Cuando Darwin estuvo en Chiloé dijo que jamás había encontrado un pueblo tan cortés y modesto. Las particularidades del carácter chilota, de la arquitectura de madera y del clima del archipiélago hacen que Chiloé sea, como dice el arquitecto Edward Rojas, un país dentro un país.
Al poner un pie en Chiloé se cerraba el círculo que dejé abierto algunos años atrás, cuando navegué hacia el sur del sur, hasta el Cabo de Hornos por el Estrecho de Magallanes y el Canal Beagle, y anduve por los senderos de Torres del Paine. Durante aquellos días me acompañaron las lecturas Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin y Los pasos del hombre, las memorias de Francisco Coloane. Hablaban de aquellas tierras al borde del fin del mundo, sí, pero ambos autores también mencionaban el archipiélago de Chiloé; Darwin desde una visión científica y de exploración, “Pancho” desde el prisma sentimental, refiriéndose al lugar que fue testigo de su infancia. Los dos coincidieron en un punto al hablar de las islas: la lluvia, que les provocó estados de ánimo muy diferentes. Como no podía ser de otro modo, llovía cuando llegué. También llovía cuando llegó un Neruda que apenas era Neruda. Venía a pasar unos meses con su amigo Rubén Azócar, autor de uno de los mejores libros para entender la idiosincrasia del archipiélago, Gente en la isla. Los dos amigos se pusieron la norteña ciudad de Ancud por montera y el verano de 1926 rompieron la proverbial tranquilidad del pueblo recitando versos de romances al caer la noche, a grito pelado, cada uno desde una punta de la principal plaza del pueblo. Uno de los poemas de Neruda nos dice que llenaron de tabaco el archipiélago, fumando hasta tarde en el hotel Nilsson, y que dispararon ostras hacia todos los puntos cardinales.
La referida lluvia, que da verdor al paisaje e identidad a los chilotes, acostumbra a dar paso a luces bíblicas, atardeceres dorados y tal frecuencia de arcoíris que llegas a tener la tentación de no hacerles caso. Camino al que iba a ser mi alojamiento durante los días en la isla Grande, entendí por qué los españoles le dieron el nombre de Nueva Galicia a Chiloé: se sucedían las suaves lomas pintadas de verde, las mujeres mariscaban durante la bajamar y el chófer dejó caer algunas milongas sobre leyendas en las que, por supuesto, él no creía. Pero por su tono deduje que, como en nuestra Galicia, haberlas haylas.
Mi habitación del hotel Tierra, en la península de Rilán, tenía por pared un enorme ventanal con vistas al mar. El sonido, que no la vista, delató la cercana presencia de un chucao, ave asociada a diferentes presagios en función del tono de su canto. Al momento, las notas de un acordeón silenciaron al pájaro. Era la señal que indicaba que el curanto estaba casi listo. Enzo, el cocinero, me iba contando cuáles son los pasos para cocinar los alimentos de esta tradicional manera. En un hoyo excavado en la tierra se ponen piedras a calentar con carbón durante cuatro horas, momento en el que se retira el carbón y se empiezan a poner, directamente sobre las piedras, cholgas, almejas, choritos, y picorocos; también carne de pollo y de cerdo con las consabidas papas nativas —hay centenares de variedades—, los milcaos y los chapaleles —tortillas de harina de trigo y de papas—; se cubre todo con enormes hojas de pangue para separar los ingredientes e impedir que el calor se escape, lo cubren con tierra y se deja así durante setenta minutos. Ni uno más ni uno menos, me dice.
Lo primero que sirven es el caldo que sale de cocer los mariscos. Un caldo que, cuentan, es más efectivo para levantar el ánimo que cualquier fármaco. Mientras pasaban las primeras bandejas con el marisco de concha, el acordeonista saltaba al do y cantaba alegremente, aunque el fondo de las letras parecía esconder una profunda melancolía. El vino y la chicha de manzana, que dobla voluntades, corrían alegremente. Allí sí estaba permitido el trago; en los mercados de las poblaciones isleñas, los puestos que no tienen licencia para vender alcohol te ofrecen un “tecito” —pronunciada la c como s— con los primeros mariscos que salen del curanto, que no es otra cosa que un trago de vino blanco camuflado en el interior de una tetera. Por la mañana, la música todavía rondaba en mi cabeza: “Rupe sácale unas tacas / al amigo Millalonco / y unas cholguitas gorditas / con habas y arvejitas / y ahora se acaba el curanto / lo pasaremos contentos / bailaremos y tomaremos / en este mismo momento”.
El aviso de que los caballos estaban listos me sacó de mis ensoñaciones. El trote era lento, el olor a salitre profundo. Los caminos embarrados obligaban a un paso tranquilo que nos permitía ir cogiendo algunas moras por el camino sin necesidad de descender del caballo, el musgo cubría las piedras y las vallas de madera que dividían las diferentes estancias; los manzanos estaban cargados de roja fruta —que días más tarde será chicha— y el cielo se guardaba el agua para más tarde. Me acompañaba un gaucho —huaso los llaman por aquí— que se presentó como Juan Leiva. Boina ladeada, parco en palabras, con la vida marcada a surcos en sus manos. Me habló con nostalgia de los más de veinte años que pasó trabajando en Patagonia y sentí que su mirada se perdía muy lejos. En sus pausas, casi cinematográficas, cabían inmensos días de verano, días de esquila, cabalgadas, frío, mucho frío como mostraba su cara cortada, algo enrojecida, y noches de tragos con los compañeros en las que se les pasó la mano con el espíritu volteante, con el guachacay, dos de las maneras que tienen los chilotes de llamar al aguardiente. Con los ojos ligeramente humedecidos por los recuerdos me contó que no conocía Santiago. Ni quería. Había vuelto a Chiloé para casarse y porque nunca se acaba de dejar el archipiélago: “Se agarra demasiado fuerte”, dijo mientras hacía trotar al caballo ligeramente y se alejaba de un periodista que preguntaba demasiado.
Algo tendrá el archipiélago para enganchar de esa manera. Coloane se hizo escritor, precisamente, por la añoranza del mar y de sus islas: “Viajé mucho, demasiado, para descubrir al final que las tierras y los mares más desconocidos estaban precisamente en las regiones donde nací y pasé mi primera juventud”. Nunca pudo, ni quiso, desprenderse de su aldea mientras estuvo lejos. Si la obra de Coloane me había llevado hasta Chiloé, tenía que visitar Quemchi, su ciudad natal, y la casa-museo. Quería conocer de primera mano qué fantásticas aventuras se daban en aquel patio de recreo del escritor. El cura de Quemchi le regaló, siendo un niño, un libro de Emilio Salgari pero no le llamó la atención. Las cosas que veía por la ventana del palafito donde vivía, peleas entre yaganes y chilotes, olas de arena para aguantar el terremoto y las tempestades, eran mucho mejores que las aventuras de Salgari.
Me recibió Teolinda Higueras, que había visto de niña cómo el escritor frecuentaba la casa de su abuela. En 1995, Teolinda se hizo cargo de la biblioteca municipal. Aquellos primeros años empezaron a llegar europeos, sobre todo franceses, que querían conocer la tierra de Pancho, así que a Teolinda le rondó la idea de construir una casa igual a la que habitó el escritor —la original se la tragó una salida de madre del Pacífico— siguiendo la arquitectura clásica de Chiloé, la construcción en palafito. Habló con el arquitecto Javier Paredes pero los pesos no alcanzaban. Entonces ocurrió algo mucho mejor: en 2010, centenario del nacimiento de Coloane, consiguió una casa —donación de su hermana—, celebraron una minga y la hicieron navegar por el estero, la trajeron por el mar. Cuando te cuentan qué es una minga, miras con recelo a tu interlocutor. Pero en un vídeo que reproducen en la casa-museo se ven imágenes de personas de diferentes comunidades reunidas para trabajar por un bien común. Con una yunta de bueyes llevaron la casa hasta el agua para trasladarla y, de nuevo con la ayuda de los animales, colocarla en su nueva ubicación mirando al mar.
Una de las últimas veces que Coloane vino a Quemchi se le pudo ver nadando con los niños de su barrio y mariscando con las abuelas, enormemente feliz. “Llegó su hijo a buscarle y no consiguió llevárselo de nuevo a Santiago, tuvo que venir su mujer, Eliana, para que regresara”, me contó Teolinda. Combatía la añoranza infinita sentándose en una barca de cemento en el Parque Forestal de Santiago. Su nana, Ana, le llevaba su petaca a escondidas porque su mujer no le dejaba tomar. En una de las vitrinas del museo tenían varios ejemplares de los libros de Coloane, pero faltaba uno esencial: su autobiografía, Los pasos del hombre, el libro que me había llevado a saltar de una punta del mundo a otra. Prometí a Teolinda que le enviaría un ejemplar al volver a casa. Y lo hice.
Para conocer la arquitectura de los palafitos me fui hasta Castro, la capital del archipiélago, donde me encontré con Edward Rojas, Premio Nacional de Arquitectura en 2016. “La Isla Grande es un biombo que protege de los vientos que vienen del Pacífico. La marea se llega a retirar hasta más de quinientos metros en horizontal y más de cuatro en vertical. Eso condicionó el tipo de construcción de Chiloé. Cuando a un niño de cualquier parte del mundo le dices que dibuje una casa, le sale nuestra arquitectura”. El inicio de la lucha de Edward, junto a otros intelectuales, para impedir que erradicaran los palafitos tuvo lugar en plena dictadura. “Esa defensa llevaba el riesgo implícito de que nosotros mismos acabáramos desapareciendo junto a los palafitos”, me dijo el arquitecto sabiendo que el tiempo había puesto la suficiente distancia como para permitirse bromear con eso. Así que hace más de cuarenta años hicieron ver a los chilotes que lo que tenían era tan valioso que había que conservarlo.
“A la hora de reformar dos palafitos que convertimos en alojamientos —Palafito Loft y Palafito 1236— tuvimos claro que la arquitectura se debe a la cultura. Chiloé es un país dentro del país, no hay más que pasar por los mercados para comprobar la cantidad de modismos que se usan. Tratamos de recoger los valores esenciales de la cultura tradicional chilota con una visión moderna, buscando el equilibrio entre las arquitecturas del pasado y del presente. Es una arquitectura sostenible que fusiona la tradición, la identidad y los materiales constructivos propios de la zona —esencialmente madera—con el reciclaje y las técnicas actuales que aplicamos a la restauración de estos palafitos y también de las iglesias de madera”. Es un privilegio que Edward me acompañe a visitar algunas de las más destacadas.
Las iglesias de madera, Patrimonio Mundial por la Unesco desde 2011, nacieron de las conocidas como misiones circulares de los jesuitas. Del 17 de septiembre, casi el inicio de la primavera en el hemisferio sur, hasta el 17 de mayo, un cura salía desde Ancud navegando en una dalca —embarcación típica— tripulada por indígenas. Lloviera o tronara. El misionero ubicaba al cacique de cada isla y le contaba la buena nueva. A aquella gente, analfabeta, que vivía con necesidades muy básicas, se les presenta una religión distinta; ellos creían en la naturaleza, en las lluvias y en el canelo, su árbol sagrado. Pero les pareció más atractiva la religión que daba poder al hombre. El cacique se convertía en una especie de fiscal para organizar la comunidad en torno a una rudimentaria iglesia cercana al embarcadero por donde entraba el misionero. La población, que vivía dispersa, se empezaba a reagrupar alrededor, desarrollándose un urbanismo a ras de agua que cambió la fisonomía de los pueblos isleños. A lo largo de los siglos —las misiones empezaron a principios del XVII—, las iglesias han sido levantadas una y otra vez en cada ocasión que caían o, cosa frecuente, se quemaban. En ocasiones bastaba con una mano de pintura, por eso es fácil que cambien de color con frecuencia. Una de la últimas veces que tuvieron que dar una mano de pintura a la iglesia de Castro, la elección del color tuvo que ver con algo tan sencillo como que era el único color del que tenían suficiente pintura en la ferretería.
Entrando en esos sencillos templos, me fijo en las bóvedas con forma de embarcaciones invertidas, con sus cuadernas y sus vértebras. Me explica el arquitecto que lo que los chilotes sabían hacer era embarcaciones, y así construyeron las iglesias. Además, el material se lo proporcionaban los bosques. En un viejo catálogo, junto a las imágenes de edificios del racionalismo y la Bauhaus, se han encontrado anotaciones que decían “Esto se puede construir en madera”. Con ciprés y alerce, árboles que cargan con 3.000 años de lluvias a sus espaldas, y un sistema tipo mecano en el que no se utilizaban clavos, han hecho sus iglesias, casas, mobiliario, instrumentos musicales, imaginería religiosa, tejuelas y hasta bicicletas: toda una cultura de la madera. Cuando desembarcamos en Chelín, para ver la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, nos la encontramos cerrada. Edward hizo una llamada y al momento se presentó Rosa Vera, la encargada de las llaves: “Mis padres ya fueron los guardianes de la llave, vengo a abrir en cualquier momento. Hay otra señora que es la patrona, la encarga de mantenerla limpia y decorarla con flores con la plata que dejan los turistas. El ataúd que hay en el interior es para un viejito que ya va dando sus últimos pasos por el pueblo, lo dejó preparado”. Me aconseja visitar el cementerio, a poca distancia de allí, un pueblo en miniatura con pequeñas casas en lugar de lápidas.
Para visitar los palafitos nos trasladamos de nuevo a Castro, a los barrios de Gamboa y Pedro Montt. En este último, Daniela Esparza y Patricio Rojas, Dani y Pato, han abierto el café y galería de arte Palafito Patagonia. Sirven el mejor café de la ciudad y tortas caseras de manjar de nuez, manzana —no todo va a ser chicha—, limón y zanahoria. “El proyecto nació hace siete años, pero abrimos hace cuatro. Queríamos vivir en un lugar distinto a Santiago, con mar, arcoíris y delfines. Vimos que el palafito era la mejor opción porque no nos iban a poner salmoneras ni choritos en el horizonte que afeara el paisaje. Le dimos la vuelta a todo, los palafitos eran viviendas que miraban a la calle, no al mar. Los vecinos nos preguntaban que cuándo íbamos a cubrir el patio, que se nos iba a mojar. ¿Cómo vamos a ver las estrellas y el arcoíris si le pongo techo?” En la galería tratan de recuperar el trabajo de pequeños artistas locales.
Cuando me encontré con Elena Bochetti, la propietaria de Bosque Piedra, recordé las palabras de Pablo Neruda: “Quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta”. Tras estudiar en Europa, Elena regresó y compró un pedazo de bosque, diez hectáreas de las que dos son de bosque primario, con el fin de conservarlo y mostrar a la gente el valor de los bosques valdivianos y norpatagónicos de Chiloé. Seguimos un sendero en el que Elena me invita a tocar, a sentir los árboles mientras me cuenta que el paseo por el bosque tiene que ser de aprendizaje, de emoción a través de la naturaleza para adquirir conciencia y respeto hacia el medio ambiente. En la casa donde recibe a los visitantes, vende alfajores de murta, sauco y zarzaparrilla entre otros, para poder morder un pedazo de la isla. Los últimos rayos de sol dejan un nuevo arcoíris en el cielo. En poco rato empezará a oscurecer y será momento de comprobar si, como decía Coloane, el viento y el mar en la noche tienen todos los tonos humanos.
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