Durante los días que he pasado en Si Phan Don, zona del sur de Laos que se traduce como las 4.000 Islas, me he levantado lo justo de la hamaca que tenía en la terraza de mi bungaló de madera sobre el Mekong, en la isla de Don Det. No he sabido nada sobre el mercado de fichajes —tampoco es que me interese el tema—, sobre el plasma de Rajoy, Grecia o los lugares de veraneo de las starlettes de la tele. Pero sí he tenido conocimiento de otros datos curiosos: nueve pasos me separaban de los tres escalones de bajada del bungaló, una barca tardaba una media de 49 segundos desde que empezaba a escucharla hasta que pasaba por delante de mí y una vez tumbado en la hamaca, ésta se balanceaba siempre más de 37 veces hasta que se detenía. Eso si no la paraba yo poniendo la mano en la balaustrada de 22 piezas de madera.
Podría decir que de los lugares que he visitado en el Mekong, en Si Phan Don es donde la dependencia del río es más latente. En él juegan los chavales, aprovechando cualquier punto con un poco de altura para lanzarse al agua haciendo volteretas, hacia atrás los más agiles; de allí viene una buena parte de su sustento con la pesca diaria, la tarde se aprovecha para dedicarle tiempo a la higiene personal, enjabonándose a conciencia, sumergiéndose un par de veces para aclararse y listos. Por la tarde solía llover con intensidad, el monzón había llegado definitivamente. El Mekong, que en ese punto de su recorrido llega a alcanzar los catorce kilómetros de anchura, los engulle durante los meses de lluvias, cuando la crecida se traga algunas de las islas. Pero la vida sigue sin aparentes cambios. Las precarias embarcaciones continúan navegando, vi a un barquero que dirigía el timón con una mano y con la otra achicaba agua con la ayuda de medio bote de detergente de color rosado. El dueño del alojamiento tomaba un té asomado al río, soplando y sorbiendo, mientras el agua que golpeaba fuertemente en el suelo le salpicaba hasta la altura de la cintura.
Para levantarse no hacía falta poner el despertador. Los gallos cantaban sin perder aliento desde las cinco de la mañana, durante dos o tres horas seguidas y las primeras embarcaciones que navegan por el río alertan con sus viejos y ruidosos motores. Así que bien temprano ocupaba mi sitio en la hamaca. Uno de los días, a las 7.30 de la mañana pasó una cosa maravillosa. Frente a mi cabaña había unos matorrales, a la orilla del río. De allí levantaron el vuelo cientos, tal vez miles de insectos —de una especie que no reconozco— de color rojizo, cuerpo avispado y con dos pares de alas. Volaban torpemente, no sé si porque les molestaba la llovizna que caía en ese momento o porque era su primer vuelo. Por eso eran presa fácil para algunos pájaros que se dieron un buen festín para el desayuno. Qué curioso y desconocido el mundo de los insectos, con el que tuve entretenimiento cada día en una especie de ejercicio de entomología para necios, consistente en ver, sorprenderse y llamarlos a todos simplemente bichos.
Por la noche encendía la luz de bajo consumo que había en la terraza del bungaló, esa pequeña plataforma sobre el Mekong era un buen lugar para escribir y repasar las fotos del día. Podía arriesgarme, no había demasiados mosquitos y el repelente era efectivo. Al momento acudían a la luz un escuadrón de mariposas nocturnas. Y detrás de ellas, los gecos. Era la hora de la cena de estos sigilosos y hábiles cazadores. Pocas mariposas se escapaban y aunque alguna lo hacía, eran tantas que apenas tenían que esforzarse. Dos, tres rápidos pasos y otra al buche. Se paraban a masticar y a por otra más. Llegó un momento en que se dieron una tregua y la luz volvió a estar rodeada de mariposas, a las que se unieron otros insectos, otros bichos. Los gecos estaban llenos, parecían más gordos y sus movimientos eran más pesados, hasta el punto de que algunos insectos les pasaban caminando por encima. Pese a ello, a uno de ellos le podía la gula y de vez en cuando giraba el cuello con apatía, con cierta desidia, para seguir comiendo y masticando con muy poca convicción, sin apetito.
Don Det es una isla más tranquila de lo que sugiere la llegada al embarcadero principal, los primeros cien metros de la isla se parecen peligrosamente a Vang Vieng. Cuando me decidí a levantar el culo de la hamaca pude confirmar lo de siempre: la plaga se concentra en esos pocos metros, ese (su) espacio vital con happy hour y capítulos de Friends non-stop. En muchos lugares alquilan bicicletas por 10.000 kips diarios, apenas un euro, así que me puse a pedalear camino a Don Khon, la isla vecina, ambas unidas por un puente con un peaje de 35.000 kips que incluye la entrada a las cataratas de Tat Somphamit. Hasta allí me fui para ver a los pescadores.
Las cataratas llegaban con medio caudal por estar al principio de la temporada de lluvias, aún así el peligro era evidente. Los pescadores se juegan la vida para llevar un plato de pescado a su mesa con el que alimentar a sus familias. Si el día se da bien, las mujeres podrán vender en el pueblo el pescado sobrante. Caminan sobre afiladas y resbaladizas rocas como si lo hicieran por el más firme de los pisos y cuando la fuerte corriente se interpone en su camino construyen con bambú precarias pasarelas o hacen ejercicios propios de funambulista, caminando sobre un cable calzados con chancletas. Cuando juntan varios peces pequeños improvisan una fogata y entretienen al estómago hasta que sale el premio gordo. Vi bajar por unas rocas, junto a una caudalosa catarata, a un padre con su hijo, ambos red en mano. Conocían perfectamente el comportamiento de la corriente, sólo así se explica que entraran en el agua junto al lugar donde batía. El niño no tendría más de ocho años, permaneció agarrado a una roca con una mano y tirando la red con la otra. Para el padre quedó la zona más peligrosa, aquella a la que accederá el niño en pocos años si la construcción de las presas se lo permiten. Presas que podrían cambiar drásticamente el modo de vida de los isleños y de otros habitantes del Mekong, poniendo fin a tradiciones milenarias.
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