Estaba leyendo el libro Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, cuando tropecé —hay veces en las que tropiezas y te caes dentro de un libro— con una de esas frases que te obligan a sacar el lápiz para subrayar: “Hubo un siglo un día que duró muchos siglos”. Es el inicio de la Leyenda del Volcán. Y en el último párrafo cuenta: “El volcán apagaba sus entrañas —en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo”.
¿Se refería al lago Atitlán y a alguno de los tres volcanes —Atitlán, Tolimán y San Pedro— que lo rodean? Sentado a la orilla del lago quise pensar que sí, de hecho el autor dejaba esa puerta abierta al lector; que las cosas que cuenta, tuvieran o no base real, pudieran suceder. Así era el realismo mágico de este poeta que escribió en prosa.
También me cuadraba lo de las casitas alrededor de un templo.
Alrededor del lago se reparte la Biblia hecha pueblos, una docena de agrupaciones de algo más de cien casitas, no muchas más, con la iglesia en el centro. Pueblos bautizados con lo más granado del santoral: Santiago, San Pedro, San Juan, San Marcos, San Pablo…
Ponía su granito de arena a la leyenda el incierto origen del lago, pues aunque no cabe ninguna duda de que es de origen volcánico, no se sabe bien si el lago está en el interior de un viejo cráter o fueron los volcanes los que lo formaron cerrando el paso a varios ríos.




Sí es explícita la referencia al lago en la Leyenda del tesoro del lugar florido. Las barcas por el lago, abundantemente cargadas, le sirven de metáfora para indicar el fin de la guerra contra los españoles y la llegada de los tiempos de bienestar y abundancia: “Y ya fue noche de mercado. El lago se cubrió de luces. Iban y venían las barcas de los comerciantes, alumbradas como estrellas. Barcas de vendedores de frutas. Barcas de vendedores de vestidos y calzas. Barcas de vendedores de jadeítas, esmeraldas, perlas, polvo de oro, cálamos de pluma llenos de aguas aromáticas, brazaletes de caña blanca. Barcas de vendedores de miel, chile verde y en polvo, sal y copales preciosos. Barcas de vendedores de tintes y plumajería. Barcas de vendedores de trementina, hojas y raíces medicinales. Barcas de vendedores de gallinas. Barcas de vendedores de cuerdas de maguey, zibaque para esteras, pita para hondas, ocote rajado, vajilla de barro pequeña y grande, cueros curtidos y sin curtir, jícaras y máscaras de morro. Barcas de vendedores de guacamayos, loros, cocos, resina fresca y ayotes de muy gentiles pepitas”. ¿Se puede ser más sonoro? Hoy en día, las barcas van en busca de turistas, también las públicas que engarzan los pueblos del lago por 25 quetzales el trayecto.
En la leyenda, en el cuento del escritor guatemalteco, los sacerdotes mayas gritaban que ¡el volcán despejado era la guerra! mientras los españoles buscaban los tesoros bajo el Abuelo del Agua, pero éste se lo impidió arrojando lava que formó otro volcán. Mientras tomaba una cerveza Gallo con el agua salpicando mis pies, iba cayendo la tarde. Lejos de significar la guerra, el día despejado mostraba el lago en toda su belleza, quizá como analogía del tesoro que nunca hallaron. Una pareja se besa mientras leo estas líneas: “En las orillas del lago se perdían, temblando entre la arboleda, la habladera y las luces de los enamorados…”
A esa hora Xocomil, el viento que se cita con Atitlán casi todas las tardes, había convertido el lago en mar de suave oleaje, arrastrando a su paso los pecados de la gente de los pueblos. Era el momento de pedir otra Gallo.
me encanto el articulo lo disfrute y me divertí, me transporto y el entrelace de historias me cautivo gracias por esta lectura tan rica!