Paseando por la orilla del mar de Torredembarra no vemos sino la proverbial belleza y tranquilidad de las aguas mediterráneas. Sin embargo, nuestra actual relación con la mar como espacio para la contemplación, la relajación y el ocio, es relativamente reciente. Siglos atrás, de la mar llegaban los peligros, como los ataques de corsarios y piratas, o, si atendemos a creencias, era el lugar adonde había ido a parar la humanidad pecadora tras el Diluvio Universal. Es a finales del siglo XVII y principios del XVIII cuando la sociedad europea empieza a cambiar su concepción del paisaje marítimo, en parte gracias a los artistas del romanticismo como Caspar David Friedrich, que nos invitaron a exponer nuestros miedos y mitos frente al paisaje.
La primera línea de costa de Torredembarra permaneció prácticamente deshabitada hasta finales del siglo XVIII, el núcleo antiguo del pueblo había nacido tierra adentro —a salvo de las mencionadas incursiones piratas— y en la playa apenas se encontraban algunas rudimentarias construcciones, básicamente almacenes y pequeñas casas o refugios precarios para los pescadores y sus aparejos, conocidas como botigues. A partir de entonces se empezó a dibujar lo que acabó consolidándose como el barrio de Baix a Mar, coincidiendo con el momento en que algunos doctores europeos empezaron a recomendar los baños de mar para combatir el frenesí, la ninfomanía, la hipocondría y la neurosis, entre otras patologías. Los beneficios reales de esos baños, derivados de la salinidad y el yodo, tardaron un poco más en prescribirse.
Una de esas mañanas invernales, en las que estas latitudes nos regalan temperaturas cercanas a los veinte grados, me encuentro paseando descalzo por la playa de Torredembarra, con la arena y la espuma del mar enredándose entre los dedos, a punto de iniciar un particular viaje por las historias de la localidad vinculadas a la mar, un viaje en el que no faltarán los más hermosos amaneceres mientras se calan las redes, la alegría de las meriendas de pan con chocolate, la esperanza de una vida mejor pese al miedo que conllevaba cruzar todo un océano, un paisaje que nos enseña como fue el Mediterráneo y un puñado de fotos en blanco y negro que son la crónica sentimental de los días pasados, mejores a ratos y muy duros casi todo el tiempo. En Baix a Mar pregunto por Maria Pujol. ¿Quién?, me responden. Tras algunas señas y descripciones me contestan: ¡Ah!, Maria de Cal Fanaler.
Hasta hace pocas décadas, la mayoría de habitantes del barrio se dedicaba a la pesca, eran tahúres de la mar acostumbrados a hacer precarios equilibrios para llevar un jornal a casa. Si la mar estaba muy movida las barcas quedaban varadas, aunque antes de la llegada de los motores los días de bonanza en exceso hacían más daño que los temporales porque no soplaba el viento que permitía izar las velas. Eso contando que la salud respetara. Los bisabuelos y los abuelos de Maria ya fueron habitantes de Baix a Mar, me cuenta. Su abuelo paterno, Josep Pujol, cogió tuberculosis y tuvo que vender la barca porque ya no podía seguir saliendo a pescar. Cuando se quedó sin trabajo el ayuntamiento lo contrató para encender y apagar las luces —fanals en catalán—, que todavía eran de gas. Y con “los de Cal Fanaler” se quedaron.
Al alba se abrían las puertas de las casas del barrio y así se quedaban durante todo el día, a veces también durante la noche, con la llave puesta. Los primeros en salir eran el olor a café y a pan tostado; a sardinas y pan con tomate si la semana había sido productiva. La dieta basada principalmente en pescado se complementaba con las peripecias que cada vecino pudiera permitirse, era frecuente que las casas contaran con gallineros y corrales fabricados de cualquier manera, hasta el punto de que un edicto municipal acordó por unanimidad publicar un bando en el que prohibía que las gallinas circularan por la vía pública.
«Para un niño la playa era un paraíso, un gran espacio de juegos. Íbamos a las dunas de Els Muntanyans y hacíamos casitas en la arena con su habitación, su comedor, su cocina. También espiábamos a las parejas más grandes», dice bajando el tono de voz y riéndose ruborizada. Entra una llamada de una de sus hijas en su móvil, al colgar me explica que en el barrio solo había teléfono en la cooperativa y en Cal Sep, el de la pescadería, pero con las asas rotas de los cántaros todos los niños se hacían su propio teléfono. Lo que más le gustaba era ir a bañarse y a pescar con los de Cal Joan de la Mercè, que tenían barca. «Era una sensación muy grande de libertad», recuerda mientras se reclina en la silla con jovialidad, con un ligero balanceo, como si rememorar la infancia le aportara la agilidad que ha perdido a sus casi noventa años. A ratos se queda pensativa, quién sabe si recordando las meriendas con aquellas tabletas de chocolate que regalaban cromos que hacían volar la imaginación, con ilustraciones de inventos, novelas famosas o episodios de la historia, entre otros temas.
La conversación va alternando entre las anécdotas entrañables y la desmitificación de que todo tiempo pasado fue mejor. «Después de la guerra iba con mi madre a comprar pan a Tarragona, caminando por la vía o en el tren de carga si nos dejaban subir. En el barrio solo vendían pan moreno, pero si una semana te habías ganado un poco mejor la vida íbamos a Tarragona a por pan blanco, uno grande costaba cuatro o cinco pesetas. Como había racionamiento, mi madre y yo nos poníamos en filas diferentes, yo decía que mi madre no había podido venir porque estaba enferma y así nos llevábamos dos panes».
Me muestra algunos libros con fotos antiguas de Torredembarra. En una de ellas señala la antigua iglesia de Sant Joan —la actual es un edificio completamente diferente—, el lugar donde hizo la comunión y se casó. Se emociona al recordarlo porque su marido hace poco tiempo que falta. «Antes creía pero ahora ya no. De niña iba a la iglesia y al acabar la misa pasábamos por las casas para recoger el culto al clero. Cada uno daba lo que podía, cincuenta céntimos de peseta, una peseta. Una señora nos hacía la misma broma cada domingo cuando le decíamos que veníamos a buscar el culto al clero. ¿Qué decís del cotorrero? Y todas las veces nos reíamos a carcajadas».
Hubo dos momentos clave que ayudaron a salvar el barrio de Baix a Mar. El primero fue la constitución de la cooperativa, de la que el abuelo de Maria fue socio fundador. «Tuvo que poner cinco pesetas y mi abuela se echaba las manos a la cabeza. Pobres de nosotros, decía». Pero lo cierto es que la cooperativa mitigó las penurias económicas de casi todas las familias del barrio y se convirtió en una fuente de progreso. Cada final de año se hacía recuento, se repartían beneficios y cada familia pasaba cuentas en la tienda de ultramarinos en la que iba comprando a fiado. El otro momento decisivo fue la llegada de los primeros veraneantes, a los que llamaban señores. «Llegaron los suecos y las suecas —recuerda Maria—, unas chicas guapas, porque mira que eran altas y guapas. Se ponían en la playa en bikini, hasta iban a comprar en bikini, y los pescadores del pueblo salían a mirarlas. Hasta que llegaban sus mujeres a buscarlos».
Aquellos primeros turistas, que venían atraídos por los beneficios del sol, la mar yodada y los paseos por la magnífica playa, fueron muy respetados. Hasta se llegó a hacer un pasacalle para ir a la estación a recibirlos cuando llegaban en el tren de las 8:45. Ellos, los señores, hacían bueno el popular dicho “donde fueres haz lo que vieres” y se vestían como los pescadores, con pantalones anchos y sandalias. Maria recuerda que los sábados de las noches de verano, en el café de la cooperativa, bajaban algunas mesas, un tocadiscos y hacían baile. «Los señores también venían, era una fiestaza. Sonaban tangos, valses, pasodobles», recuerda con nostalgia. De aquellos bailes y de los que se hacían en las fiestas de los pueblos salieron muchos matrimonios. «Y eso que siempre venían dos o tres madres a vigilar», apunta Maria.
Parece ser que la intervención de los padres a la hora de escoger marido para sus hijas era nula, eran las chicas fadrinas —en edad de casarse— las que libremente escogían al pretendiente que les gustara más. Durante mucho tiempo las chicas que se casaban recibían una dote —aún hoy se hace de manera simbólica— para cumplir con la última voluntad de Antonio Roig, uno de los indianos que hizo fortuna en las Américas. Así rezaba su testamento: «La tercera parte de la renta anual destinada a la dote de doncellas pobres se repartirá por partes iguales entre todas las que hayan contraído matrimonio dentro del año acreditando previamente su pobreza, con tal de que ninguna perciba más de ciento cincuenta duros o sean seiscientas pesetas que se les entregarán libres de todo gasto y derecho si alcanzare».
Un anticuario de Valparaíso me dijo una vez que el poeta Pablo Neruda no era coleccionista sino cosista, porque todo lo juntaba. No se me ocurre mejor definición para Albert Vilaseca, descendiente de los Gibert, con quien me cito para hablar de los indianos. En su casa, una de aquellas edificaciones que levantaron los torrencs que volvieron de las Américas con los bolsillos llenos, veo mapas antiguos, cartas, mil objetos de decoración, abanicos y calendarios publicitarios de marcas cubanas de cerveza y licores, curiosidades como una caja de botellas de cristal en miniatura de Coca-Cola, minuciosa documentación donde se detalla hasta lo que se gastaba semanalmente en chocolate y muchas fotografías que nos hablan de aquellos emprendedores que se embarcaron en pequeños veleros para cruzar el Atlántico, a merced de los vientos, las tempestades, los piratas y corsarios de las coronas europeas colonizadoras, y las fiebres. Salir de la miseria justificaba echarse a la mar durante varias semanas para llegar hasta el otro lado del mundo. Me cuenta Albert que los preparativos para emprender semejante aventura no eran fáciles: «El primer trámite se hacía en la iglesia, era necesaria una fe de bautismo y un certificado de cumplimientos pascuales, en definitiva la prueba de que se era un buen cristiano. En función de si se estaba casado o no, se necesitaba el permiso de la mujer o el paterno, y un memorándum del ayuntamiento. Toda esta documentación tenía que ser validada por un par de notarios. Además, había que hacer depósito de la la caución, una fianza avalada que se perdía si no se regresaba en un periodo determinado, generalmente de tres años». Aún así, fueron constantes las reclamaciones de dinero a los parientes y amistades de algunas personas de las que nunca más se supo, gente a la que le habían confiado sus ahorros para participar de aquellas ganancias rápidas y suculentas. Se calcula que de los indianos que salieron de la provincia de Tarragona menos del nueve por ciento tuvo éxito.
El momento más fuerte de esa emigración es a finales del siglo XVIII, las nuevas leyes permitieron a diferentes puertos de la Península, como Tarragona o Barcelona, comerciar directamente con América. Previamente ya hubo catalanes que hicieron las Américas, pero antes debían nombrar a un delegado en Cádiz para comprarles la mercancía. Por ese paso obligado por Cádiz, hasta el decreto de libre comercio decretado por Carlos III en 1778 se solía utilizar el eufemismo “perder la maleta en el Estrecho” para referirse a aquellos que se arruinaban en el intento. A principios del siglo XIX, entre el doce y catorce por ciento de los hombres de Torredembarra, con edades comprendidas entre los doce y los treinta años, han emigrado. Los primeros años de ese incipiente movimiento migratorio el capellán del Arzobispado de Tarragona llevó un recuento detallado en los registros de la iglesia: hay tantos en las Indias, tantos navegando, tantos haciendo servicios al rey o tantos ausentes, por ejemplo presos de los ingleses o naufragados. Pero llegó un momento, alrededor de 1817, en que son tantos que se deja de hacer ese recuento.
La mayoría de los indianos que salieron de la costa catalana lo hizo con la intención de comerciar, sus tiendas, conocidas a veces como “el catalán de la esquina”, estaban abiertas prácticamente veinticuatro horas. Aunque no todos se embarcaron en actividades tan lícitas y respetables, Albert me muestra una notificación en la que se pide que, por orden de su Majestad, se haga entender a los fabricantes y comerciantes de aguardientes de ese Principado (sic) que si no mejoran su calidad y observan más buena fe no podrán conservar ese ramo de comercio. Otros indianos también se enriquecieron con el tráfico de esclavos, fruto de esa práctica es la cantinela que se popularizó en Cuba: «En el fondo de un barranco / canta un negro con afán / ay madre, quién fuera blanco / aunque fuera catalán».
La importancia de Torredembarra en el comercio indiano vino porque obtuvo derecho de puerto, por lo tanto de aduana, tras algunos conflictos en el de Tarragona. Allí atracaban los barcos que cargaban y descargaban botas de vino y aguardiente —el gremio de boteros tuvo bastante importancia en la localidad—, además se comerciaba con frutos secos, cebollas, ajos y garbanzos, quesos, aceite, harina, fideos, jabón, tejidos o productos de ferretería. Cuba y Puerto Rico fueron los principales destinos, pero también Santo Domingo, Venezuela, Louisiana, Nueva Orleans, Montevideo, Buenos Aires o Chile, entre otros.
Cuando regresaban de América, los que se habían quedado aquí tenían la impresión de que aquellos hombres venían desde el futuro. Iban vestidos de importantes señores caribeños, con impecable traje de lino blanco, pantalón subido muy por encima de la cintura, tirantes y sombrero de jipijapa. Esa indumentaria, ese comportamiento, a punto estuvo de causarle un disgusto a alguno. En 1936, al poco de empezar la Guerra Civil, el nieto de uno de esos indianos iba caminando por la calle vestido de blanco inmaculado cuando fue apresado. Solo se salvó porque los vecinos salieron en su defensa diciendo que esa indumentaria respondía a la de un monje. Un grupo formado por los torrencs que sí hicieron fortuna se organizó, contra la norma general de los indianos que buscaban terrenos aislados, para comprar siete parcelas juntas en la calle Nueva —actual Antoni Roig— y construir sus casas, todas con una estructura similar, un fresco jardín en la parte posterior y una acequia compartida. Una de esas casas es Cal Panxo, donde vive Albert. Perteneció a Francisco Gatell Soler, conocido como el Panxo, un fabricante de tejidos. Aunque mucha gente sobre todo recuerda, me cuenta Albert, a su hija Conxita. «Debió causar sensación en Torredembarra. Pere Romeu, el del restaurante 4 Gats, le dedicó una foto y varios hombres le enviaron unas cartas que tanto amor es imposible, empalagosas: desde que usted se ha marchado Torredembarra ya no es lo mismo, decía alguna. Eso sí, la caligrafía es maravillosa». El POUM de Torredembarra expropió la casa en el año 1936 y una vez acabada la guerra la recuperaron. La primera intención era que hiciera las funciones de local social, pero acabó instalándose un miembro de la guardia de Franco. Los indianos siempre tuvieron presente que el suyo era un viaje de ida y vuelta. No todos los que salieron de Torredembarra se instalaron de nuevo allí, Joan Güell, padre de Eusebi Güell, el gran mecenas de Gaudí, se fue a vivir a Barcelona. Entre aquellos que se quedaron en Torredembarra hay que destacar los actos filantrópicos de Pere Badia, quien financió el hospital, y Antoni Roig que hizo lo propio con el colegio.
Toda aquella costa catalana a la que regresaban tuvo que tener un aspecto muy parecido a lo que vemos hoy en Els Muntanyans. Desde las pasarelas que recorren ese espacio natural se oye un inconfundible sonido, el tren se acerca. El trazado ferroviario, que se puede ver hoy como algo poco propio de un entorno natural, probablemente fue la barrera que evitó que el hormigón también mojara los pies en la orilla de este pequeño reducto, una ‘aldea gala’ que muestra lo que un día fueron las playas naturales de la costa más plana del Mediterráneo. Allí me encuentro con la bióloga Iris Gual. Me cuenta que sus abuelos vivían en Baix a Mar. «Hacer vida en el barrio para un niño significaba que desde que salía el sol hasta que se ponía podías jugar en la playa, era el sitio habitual de recreo, de estar con los amigos. Els Muntanyans, en cambio, era la zona prohibida porque había bastantes estanques, juncos, mosquitos, escarabajos. Una zona muy silvestre». Precisamente por eso, el urbanismo no fijó su mirada en esos terrenos tan poco atractivos, de hecho se había llegado a desecar la zona para que no criaran los mosquitos.
«En los años ochenta —recuerda Iris— se despertó la conciencia de conservación de los espacios naturales. Yo contaba con veinte años y estaba estudiando biología; todo era muy bonito y tenía ganas de luchar por las cosas del pueblo. Junto a otros compañeros de la universidad empezamos a reivindicar la importancia del espacio porque no quedaban demasiadas lagunas litorales en la costa catalana. En el ayuntamiento había un poco de sensibilidad y no se permitió edificar. Poco a poco, la naturaleza fue recuperando su espacio y conseguimos que se protegiera, con la inclusión de Els Muntanyans en el Plan de Espacios de Interés Natural (PEIN) de la Generalitat de Cataluña».
«Tenemos un concepto equivocado del paisaje —sigue Iris—, vemos normal que los tractores aplanen la playa pero la posidonia muerta nos molesta. La playa no es una cosa plana, el viento empuja la arena y acaba formando el paisaje de dunas que vemos en Els Muntanyans. Si la aplanamos los granos de arena no llegan y el poder erosivo es mayor, cuando hay un temporal el agua se lleva la arena hacia el mar. La posidonia desgasta parte de la energía del mar al mover sus hojas y detiene los granos de arena que se depositan, sedimentan, y el agua queda más clara. Es una especie endémica del Mediterráneo, hay que conservar la que tenemos porque es una planta de crecimiento muy lento, es muy difícil plantarla. Incluso muerta, la posidonia hace una importante función como barrera natural de protección ante los temporales, por lo que no se tendría que retirar de las playas. Todo tiene su función, el sistema de dunas protege de los temporales del mar y las barras de roca y la posidonia que hay sumergidas delante de la playa, a diferentes profundidades, evitan que la erosión de la playa sea demasiado grande. Como todos los espacios naturales Els Muntanyans evoluciona, se mueve, está cambiando su fisonomía. Hay esfuerzos por parte de la brigada del ayuntamiento y de los agentes rurales para que el espacio se mantenga limpio, porque ecológicamente cumple una gran función».
La zona correspondiente a la marisma es la más cercana a la vía del tren y está compuesta por áreas inundadas que se conocen como salats. Es agua salobre, con cuotas de salinidad muy elevadas por la influencia directa del mar, aunque también hay una aportación de agua dulce por parte de la lluvia, principalmente, y de una reserva de agua que se encuentra almacenada entre las dunas. Los niveles máximos de agua tienden a durar poco tiempo debido a las altas temperaturas, que producen evaporación y una tendencia de los humedales a desecarse con rapidez. A priori, se podría pensar en una situación poco favorable para el hábitat, pero resulta todo lo contrario: al estar en contacto con el agua los sedimentos acumulados se oxigenan y se acelera la descomposición de la materia orgánica que se acumula en los momentos de inundación. Si toda esa materia no se secara la anoxia repercutiría en la flora y la fauna que podemos ver en Els Muntanyans. Este espacio natural se encuentra casi a mitad de camino entre el Delta de l’Ebre y los Aiguamolls de l’Empordà, siendo un punto de descanso, una especie de escala para muchas aves migratorias. En primavera es fácil ver diferentes tipos de aves, como flamencos, cigüeñuela común, avoceta común e incluso el chorlitejo patinegro, que parece que quiere anidar en la zona.
Desde las pasarelas de madera que recorren Els Muntanyans veo un par de barcas que se dirigen al puerto. Josep Maria Fortuny es uno de los pocos pescadores que quedan en Torredembarra. De abuelo y padre pescadores, lleva treinta y nueve años saliendo a la mar, desde los catorce. Amarra su barca, la Silena —nombre que viene de sus hijas Silvia y Elena—, y empieza a descargar las capturas del día. Practica las artes menores, igual que tres de las cuatro barcas pesqueras que todavía quedan en el puerto de Torredembarra. Ese día ha salido a las cuatro de la mañana para recoger las redes que había calado el día anterior y volver a tirarlas. La conversación con Josep Maria versa alrededor de lo que ha cambiado la pesca.
«A mí siempre me gustó ir a la mar, a la mínima oportunidad estábamos encima de la barca. De jóvenes nuestro hobby era coger un bote e ir a calar un palangre. Al principio salíamos directamente desde la playa, no había puerto, teníamos que varar las barcas cada día. Era mucho más duro, cuando se rompía el alambre con el que estirábamos la barca te tenías que tirar al agua, fuera invierno o verano». Con la construcción del puerto cambió todo, dice, pero se ha ido reduciendo el número de barcas. «Nosotros lo hemos hecho toda la vida, al ser una empresa de tradición familiar —su hermano también tiene barca— nos ha sido más fácil continuar. Pero tienes que llevarlo muy adentro, la mar es muy agradecida pero también hay días muy duros», confiesa Josep Maria.
Las barcas de artes menores salen a pescar a cuatro o cinco millas de la costa de Torredembarra, faenando a una profundidad de entre veinte y treinta brazas. A la vuelta, en función de si han calado nansas, palangre o han tirado el anzuelo, vuelven con pulpos, doradas, dentón, sardos o atunes. «En casa comemos pescado cada día y en ocasiones también cuando nos toca preparar el rancho en la barca. Rossejat, pescado con patata y alioli, merluza, verderón, pescado frito harinado, aunque el que más me gusta es el mero. Ayer mismo comimos uno en casa». Conviene en que es necesaria una labor educativa, aumentar la cultura del consumo de pescado para salir de las cuatro o cinco clases que siempre come la gente. «Hay especies menos conocidas, que hace años se descartaban pero resultan más económicas que las más demandadas en la pescadería. Y son igual de nutritivas», me cuenta el pescador.
El cambio climático está influyendo mucho en las labores pesqueras, la temperatura del agua ha subido y ese factor está determinando el tipo de especies predominantes, generalmente las más grandes que se están comiendo a las más pequeñas, como ha sucedido en el caso del atún con la merluza, prácticamente desaparecida esta última. «Lo del temporal Gloria del año pasado no lo había visto nunca. Antes había muchos días seguidos de buen tiempo, con la mar calmada, hasta un mes o dos seguidos. Actualmente es más inestable, un día sopla de mistral, otro de tramontana; siempre hay algo», se queja Josep Maria. Eso sí, destaca la libertad que siente cada día en la mar y la belleza de los amaneceres. «Hay muchos días iguales, pero cuando el amanecer es especial, por ejemplo con luz de tormenta, envío fotos a los grupos de amigos de mi quinta. Me dicen que eso no se paga con dinero pero yo pienso que no es para tanto, solo es mi día a día».
También han cambiado las barcas y los pescadores. « Siempre está el que es más pescador y el que es menos». Sus grandes manos, curtidas con diez mil salidas de sol y toneladas de salitre, apuntan a que Josep Maria debe estar entre los buenos. Me explica que hace algunas décadas la pesca funcionaba un poco por intuición. Se comprobaba la hondura con una cuerda y un escandallo, ahora las embarcaciones llevan sonda, radar y aparejos varios que han facilitado el trabajo y lo han hecho más seguro. Los pescadores conocían los sitios con rocas por las señas: una montaña, una casa, un árbol; trazaban una línea y sabían exactamente dónde estaban. Ahora también, aclara, pero te acostumbras a la tecnología y haces menos caso a las señas. «¡Si hasta tenemos un faro en la costa!»
El faro al que se refiere es el más alto de Catalunya, puesto en funcionamiento coincidiendo con el cambio del milenio. «La noche de Fin de Año de 1999 llegaba un telegrama con la orden de encendido», dice Juan José Heredero. Su profesión, la de farero —aunque técnicamente recibe la nomenclatura de Responsable de las Señales Marítimas— y la arquitectura de los faros siempre ha tenido un componente romántico, pero Juan José se encarga de rebajarlo: «Aunque todavía hay algunos faros habitados, nosotros trabajamos a distancia, desde una oficina en Tarragona delante de una pantalla». Pero lo cierto es que ese romanticismo, incluso cielo misticismo, existe. Al abrir la puerta para hacer la visita al faro nos encontramos con la carta de un niño, escrita en un papel de color amarillo fluorescente, que va dirigida al gnomo o enano del faro. En ella le pide, con toda la inocencia de la edad temprana, que el virus desaparezca para siempre y que sepamos apreciar la alegría de estar vivos.
El faro emite su señal, cinco destellos seguidos, cada treinta segundos. Un potente haz de luz que llega a diecinueve millas de la costa para indicar dónde está Torredembarra, una localidad que no puede entenderse sin sus historias de mar. Al caer la tarde, viendo ponerse el sol, me vienen a la cabeza algunas de las palabras de la entrañable Maria de Cal Fanaler. «Quiero mucho a la mar. Me gusta mucho cuando está enfadada, recuerdo que a veces acababa de comer y estaba soplando bien fuerte, un buen “levantazo”. Entonces decía que tenía que salir a hacer un recado pero en realidad iba a la plaza para ver cómo rompían las olas. A la montaña le doy su importancia, es muy guapa, pero a mí las montañas se me tiran encima. En cambio me pasaría horas y horas sentada junto a la mar, me transmite mucha tranquilidad. Y las salidas de sol, ¡ay! las salidas de sol. Lo ves apuntar, tan guapo, y de repente ves todo el sol, en un segundo. Siempre que salíamos de viaje, al regresar, me avisaban cuando se veía el mar de Torredembarra, mi hogar. Y ya me quedaba tranquila».
Premio de Periodismo Mañé i Flaquer
Este reportaje fue un encargo del Ayuntamiento de Torredembarra como parte del Premio de Periodismo Mañé i Flaquer, categoría de Periodismo Turístico, que el autor recibió en 2019. El Ayuntamiento de Torredembarra, la Demarcación de Tarragona del Colegio de Periodistas de Cataluña y Repsol, con la colaboración del Puerto de Tarragona, han presentado una nueva edición del Premio de Periodismo Mañé i Flaquer, en las categorías de Periodismo Camp de Tarragona, Periodismo turístico, Comunicación Local y Fotoperiodismo Camp de Tarragona. Más información y bases en la web del premio.
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