“Ya no veo pasar a los vecinos del pueblo con sus cabras… ahora pasan senderistas”. Y María Padrón, que no aparenta sus casi noventa años, se asoma al porche de su casa para hablar con ellos: “Este camino lo bajaba yo a diario y volvía con trece litros de agua a cuestas”. Cogía el agua de un pozo que había junto a la playa y criaba a sus seis hijos. Ella, como todos en El Pinar, sobrevivía subiendo y bajando por este empinado camino de 2,5 kilómetros que zigzaguea el barranco para sortear más de 500 metros de desnivel hasta fundirse con el mar. Hoy, este sendero cautiva al visitante del Hierro. La más pequeña de las islas del archipiélago canario, la más alejada de la península y la menos turística, tiene en su paisaje el mejor de los patrimonios.
El Hierro es una isla de fértiles campos en el Golfo, áridos lajiales y formaciones volcánicas en el sur; de intenso verde, la humedad de la laurisilva y ese azul profundo del océano: de amplias praderas y vertiginosos acantilados de hasta mil metros de altura; de pino canario de porte muy recto y las sabinas de formas retorcidas por el viento violento y caprichoso.
El Hierro se resistió, como ninguna de las otras islas canarias, al hormigón —o quizás el hormigón se resistió a la isla—. Con el 60% de su paraje natural protegido y declarada Reserva Natural de la Biosfera por la UNESCO, la isla atrae ahora a visitantes en busca de reposo y, sobre todo, a senderistas de todo el mundo. Sin campos de golf, sin ningún gran complejo hotelero y sin semáforos, los caminos se han convertido en el principal polo de atracción de la isla y en la mejor manera de entenderla y disfrutarla: la red de senderos supera los 230 kilómetros.
En Canarias se conoce como Camino Real a los caminos principales que comunicaban los pueblos. En El Hierro, el Camino Real de Jinama —conexión directa entre la capital y el valle del Golfo, la huerta de la isla— llama la atención no sólo por ser uno de los más antiguos, sino por su espectacular trazado y las vistas que proporciona. El camino desciende o sube —según se mire— más de 1.200 metros de altura casi en vertical.
“Hasta los años ochenta mucha gente bajaba en marzo por este camino para podar la viña que tenía en el Golfo. Regresaba en junio a sus pueblos y en agosto volvía a ir al valle para la vendimia y para recoger la fruta”, explica Geni Suárez. El camino de Jinama, como tantos otros en la isla, era un camino de mudada, una modalidad de trashumancia en la que los herreños se llevaban consigo a sus animales, desde el perro a las gallinas o las cabras y cochinos si los tenían, y también sus enseres. En una economía de subsistencia, basada en la agricultura y la ganadería, casi la totalidad de las familias de la isla se “mudaba” de una parte a otra de la isla según la época del año.
El camino de Jinama empieza —o acaba— en la plaza de la Candelaria, en La Frontera. El campanario, separado de la iglesia y erguido sobre la montaña de Joapira, es para muchos senderistas el inicio de un recorrido de unos veinte kilómetros hasta el pueblo de Valverde. Cada tramo del camino de Jinama, la mayoría todavía empedrado, tiene nombre propio: los Zarzales, las Vueltas del Pino, la Piedra Labrada, el Camino Caído, el Mocán de la Helechera, el Mocán de la Sombra, la Fuente de Tincos, el Miradero Nuevo —con espectaculares vistas sobre el valle—, el Descansadero de la Virgen, el Roquito Guarrama o las Vueltas de Jinama, entre otros. Hasta 62 curvas dibuja el sendero.
De entre las muchas historias del camino de Jinama, Andrés García, técnico medioambiental y uno de los que mejor conoce el paisaje herreño, cuenta desde partos clandestinos a hazañas hípicas, o las “voces de aviso”, una costumbre de los caminantes cuando llegaban poco más o menos a la mitad de la bajada: “En un especie de llano muy pequeño se solía descansar y desde allí se gritaba a la familia para decirles que ya llegaban”. Aprovechando la buena acústica de la zona, y a falta de televisión y radio, también se aireaban a grito pelado los cotilleos y los “trapos sucios”, en lo que popularmente se conocía como “malgareo”. De ese modo, alguno que otro se enteró de las aventuras de su pareja.
En dirección a Frontera, el sendero alcanza la zona alta de la isla —1.230 metros de altitud—. Allí, las vistas del Mirador de Jinama —ubicado junto a la Ermita de la Caridad— compensan, con creces, el esfuerzo de la ascensión. Ya en lo alto, el camino hasta Frontera cruza la meseta de Nisdafe, verde y húmeda, a menudo con niebla, donde pacen los animales.
Texto © Sara Sans
Excelentes fotos y textos, la isla de El Hierro es la idónea para escuchar el silencio y extremadamente buena para caminar y relajarse. Felicidades por haberla conocida.