Douglas Tompkins y Kristine McDivitt se enamoraron de Patagonia. Durante años compraron tierras con la intención de protegerlas y devolverlas, en la medida de lo posible, a su estado primigenio. Hace unos meses se hizo efectiva la donación de buena parte de esas tierras a Chile para ayudar a crear una Red de Parques Nacionales.
Nadie está preparado para ver cruzar a un puma a pocos metros de distancia. Son pocos segundos; los dos primeros piensas que es cualquier otro animal, durante tres más te paralizas, y el resto del tiempo que el felino te concede te dedicas a disfrutar de uno de los grandes momentos que has vivido viajando, momento que se convierte en excepcional cuando al hablar con algunas personas que conocen bien la zona te cuentan que no lo han visto nunca o, a lo sumo, una vez en su vida: el territorio de un único macho puede llegar a abarcar mil kilómetros cuadrados. Apareció en una zona despoblada de vegetación, caminando despacio, con la seguridad de saber que tenía las de ganar. Cruzamos la mirada durante un instante que me pareció toda una vida y cuando consideró que ya se había dejado ver lo suficiente inició un ligero trote para desaparecer en una arboleda cercana.
Al cabo de un momento, tratando de asimilar lo sucedido —aunque me doy cuenta de que no lo he hecho hasta ahora que lo estoy escribiendo—, un huemul, el cérvido andino, saltaba en sentido contrario al que había salido el puma. En mi ascenso a la laguna de Cerro Castillo había cruzado por un lugar de paso de huemules y, seguramente, el puma estaba al acecho, esperando una cena que le acababa de estropear. El resto del ascenso hasta la laguna ya no fue lo mismo; ni el paisaje sublime, ni la presencia de la montaña que da nombre al parque, de indudable porte patagónico; ni el color verde, matiz imposible, de la laguna. En mi cabeza solo daba vueltas una palabra: puma, puma, puma. En el camino de regreso hicimos un alto en el lugar donde habíamos dejado los caballos con los que recorrimos el primer tramo de la ruta. Cristian, nuestro guía, un gaucho grandullón de amplias espaldas y firme apretón de manos, había preparado una delicada tabla de quesos, uvas y nueces sobre un par de monturas dispuestas en un tronco. El rato se fue charlando sobre el fortuito encuentro y escuchando historias sobre Patagonia.
Pocos nombres hay tan evocadores en el imaginario viajero como Patagonia, una región del mundo que solo se puede abarcar en sueños. Nueve letras que tantos escritores quisieron meter en un libro, como si Patagonia cupiera en dos centenares de páginas. A otros les bastó con imaginarla, solo su mención bastaba para que su mente volara. El escritor Blaise Cendrars, que nunca estuvo en Patagonia, escribió en Prosa del Transiberiano: «Sólo queda la Patagonia, la Patagonia que conviene a mi inmensa tristeza, la Patagonia y un viaje a los mares del Sur». Otros que jamás pisaron este vasto territorio fueron los noruegos Edvard Munch y Hans Jaeger. El pintor y el escritor, en etílicas conversaciones mientras Jaeger estuvo preso por escándalo, decidieron que iban a fundar una colonia erótica en la Patagonia.
Ni para alimentar la melancolía ni para crear campamentos del desenfreno; yo había viajado hasta Chile para recorrer la región de Aysén en busca de algunos de los paisajes menos conocidos del norte de Patagonia: el lago General Carrera, las capillas de mármol, la laguna de San Rafael, los parques nacionales Cerro Castillo y Patagonia o el río Baker entre otros; y para encontrarme con Kristine McDivitt, la viuda de Douglas Tompkins, con la intención de que me hablara sobre uno de los mayores actos filantrópicos, de amor a nuestro planeta, que se han llevado a cabo: la donación de más de 400.000 hectáreas al Estado de Chile con la condición de que el país también aportara tierras, las convirtiera en parques nacionales y ampliara otros ya existentes. Junto a otras donaciones previas, esto ha supuesto la creación de una ruta de 17 parques nacionales entre la región de Los Lagos y el Canal Beagle, 2.800 kilómetros desde Puerto Montt al Cabo de Hornos. «Cuando tienes mucha plata puedes tener un jet privado o un ecosistema completo para proteger el planeta», con esta frase me recibió Kristine en su casa de Valle Chacabuco, el corazón del Parque Nacional Patagonia.
Las cosas han cambiado mucho desde que compraron el primer pedazo de tierra en Reñihué, cuando Tompkins preguntó, de manera algo ingenua, si la compra incluía el volcán que se veía al frente. La respuesta no pudo ser más obvia: “Sí, señor, incluye el volcán”. La compra de tierras por parte de dos extranjeros despertó todo tipo de suspicacias, me cuenta Kristine: «Dijeron que queríamos crear un país judío nuevo, aunque habíamos crecido como anglicanos; que habíamos cruzado al león africano con el puma para hacer una superespecie que matara al ganado y poder remplazarlo por búfalos norteamericanos, que nos queríamos quedar con el agua o que íbamos a crear un cementerio para deshechos nucleares».
Con el mismo ojo que Doug creó ropa técnica en The North Face y camisetas en Esprit, marcas de las que fue cofundador y que le proporcionaron su fortuna, diseñó —imaginó— parques nacionales desde el aire, sobrevolando Patagonia en su avioneta. Se dedicó a hacer una especie de “sabotaje industrial”, cuando veía algún tramo de un río donde se pudiera colocar un puente trataba de comprar las tierras a ambos lados para frenar la llegada del progreso. Sin su empeño, probablemente habrían llenado Patagonia de represas.
Birdie y Lolo, Picaflor y Águila, Doug y Kris, tres pares de nombres para una misma pareja, amantes de la aventura y de los deportes de riesgo. La muerte de Douglas Tompkins, en un accidente de kayak en el lago General Carrera, aceleró la firma de los convenios para la donación; aunque el paisaje ya estaba protegido desde mucho antes. Los ovejeros que habían trabajado en Valle Chacabuco están ahora en los proyectos de conservación y muy cerca del lugar donde está enterrado Tompkins encontramos una huerta de agricultura biointensiva, o de escala humana como prefieren decir Francisco Vio y Javier Soler, los responsables de cultivar las verduras y hortalizas que luego servirán en el restaurante.
Pasamos la tarde conociendo otros de los proyectos de la Fundación Tompkins, los que conciernen a la protección y reintroducción de fauna, como la cría en cautividad de los ñandús que traen de diferentes partes para evitar la consanguinidad que estaba afectando a la especie. En el parque hay varias opciones de alojamiento, todas respetuosas con el medio ambiente. Para el lodge principal, en el que me alojo, se utilizaron materiales reciclados de galpones antiguos y piedra de una cantera del propio parque. Desde la ventana de mi habitación veo pasar decenas de guanacos, algunos pendientes de sus crías, los chulengos; la última luz de la tarde va modelando las montañas al frente y las tiñe de un color rojo intenso. Me acuesto pensado en los motivos que llevan a una pareja a dar su fortuna para un propósito que verá sus frutos durante los próximos siglos, buscando el desarrollo económico basado en la conservación con un beneficio evidente para las comunidades locales. Quizá la respuesta está en una de las frases de Kristine durante la entrevista: «Quienquiera que seas, cualesquiera que sean tus intereses, con lo que sea que te hayas enamorado, te levantas cada mañana y haces algo. Actúas, te unes a la batalla, y luchas por una sociedad humana que viva en equilibrio con el mundo natural».
A poca distancia de Valle Chacabuco se encuentra la Reserva Nacional Tamango, hoy parte del Parque Nacional Patagonia. Habíamos quedado en el embarcadero del río Cochrane con Elvis, el barquero con el que íbamos a navegar por el límite sureste de la reserva. Subimos en la panga con la intención de remontar el río hasta alcanzar el lago Cochrane. En la ribera, una hembra de huemul se resguardaba, en la sombra de un árbol, del calor que a esa hora del día marcaba sus máximos. El agua era de un color azul intenso cuando mirabas en la distancia, absolutamente transparente en el plano corto. Al llegar a la boca del lago apareció uno de esos paisajes para los que solo cabe el silencio: las montañas, con algo de nieve en sus cumbres, se reflejaban en el espejo acuático, y muy al fondo, donde el lago cambia de nombre, era ya Argentina.
Por la tarde cambiamos las tranquilas aguas del lago por las salvajes de la confluencia de los ríos Baker y Neff. En el acceso del camino que llega hasta el encuentro de los cauces un cartel anunciaba la venta de una casa con terreno, un terreno tan grande como solo lo pueden ser en Patagonia; un cartel que invitaba a soñar con las palabras del ambientalista Edward Abbey: «Que tus senderos sean sinuosos, solitarios, arriesgados y te conduzcan a las vistas más espectaculares. Que tus montañas se alcen entre y por encima de las nubes». Todavía quedaba otra manera de sentir los ríos de Patagonia: metiéndose en ellos, practicando rafting en el río Baker. Mientras me ajustaba el traje de neopreno miraba de reojo al río. No era la primera vez que iba a remar en aguas salvajes, pero sin duda era la primera que lo iba a hacer en un paisaje de belleza tan abrumadora, con ese hipnótico color verde de las aguas. A partir de ahí, gritos de emoción, tratar de coordinar los remos entre todos los que estábamos a bordo y la gran sensación de libertad cuando, en un remanso del río, me permitieron dejarme caer al agua para que el río me arrastrara corriente abajo. Solo el frío puso límite temporal, pero sobre todo sensorial, a ese baño con el cielo por techo y las cumbres de las montañas que parecían caer sobre mí.
En Patagonia la distancia nunca se corresponde con la de la escala de los mapas ni con la de los indicadores a pie de carretera. En Patagonia, con carreteras de ripio y mil paradas entre dos puntos para, simplemente, mirar, la distancia se mide en tiempo. El solo hecho de viajar por la carretera Austral, observando las cambiantes luces patagónicas, hace que las rutas se hagan deliciosamente largas. La Austral bordea todo el sector occidental del lago General Carrera. El lago era conocido por el nombre de Chelenko por los tehuelches, cuya traducción aproximada sería “aguas turbulentas”. No deja de ser extraño ver ese nivel de oleaje, más propio del medio marino, en un lago. Fue esa fuerza del agua la que esculpió las Capillas de Mármol.
Desde Puerto Río Tranquilo, un pequeño pueblo con unas pocas docenas de casas con las paredes de tejuela, se accede a bahía Mansa, donde parten los botes para llegar a este hermoso capricho de la naturaleza. Durante más tiempo del que podemos asimilar, el viento y el agua han ido gastando la piedra caliza hasta que los estratos de mármol afloraron en la superficie. La luz y el suave oleaje hacen que los colores “se muevan”, en un baile de azules grisáceos y turquesas, amarillos gastados, rosados y blancos puros. El viaje continuaba hacia Bahía Exploradores. Nuestro guía, como si fuera una letanía o una particular lista de reyes godos patagónicos, iba nombrando los árboles y arbustos que encontrábamos por la ruta: lenga, coihue, ñire, raulí, notro o ciruelillo, ciprés de las Guaitecas —una madera muy apreciada por los chilotes para la construcción de embarcaciones—, maitén, nalca —con sus hojas se prepara el curanto al hoyo—, chilco, fuinque. En esa media luz que dan los días nublados, un montón de coihues que un día fueron un bosque, ya muertos, emergían del agua como fantasmas, con el monte de San Valentín, el más alto de la Patagonia chilena, de telón de fondo.
En Bahía Exploradores nos esperaba una embarcación para alcanzar el frente del glaciar en la laguna San Rafael. El primer tramo navegamos, plácidamente, por el río que da nombre a la bahía; las aguas eran, esta vez, de un color verde blancuzco, lechoso, debido a que se alimentan de los glaciares que se desparraman por las laderas, formando vistosas cascadas durante el deshielo. Al llegar al estero Cupquelan el agua cambia de color y empieza la fiesta: el oleaje hace que la navegación se convierta en una especie de rodeo. Cuando Cupquelan converge con el siguiente estero, Elefantes, se hace imposible permanecer de pie y al tercer cabezazo decides prestar más atención al letrero de “Mind your head”. La calma vuelve en Punta Leopardos, en lo que se conoce como falsa laguna, donde se empiezan a ver los primeros pedazos de hielo que se han desprendido del glaciar. El frente del glaciar San Rafael, de ese tono azul berilo que tanto entusiasmaba a Darwin, es imponente. Más aún cuando se escuchan los crujidos y llega el estruendo que producen trozos de hielo tan grandes como edificios al caer al agua.
El viaje termina en Coyhaique, la capital de la región de Aysén. Cierro el círculo en la cervecería D’Olbek. Charlie Smet D’Olbecke, de origen familiar flamenco y productor de la cerveza artesana que sirven, había sido administrador de la estancia de Valle Chacabuco durante casi veinte años, hasta que los Tompkins la compraron como pieza esencial en el puzle de lo que, años más tarde, sería el Parque Nacional Patagonia. La idea de la cerveza le había rondado anteriormente por la cabeza, sin tener idea previa de su elaboración. Encontró unos equipos en Temuco, medio abandonados, los compró y empezó a elaborar cerveza. El primer tanque le salió malo, imposible de beber. Poco a poco fue afinando el proceso y hoy sirve dos grandes cervezas, una lager y una ale, así como una más curiosa con bayas.
La de Charlie es una de esas historias que suelen darse en Patagonia, un lugar que lleva implícitas metas, cambios de vida, aventura; una tierra dura, en la que una simple lata de melocotón en conserva, marca Oso, servía como regalo en las conquistas amorosas entre las parejas que se formaban en las estancias ovinas. Esa dureza, la promesa de aventuras continuas y un amor incondicional por el planeta llevaron a Douglas y a Kristine a instalarse en Patagonia. «Si algo puede salvar el mundo, yo apostaría mi dinero a la belleza», solía comentar Doug. Pero la mejor respuesta a lo que Patagonia te regala me la dio Kristine: «Estás en la presencia de un paisaje que te llama, que se siente muy fuerte. ¿Qué significa para mí Patagonia? Amor».
Hola Rafa, te llevo siguiendo hace unos cuantos años y como siempre se me hace larga la espera del tiempo que transcurre entre reportaje i reportaje, ya que para mí es un regalo. Feliz Navidad y un fuerte abrazo, Florent