He estado una sola vez en Venecia*. Viajaba por Italia sin que la Serenísima estuviera en absoluto en mi mapa de ruta. Estaba más interesado en el Nápoles arrabalero que en el cosmorama lúdico de tufillo burgués. El café, que en Italia es bueno hasta en las gasolineras, me llevaba con cierta frecuencia a meterme en pequeños locales muy napolitanos, de esos que siguen colgando pósters de Maradona a la misma altura que el de Jesucristo, incluso un poco por encima. Eran locales de delantales con manchas y eterna pátina mugrosa en el suelo. En uno de ellos, un tipo con ganas de charla me hizo levantar la cabeza de mi bloc de notas. No le prestaba demasiada atención, tampoco recuerdo su nombre. Probablemente no me lo dijo. Pero sí recuerdo que acabó preguntándome cómo podía estar viajando por Italia y no ir a Venecia. Me dijo que buscara un libro, en italiano, para que sólo medio entendiera lo que decía. El libro era Fondamenta degli Incurabili, de Joseph Brodsky.
La lectura de las primeras páginas ya me llevó a comprar el billete de tren. Lo que no había conseguido Dickens, por supuesto tampoco Hemingway como no lo hubiera conseguido, de haber estado escrito, La ciudad de los ángeles caídos de Berendt; ni tan siquiera Tadzio, el niño protagonista de La muerte en Venecia de Thomas Mann, lo lograba ahora un pequeño libro que además no acababa de entender (años más tarde compré la edición en español de la editorial Siruela, traducido como Marca de Agua). El libro empieza así: “Hace muchas lunas, el dólar estaba a 870 libras y yo tenía 32 años”.
“Hace muchas lunas, el dólar estaba a 870 libras y yo tenía 32 años”.
Llegué a Venecia casi de puntillas, al final de uno de esos inviernos que recibieron a Brdosky durante sus visitas anuales. No tenía presupuesto ni ganas para formar parte del escaparate, así que me dispuse a ser como la nebbia que cubre la ciudad muchas mañanas, difuminando cada cosa que tenga forma. ¿Pero quién necesita forma de nada cuando el valor de Venecia está en lo intangible, en lo que ha dado de comer al mito? Brodsky decía que Venecia en invierno era como ver nadar a Greta Garbo. Durante unos días me dejé engullir por la madrugadora niebla, salía a la calle el primero y me iba el último.
Pasaba el día dando paseos entre edificios de pies ajados, mirando furtivamente a través de puertas entreabiertas y de lejos al café Florian. En aquel entonces, en aquel momento del año, entrabas en otra ciudad a poco que salieras de la plaza San Marcos. Dicen que cada vez hay que alejarse más para encontrarse con ese alter ego de tabernas, bufandas y casas sin rehabilitar. La mayoría de ocasiones me dejaba llevar por el sonido de las campanas buscando refugio de la humedad en el interior de una iglesia. Otras, me guiaba una aparición, una madonna con perro en su paseo vespertino que surgía de entre la niebla caminando con el estilo que sólo Venecia y los anuncios de perfume pueden dar.
También deambulé con el agua por las rodillas, pero lejos de lo anecdótico que el Acqua Alta era para los turistas, a mí me servía para diluirme en la ciudad y formar parte de ella. Por supuesto era todo ficticio, Venecia te acababa arrojando una y otra vez a la orilla. Unas veces porque te lo dice directamente, otras porque alguien que iba en busca del arrabal napolitano no iba a ser tan tonto de dejarse seducir de esa manera, con enlatados cantos de sirena. O sí.
No sé si Brodsky hizo fotos en Venecia, lo que sí tenía claro qué era eso de la fotografía. Decía que mientras ese lugar existiera, las acciones de Kodak eran la inversión más segura —si viviera se vería obligado a revisar esa frase— o que la luz del invierno humilla a cualquier lente Hasselblad y otorga a tus recuerdos la calidad de un reportaje de National Geographic. Cierto es que tras la niebla matinal, salía cada día una de las luces más bonitas que he visto viajando, probablemente por efecto de lo que dejaba ver. Pero para mí, la foto que mejor refleja lo que sentí aquellos cinco días que pasé en Venecia es esta que acompaña estas letras. Dicen que el tiempo no la ha tratado bien, que cada vez llegan más turistas que acabarán hundiéndola. Que como Alejandría, Venecia acabará ahogada por el peso de su grandeza. Nunca he querido volver a Venecia. No sé si por ver cómo la ha tratado el tiempo o por comprobar que, ese tiempo, también ha pasado por mí.
* Volví a Venecia este 2017 en una breve visita no escogida, de apenas unas horas. Suficiente tiempo para confirmar que, voluntariamente, no quiero volver a Venecia.
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