Wim Wenders dice en su película documental Tokyo-Ga que Tokio era un sueño. Solamente le corrijo la forma pretérita: Tokio es un sueño. También la ausencia de él. Una de las cosas en la que coinciden todos los viajeros que han pasado por la capital nipona es en el jet lag. Pocos se libran de tener los ojos como un búho durante las primeras horas o días de estancia en el país. Mi último viaje a la ciudad fue más o menos como sigue.
No hay sumo en Teledeporte
Llegó el día en que tuve los billetes en la mano, ya no había vuelta atrás, me iba a Japón. Tocaba empaparse de cultura japonesa a toda prisa pero enseguida iba a llegar la primera decepción: no hay sumo en Teledeporte, para ver a esos gelatinosos cuerpos de más de un centenar de kilos hay que ir a un establo de entrenamiento o a un estadio en día de competición, pero en Japón. ¿Qué sabemos del país además de que en nuestro barrio hay un restaurante en el que sirven sushi pero que en realidad está regentado por chinos? Vista la ausencia, desde la muerte del emperador Hirohito y del asunto del terremoto, de noticias relativas a Japón en la tele, me decidí por la vía del hazlo-tú-mismo. Compré cóctel japonés —aún pasarían días hasta que supe que se llama ajigonomi o karakuchi ajigonomi si es picante— y cerveza Kirin que encontré en el Carrefour, me eché por encima la manta de cuadros y me dejé caer en el sofá dispuesto a una sesión continua de cine japonés o rodado en el país. Suele ser cine de pocos diálogos, en el que los silencios son responsables de aumentar la intensidad de la emoción.




En su libro sobre Japón, Josep Mª Gironella dijo que “El cine japonés podría definirse como la forma poética de un instante selecto”. La mencionada Tokyo-Ga me llevó a Cuentos de Tokio, ésta a su remake Tokyo Familiy y a su más que posible secuela Still Walking. Pasé por Despedidas y por la histriónica El verano de Kikujiro, llegué al cine de animación de Hayao Miyazaki y cayeron Mi vecino Totoro, El viaje de Chihiro, Ponyo en el acantilado y El viento se levanta. Volví a Europa para regresar a Japón de la mano de Doris Dörrie, fue turno para Sabiduría garantizada y Cerezos en flor. Por supuesto, Lost in translation —querida Scarlett, a ti volveré más tarde— y algo de Naomi Kawase. Y no, lo siento pero con Isabel Coixet no puedo. Todas las películas seguidas, sin tomar aliento más que para leer una docena de haikus, sin más descanso que para abrir la puerta al repartidor —chino— que trae el sushi a domicilio.
Pese a que había prometido que esos objetos nunca entrarían en casa, me sorprendí rastrillando un jardín zen en miniatura y mirando embobado cómo movía el brazo un gato de la fortuna, maneki-neko se llama (gracias, Japonismo). Hice un terrible esfuerzo por leer a Murakami —sí, el que siempre queda segundo en los Nobel—, que es a las letras universales lo que Pau Donés a la música. Si el de Jarabe de Palo creó todo su repertorio en base a un “depende” y a un “bonito”, el escritor japonés acostumbra a meterte en un bucle narrativo alrededor de un triángulo amoroso, y así novela tras novela. Tras semejante aluvión de cultura japonesa ya estaba totalmente preparado —eso creía— para llegar a Japón. Y de golpe aterricé en Tokio.





Desayuno con sushi
Educación. Es lo primero que percibes al llegar al país, una exquisita educación y respeto hacia el otro. Lo segundo es sueño. Tienes la extraña sensación de que el mundo está conjurado en tu contra, de que todos hacen cosas a destiempo. Pero no hay de qué preocuparse, Tokio es una de las ciudades más hipnóticas del mundo. Probablemente, ese tipo de hipnosis no conseguirá que caigas en brazos de Morfeo, pero por lo menos te inducirá un flipe parecido al de estos vídeos de Youtube.
La primera madrugada de insomnio, puestos a deambular por una triste habitación de hotel, mejor hacerlo por uno de los sitios que antes despierta en la ciudad: el mercado de pescado de Tsukiji.
Si se quiere asistir a la subasta hay que madrugar mucho, las plazas son limitadas y la cola se empieza a formar a partir de las 4 de la mañana. Desde el parking elevado el tráfico de carretillas amarillas, rojas y azules parece una partida de Pacman. Desde abajo tienes la sensación de ser un espontáneo insensato en mitad de una pista de karts, donde lo mejor es practicar el tancredismo y rezar para que los malhumorados conductores te esquiven. En el interior del mercado se diseccionan atunes con precisión de cirujano, sin desperdiciar un solo gramo de un producto cuyo primer ejemplar del año alcanza precios insolentemente caros. En Tsukiji el desayuno continental es de cobardes, hay que entrar en una de las tabernas que rodean el mercado —los locales con mayores colas no son necesariamente los mejores sino los que más veces han salido en la Lonely Planet— y pedir el plato de sushi más grande.




Religiones: del templo al neón
Japón es un país con uno de sus pies en arraigadas tradiciones y el otro en los grandes avances tecnológicos; templos a la sombra de los neones. El tema religioso no es menos enrevesado que el mapa del metro de Tokio.
El sintoísmo tiene raíz patriótica, el budismo mística. Pero ambas religiones se mezclan con soltura, incluso se pueden apreciar trazas de otras creencias. Eso sí, de catolicismo más bien poco. En Japón se tradujeron mucho antes las fábulas de Esopo que la Biblia, cuento este último que no llegó a calar demasiado: San Francisco Javier tuvo que salir por patas cuando a sus charlas le vieron el plumero del proselitismo.
La gran mayoría de los japoneses acude al templo para pedir alguna cosa: en Japón hay templos para los matrimonios, los bautizos y, por supuesto, para los divorcios. Con ocho millones de dioses donde elegir —número figurado para significar lo variado del catálogo divino— los hay para todos los gustos. Pero si preguntas, nadie se define como creyente. Dos de los templos más populares de Tokio son el budista de Sensō-ji, en Asakusa, con su enorme linterna a la entrada, y el sintoísta de Meiji Jingu, muy popular para la celebración de bodas, siempre en días propicios. Aunque últimamente, algunas parejas se casan en días que el calendario señala como de mal augurio porque las celebraciones salen más baratas.


Cómo llegar
Finnair. Una de las mejores opciones para volar a Japón es la que ofrece Finnair, que vuela vía Helsinki desde Barcelona y Madrid (diario) y desde Málaga (5 veces por semana). La rapidez de la escala en Helsinki hace que el tiempo total de vuelo sea inferior a las opciones de otras compañías. Sus vuelos son a Tokio, Osaka, Nagoya y Fukuoka. Es posible encontrar precios (ida y vuelta, con maleta facturada incluida) desde 555 euros en clase turista y desde 2.550 euros en clase business. Más información. Puedes encontrar completa información sobre Japón y Tokio, en español, en las páginas de Turismo de Japón y de Turismo de Tokio.
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