre Alonso de Lugo y el rey guanche Taoro, recogida en la crónica de Abreu Galindo, el Adelantado le dijo al rey que venían a procurar su amistad y a que fuesen cristianos. Taoro le contestó que en cuanto a la paz y la amistad que pedían, él las admitía de buena voluntad con tal de que se fuesen de su tierra, que él les daría todo cuanto hubiesen menester; pero que no sabía qué cosa era cristiano…
Las obras para empezar a construir una ciudad y repartirse el botín de tierras, dieron pie a la batalla de Aguere. Como la batalla tuvo lugar el día de San Cristóbal, en honor al santo levantaron una ermita y fundaron la ciudad. Si hacemos caso a edictos, bandos y concesiones varias, el nombre correcto sería Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia San Cristóbal de la Laguna. Aunque todo se ha quedado reducido a un simple y cómodo La Laguna, término mucho más apañado a la hora de encargar señales. La situación geográfica de La Laguna no fue escogida al azar: estaba lo suficientemente lejos de la costa para evitar a los piratas, era lugar de paso obligado, por tanto de peaje, para ir de un lado a otro de la isla; y la tierra era ubérrima debido al particular clima de esta isla de interior. El Adelantado, como era costumbre en época de conquistadores, se quedaba con el Quinto Real además del control del cotarro de la venta de los indígenas como esclavos. Luego pasaría al comercio del azúcar, hasta que sus hijos, con cierta prisa por heredar, lo mandaron cicuta mediante a reposar en la Catedral, edificio que recuerda en su exterior al barroco minero de Brasil.




La ciudad había crecido sin planificación, en función de las tierras otorgadas, hasta que se plantea el modelo renacentista de cuadrícula y convierten el trazado lagunero en un tablero de ajedrez, como demuestra el plano del arquitecto Leonardo Torriani. Ya habíamos quedado que, entre sus habitantes, lo normal es el tuteo, dejando los santos para otras cosas: La Laguna a secas. Y tan a secas. Cuando el acuífero junto al que creció la ciudad es más un estorbo que un lugar del que sacar provecho, plantan toda la zona con eucaliptos, ese Pantagruel, verdadero yonqui de la naturaleza, para secar la laguna y seguir atendiendo las necesidades de expansión demográfica.
Damos un salto en el tiempo. En el siglo XVIII, la ciudad vivió su auge cultural, el de las tertulias bajo el mecenazgo de las grandes familias como los Nava. Famosos fueron los saraos que organizaban en su palacio. Viajeros, intelectuales y algún que otro cura —de ahí la vista gorda que hizo la iglesia ante unas competencias que les eran exclusivas hasta entonces— debatían sobre cómo arreglar el mundo, intercambiaban libros prohibidos o hablaban de buenos vinos. Y en estas llega el turismo, que ha ido aumentado exponencialmente desde la inclusión de La Laguna en las listas del Patrimonio de la Humanidad. La pregunta es, después de tanta conquista, modelo de ciudades, tertulias y demás, ¿qué nos ha quedado? Pues prácticamente todo. El tiempo ha sido benévolo con La Laguna y en sus calles, que todavía conservan ese trazado de ensanche barcelonés, encontramos alrededor de 600 edificios de los siglos XVI al XVIII.




Casi inmarcesible, como la describió Miguel de Unamuno: “…calles espaciadas y rectas, aquel despejo, aquel aire de rigodón monástico, algo ceremonioso, todo aquello en que se adivina una creación señorial del siglo XVIII, la diferencia de las rudas, viejas ciudades castellanas… La Laguna está vestida de casaca o de hábitos de frailes si queréis […] Tertulia en los conventos y en las Casas Señoriales, chocolate a media tarde, monjas reposteras”. La casaca a la que alude Unamuno es la arquitectura religiosa que encontramos en cada esquina: espíritus, santos y vírgenes marías, capillas, conventos, ermitas, calvarios, iglesias. Herencia de un época en la que el poder civil y eclesiástico iban de la mano, aunque con intereses, mirando cada uno para su lado. Comportamiento escenificado en la curva de la calle de la Carrera, la única que no es recta en el casco antiguo con el fin de que no se vieran unos a otros: Alonso de Lugo no veía desde su casa, en la plaza del Adelantado, la iglesia de la Concepción. En el interior de la iglesia se conserva una pila bautismal de la época de la conquista, por donde hacían pasar al guanche por la piedra del cristianismo.
La iglesia del Cristo es otro de los lugares de culto destacados. Su altar de platería es una obra de exquisita manufactura para las beatas que rezan el rosario y una especie de hebilla de cinturón rockabilly para los escépticos ateos. Algunos de los conventos todavía están habitados. Es el caso de Santa Catalina, donde las monjas de clausura encuentran en los agujeritos del ajimez su particular ventana al mundo para desconectar del rezo, que las une a Dios, y del trabajo, que las lleva a la tahona para elaborar los dulces monásticos. Cada 15 de febrero exponen a la monja incorrupta guardada entre las paredes del convento, junto al museo donde se expone el cilicio con el que se mortificaba.
Muchas de las grandes casonas de la ciudad están ocupadas por organismos públicos y entidades que han garantizado la conservación de las mismas. El color pastel de las fachadas de La Laguna es el sello de identidad, lo primero que salta a la vista. En un repaso más detallado encontramos la piedra volcánica y el robusto pino canario como materiales más utilizados en la construcción. Casi todo muy autóctono, excepto las ventanas de guillotina, de manufactura inglesa pero introducidas en la isla por los portugueses que mantenían relación comercial marítima con Inglaterra. El uso de la madera, principalmente en las columnas de los característicos patios interiores, el artesonado de casas e iglesias y las vigas, tuvo su repercusión negativa en una deforestación que avanzaba a unos pasos que la isla no podía permitirse.




Por suerte, eso está controlado hoy en día. Para comprobarlo, no hay más que acercarse al Parque Rural de Anaga. Una serie de senderos recorren el parque y se adentran en el bosque de esa reliquia natural que es la laurisilva. Caminando por Anaga, se entiende mucho mejor el particular clima que convierte a La Laguna casi en una isla dentro de otra. El mar de nubes que flota sobre Anaga llega gracias al empuje de los alisios, y hasta que no dejan parte de esa humedad que llevan no siguen su camino. Ya que estamos por las afueras, en el municipio de La Laguna, aprovechamos para acercarnos a los acantilados de Chinamada y ver terrazas escalonadas de cultivo que nos recuerdan a las asiáticas, o hasta Punta del Hidalgo donde el Atlántico bate con fuerza contra el faro y marca los límites a las ínfulas conquistadoras de cualquier erupción volcánica.




Volvemos a La Laguna. El museo de Historia y Antropología de Tenerife ocupa las dependencias de la casa Lercaro. En las diferentes salas podemos conocer cuales fueron los antiguos oficios de la isla, como el de las gangocheras, vendedoras ambulantes que recorrían los caminos descalzas y cargadas con un gran cesto donde llevaban su mercancía. Ya a finales del siglo XV la isla de Tenerife, por su condición de isla de realengo, mantenía una situación especial en cuanto al pago de impuestos. Las idas y venidas de los tinerfeños se ven reflejadas en los billetes de barco con destino a Cuba y las cartas enviadas desde Venezuela expuestas en las vitrinas del museo. Queda la Universidad. La etiqueta de ciudad universitaria va acompañada de todos sus matices: una media de edad joven, altas dosis de manifestaciones culturales, también un punto de melancolía al volver a casa los viernes; y, sobre todo, marcha, mucha marcha. En el área conocida como Cuadrilátero intentan, cada noche, aguantarle a Baco el mayor número de asaltos.
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