En Kamaleon estamos muy contentos de poder volver a entrevistar a Román Morales García, al que, sin exagerar, podríamos calificar como unos de los viajeros más interesantes del mundo. En la entrevista anterior hablamos de su primer libro, Buscando el Sur, en el que narra su viaje de tres años y medio en el que une, a pie, el Caribe colombiano con la Tierra del Fuego. En esta ocasión le volvemos a contactar para preguntarle sobre su segunda obra literaria: Caminos de agua. Román nos lleva de nuevo a América del Sur para realizar la que probablemente sea la primera travesía a remo uniendo las cuencas del Paraguay-Paraná, el Amazonas y el Orinoco, un recorrido de casi 11.000 kilómetros que tardó unos dos años en completar. Caminos de agua es una obra completísima que narra la experiencia viajera del autor, la vida de los habitantes con los que convive, así como la historia, la geografía, la biología y la geología de los lugares por los que pasa.
¿Podrías contarnos algo de tu filosofía de vida? ¿Qué te impulsa a realizar este tipo de viajes tan fabulosos?
Supongo que un poquito de eso hay. De filosofía, digo. Por tentar una respuesta, creo que desde que era un adolescente empezando a rodar por los senderos de Canarias supe, como una certeza que siempre tuve presente, que esto de vivir es un misteriosísimo milagro con un final bien conocido: la desaparición de cualquier rastro de nuestra existencia, de nuestra propia memoria, esto es, la muerte. Dicho así parece, amen de una arcaica obviedad, una realidad deprimente. ¿Qué queda entonces? Pues piensa uno que lo que queda es jugar todo lo posible con el tiempo vital que el milagro de vivir te ha asignado. ¿Y cómo se puede jugar con el tiempo, “jugar”, por ejemplo, a viajar a pie o en kayak durante años por tierras y ríos sudamericanos? Pues se puede, material y logísticamente hablando, siempre que vigiles un principio básico: la austeridad. La simpleza de vivir en sintonía con tus impulsos e ilusiones —impulsos e ilusiones que nunca pasan por el mercado— exige una austeridad material y ser, desde luego, un bicho de intemperie que ama los territorios por los que camina, que duerme consciente de hacerlo en un tesoro natural del cual se forma parte. Si quieres no sentirte demasiado esclavo de los presupuestos de la sociedad contemporánea (hipotecas, trabajo fijo, tiempo de vida escamoteado en aras de un muy relativo “progreso personal”) se debe llevar una vida lo más simple posible donde lo que “compras” no es más que tiempo a tu favor, tiempo de sueños que caminan, en mi caso sueños viajeros. Lo que a uno le impulsa a ponerse en camino es la posibilidad de volver a nacer desde la nada, de llenar el corazón con las vivencias de una geografía física, humana e histórica palpitantes, de deslastrarse —así sea de una inocente manera— de las distorsiones y servilismos que impone el modo de vida actual. Pertinente, en cualquier caso, la frase poética de Stevenson: «Dejar este lecho de plumas de la civilización y sentir bajo los pies el granito del globo terráqueo, sembrado de agudo pedernal».
A parte de las aventuras que nos cuentas en tus libros, has realizado multitud de otros viajes, como la travesía de la cordillera del Atlas a pie, otros viajes en kayak o en bicicleta por lugares tan variados como Cuba, el Kurdistán o Malasia. ¿Cómo decides tus aventuras? ¿Cómo te inspiras?
Bueno, no es muy complicado decidir y poner en marcha una aventura viajera si todo comienza con un deseo expansivo y una insatisfacción con las estrecheces de la monotonía. Es el deseo del niño que quiere conocer la espaciosidad del mundo —máxime en un isleño como uno—; el niño asombrado que observa la cartografía del planeta como una incitante cueva de Alí Babá; el niño que quiere llenarse de colores, de azares, de horizontes limpios, de encuentros y de soledades; aquel que gusta dormir al raso envuelto en el aire nocturno, saludar al sol como quien saluda a un camarada y echarse andar con el morral a cuestas presintiendo que la jornada que recién empieza nadie la ha escrito para ti.
Una diferencia entre las dos aventuras que has plasmado en sendos libros es que, pese a recorrer distancias parecidas, en la segunda el paisaje no cambia mucho. ¿Has notado menos diferencias entre los distintos habitantes que has ido encontrando en los ríos? Es decir, ¿el paisaje hace a las personas o hay otros factores de semejante peso a la hora de determinar su carácter?
Sí, cierto. Las gentes que viven en aldeas repartidas por el inmenso laberinto fluvial de Sudamérica, son análogas en cuanto a la cultura de la supervivencia, en cuanto a una memoria histórica compartida —los estragos sociales de la época del caucho son los mismos, hayan acontecido en el río Putumayo, en el río Beni o en el río Negro—, y análogas también en cuanto a su sentido hospitalario y a lo despacito que se destila el tiempo para ellos. Pero el paisaje no hace a las personas en un sentido estricto, siempre habrá en cualquier paisaje “ángeles y demonios”, aunque mi camino haya estado mayormente jalonado de “ángeles” bien humanos. El paisaje sólo unifica un modo de vida común. Un ribereño del alto Orinoco o uno del medio Guaporé, tienen un modo de vida muy similar: gentes que se proveen de la naturaleza, que viven del monte y del río, apenas sin agricultura (excepción hecha al esencial huerto de mandioca) y con una notable ausencia del Estado en sus vidas (la naturaleza allí es soberana, y es ella y sus leyes la que rige la vida de las personas). En el bioma del bosque pluvial los modos de vida no son muy diferentes. En los Andes, sin embargo, la versatilidad altitudinal, climática y paisajista genera formas de estar en el mundo distintas: un jinete gaucho, solitario, que trajina con sus ovejas por los Andes patagónicos se parece poco, culturalmente, a los campesinos quechuas de la alta estepa andina que cultivan quinoa y que, por lo demás, tienen una conciencia colectiva unificada por el ayllu comunitario (aldea).
Mientras remas por el río Orinoco sigues a menudo los diarios de Alexander von Humboldt de la zona por donde vas pasando. Hoy en día poca geografía queda por descubrir, e incluso el propio Humboldt llegó tarde para “descubrir” la maravilla del Casiquiare, el distributario que conecta la cuenca del Orinoco y la del Amazonas. ¿Desearías haber nacido unos siglos antes y haber participado en alguno de los grandes viajes de exploración? ¿Qué exploradores te merecen mayor respeto y/o admiración?
Poniéndonos lúdicos con la imaginación, hubiera estado interesante que Armenita, mi madre, me hubiera parido en la época de las caravanas saharianas, allá por el siglo XIV; no me hubiese importado ser, incluso, el sirviente de la etnia bela de un altivo señor targuí, con tal de gozar del regazo nocturno de las dunas escuchando narrar junto al fuego ancianas historias del tiempo del rey maliense Kankou Moussa. Aunque lo que verdaderamente me complacería, si tuviera la suerte de meterme en la máquina del tiempo, es haber conocido a pie las islas Canarias en época aborigen. Y no por otra cosa que por registrar la naturaleza arcana de las islas, una naturaleza en la que me eduqué sentimentalmente y que siempre anhelé haber conocido en su máximo esplendor. Creo que Canarias fue —y aún se puede apreciar de manera parcial, pese a los agudos cambios— ese territorio chiquito con una paleta de paisajes de una variedad verdaderamente excepcional.
¿Viajeros ilustres del pasado que me han tocado el lado izquierdo? Uy, la nómina sería abultada, pero me voy quedando con Richard F. Burton, con Aimé Bonpland y con Alvar Núñez; a este último lo admiro no ya por su fabulosa caminata de ocho años, sino porque durante ésta, y al contacto con las culturas nativas de América del Norte, experimentó una reconversión hermosa y extrema de su alma. Él es el mejor paradigma de que los viajes pueden tener el poder de transformarte.
En los diarios de su exploración de América latina, Humboldt dice que cataba el agua de cada río. En unos casos calificaba el sabor de delicioso, pero en el caso del Orinoco su veredicto fue de asqueroso. En tu libro comentas que bebías agua del río, a menudo sin filtrar, ¿estarías de acuerdo con la cata de Humboldt? ¿Qué diferencias notaste y qué agua te resultó más agradable para beber?
Probablemente Humboldt era más sibarita a la hora de catar aguas fluviales. Las aguas que a mí me ofrecían más tranquilidad eran las aguas oscuras, o sea las de color té, no las barrosas. De sabor, yo las encontraba todas aceptables. Aunque la mayoría de los ríos de planicie sudamericanos son de aguas barrosas, existen excepciones como las aguas del Guaporé y del Negro (ambos en la Amazonia), que son oscuras. En lo que hace a las aguas barrosas, siempre que podía la tomaba de debajo de las colonias orilleras de camalotes, donde están más claras debido a la retención de partículas que hacen los tallos sumergidos de estas reinas higrófilas de los ríos tropicales. De cualquier manera, si no localizaba camalotales, tampoco hervía el agua. A lo sumo la dejaba media hora en un cacharro antes de beberla, para dar tiempo a que se decantara el barro en suspensión. Quizá me merezca el calificativo de imprudente, pero la verdad es que nunca enfermé por consumir aguas biológicamente tan activas. ¿Suerte? Probablemente. O quizá también se deba a que tengo unos intestinos de cóndor (toco madera). Siempre supe que la parte más resistente de mi cuerpo era el aparato digestivo, lo que es una ventaja a la hora de transitar por regiones tropicales.
Siguiendo con Humboldt, en sus diarios comenta que los indígenas parecen vivir más allá del espacio y el tiempo, y que los europeos seguramente les parecen seres desasosegados, casi perseguidos por demonios. ¿Cuál ha sido tu experiencia en ese sentido? ¿Cómo nos ven las gentes de los lugares más remotos por dónde pasaste y qué deberíamos aprender de ellas?
En los tiempos de Humboldt aún la economía del caucho no existía, lo cual quiere decir que las poblaciones indígenas estaban mucho más preservadas. Hay un dato demográfico muy arrasador de lo que ha pasado con la población nativa en los últimos cinco siglos: se calcula que cuando Álvarez Cabral desembarcó en Brasil, en abril de 1500, existían, en el piélago amazónico y en la costa atlántica brasileña, unos cinco millones de indígenas, de lenguas principalmente arawacs o tupi-guaraníe. Actualmente sólo quedan 300.000 en todo Brasil, la mayoría en la cuenca amazónica. La penetración más impactante del hombre blanco en la Amazonia fue estimulada por la riqueza del caucho. Fue la Hevea brasiliensis la que lo cambió todo (aunque en el río Paraguay fue, más bien, la explotación de quebracho). Con el caucho llegó el expolio y la evangelización de distintas órdenes religiosas, si bien estas estaban presentes en la Amazonia desde antes, aunque mucho más atenuada en rigor de las inmensidades de la cuenca: si ancha es Castilla, ¡imagínate la Amazonia! Pero la ambición cauchera (1875-1912) fue un cadalso triturador para la población nativa. En mi viaje de dos años a remo por las tierras bajas sudamericanas, la población más frecuente que encontré era, más que indígenas, los descendientes nordestinos que en su día, huyendo de las terribles hambrunas del Ceará y regiones contiguas, fueron enrolados en el sistema cauchero y lo padecieron como los que más. A ellos se les conoce en la Amazonia como caboclos y quizá sean ellos, hoy día, la población más numerosa. Así que el nivel de miscigenaçao (mezcla de razas, en Brasil) ha sido tremendo; mucha mezcla, mucho mestizaje, algo muy notorio en la Amazonia. No obstante, a lo largo del viaje, estuve en aldeas indígenas yshires y ayoreas (en el río Paraguay, muy oprimidas), en otras de origen chiquitano (en el Guaporé, mezclados en algunos casos con población negroide); las aldeas indígenas más engarzadas a su cultura ancestral las hallé en la subcuenca del río Negro (etnias baré, baniwa, xié, desanas). Pero por encima de todas ellas, la etnia yanomami, pese a la frecuente invasión de sus tierras y pese a los programas de fijación, fue en mi vagar la más atada a su ancestralidad que encontré. En la aldea yanomami de Wiroinawe, a orillas del hipnótico río Casiquiare, estuve tres días de convidado de piedra y me pareció que su nivel de conciencia, su cosmogonía mental y espiritual, era de otra dimensión que escapaba a mi estúpido entendimiento. Probablemente lo que más podamos aprender de unos valores indígenas cada día más amenazados, es la promoción del “nosotros” en oposición al “yo”. Creo haber leído en un libro de Galeano que en las lenguas europeas la palabra más usada en las conversaciones es “yo”, y en las lenguas de matriz indígena “nosotros”. En este aspecto habría mucho que aprender.
En tu navegación te encuentras con multitud de jaguares, caimanes, arácnidos e insectos de todo tipo. También con fugitivos humanos. ¿Qué peligros te causaban mayor inquietud habitualmente?
Las situaciones psicológicamente más tensas las vivía con las selvas inundadas por el desborde de los ríos. En ese trance, para dormir, debía colgar la hamaca de las ramas de los árboles suspendidas sobre el agua. Las noches se hacían sonoras y siniestras, sabiendo que por las aguas quietas del igapó (selva inundada) transitaban caimanes, culebras, anacondas, y toda esa legión de insectos característica del bosque tropical con la que siempre acecha la posibilidad de agarrarte una malaria, un dengue o una fiebre amarilla. Había que estar también atento a la presencia del jaguar en muchas zonas, máxime pernoctando solito, en hamaca o en tienda. O andar con cuidado en algunas áreas por el pez candirú a la hora de bañarte en el río. De las pirañas, tan abundantes, me preocupaba menos. Su peligrosidad en aguas fluviales con animada corriente es escasa, más bien es un recurso alimenticio de primera: nada hay más sabroso que un caldo de piraña.
Durante tu periplo selvático encontraste toda clase, de personas, incluso europeos, que se habían quedado a vivir junto a un río, viviendo de la pesca y del cultivo de algunas verduras. ¿Se te planteó en algún momento construir tu propio techito y quedarte a vivir allí?
He encontrado sitios bellísimos que te hacían coquetear con la idea de quedarte a vivir (la costa del Pacífico colombiano, por ejemplo), pero en el fondo uno se sabe pluma más que raíz. ¿Me pregunto igual si existe una arcadia, un paraíso perfecto y definitivo que invite a quedarme para siempre? Honestamente creo que no. Más bien suscribo esta frase salida de un libro de Tahar ben Jelloun: «Por muy lejos y muy bello que sea el sitio del que se vuelva, nunca es más que de uno mismo». Vamos, que si el paraíso existe, más vale empezar a cavar y a explorar dentro de uno. El paraíso debe estar muy adentro del corazón humano. Eso sí: el corazón humano es toda una geografía, y es muy fácil desorientarse.
¿Qué futuro crees que les espera a las gentes de la rivera de los ríos que navegaste? ¿Y a los indígenas que viven mucho más adentro de la selva, algunos incluso no contactados?
El criminal aprovechamiento de los bosques tropicales sudamericanos eliminará toda tradicional forma de vida humana si no se detiene el ritmo de devastación que imprimen actualmente los “genios” políticos-empresariales en la gran región fluvial Plata-Amazonia-Orinoquia. ¿Qué diría el escritor argentino Horacio Quiroga que vivió en la selva misionera como un pionero en el primer cuarto del siglo XX? Hoy la selva de Misiones está casi desaparecida. El bosque amazónico de Rondonia es un estertor de lo que fue gracias a la consigna desarrollista de “Viva la soja”; el estado de Pará con sus empresas mineras y madereras ha dado un puñetazo a la selva en los últimos cincuenta años; ¿Mato Grosso? Lo mismo. Pero quedan aún territorios poco alterados y de su conservación va a depender también el mantenimiento de las formas de vida indígenas, y aún caboclas. Tal y como va la cosa, deberíamos contar hoy con mil Chicos Mendes.
Tus libros tienen muchas páginas (casi setecientas Buscando el Sur y casi ochocientas Caminos de agua), pero tras leer ambos tengo que decir que casi se me han hecho cortos. Me he quedado con ganas de más y estoy deseando que tengas un tercero en preparación. ¿Lo tienes?
De momento no. Escribo poco, no soy un narrador de esos que llaman “de raza”. De hecho, tengo sólo publicados el Buscando el sur y el Caminos de agua, aunque bien tochos como señalas. Ganas no faltan de escribir un tercero en cuanto “compre tiempo” para poder desarrollarlo. Pero ya que tú, Jordi, eres un lector activo de literatura de viajes, aquí te va un buen título que no te defraudará: El río, de Wade Davis. O este otro, acerca de la figura de Alvar Núñez, El largo atardecer del caminante, del argentino Abel Posse.
Y, para terminar, ¿dónde está Pirabebe? ¿Es el mismo kayak que usaste en tu travesía marítima griega? ¿No te pide que le regales aventuras de vez en cuando?
Pirabebe (el nombre guaraní que le puse al kayak, “pez volador”) se quedó en Venezuela y nunca más lo vi después de dos años bogando con él. Así que no es la misma embarcación —aunque se parecía mucho— con la que remé de Venecia a Atenas a través del mar Adriático y del Jónico en un viaje más reciente. Este otro kayak se llamó Capitán Manuel, un guiño cariñoso a mi viejo; al finalizar ese viaje en Atenas, se lo vendí a un griego de Ítaca —a donde se lo llevó— y pensé que no había mejor destino para él: tal vez Ulises haya retornado a Troya remando en el Capitán Manuel; de ser así, no creo que Penélope sea capaz de armarse de tanta paciencia otra vez.
Fotos © Román Morales
Lista de librerías donde pueden encontrarse Buscando el Sur y Caminos de agua, los dos libros de Román Morales:
CATALUÑA: Librería Altair (Barcelona) y Librería Ulyssus (Gerona).
MADRID: Librerías Desnivel, Librería Tierra de Fuego, Librería Tienda Verde.
PAÍS VASCO: Librería Tintas (Bilbao), Librería Babel (Tolosa).
NAVARRA: Librería Muga (Pamplona).
VALENCIA: Librería Patagonia.
TENERIFE: Librería El Paso (Santa Cruz de Tenerife) y Librería Lemus (La Laguna).
LAS PALMAS DE GRAN CANARIA: Librerías Canaima, Librería Casa del Lector y Librería Azulia.
LA PALMA: Librería Trasera y Librería Papiro (Santa Cruz de La Palma).
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