Tumbado en la arena me sorprende cómo la brisa hace sonar las hojas de las palmeras igual que la lluvia fina. Tengo los ojos cerrados porque el sol me da en la cara. Las olas marcan el paso del tiempo. Dice el escritor Paul Theroux que los momentos felices son inolvidables, pero que apenas duran un instante. En un pasaje de El Tao del viajero, confecciona una lista de lugares del mundo donde recuerda haber sido feliz. Aquí va uno: “En una playa que me encantó de Costa Rica, en la provincia rural de Guanacaste, al noroeste. Construiré una casa con una galería y me sentaré a escribir como O. Henry en Honduras”.
Guanacaste es sinónimo de playa. La provincia es la segunda mayor en extensión de Costa Rica. A la vez, es una de las más despobladas. El turismo se encarga de ocuparla. Ocupar no es poblar. En la península de Nicoya están algunas de las mejores playas del país para hacer surf. Playa Grande es una de ellas. La resaca en el Pacífico es fuerte, pero a cambio deja olas perfectas. Y luego hay playas donde tumbarse a ser feliz. Pienso que sería demasiado trabajo hacer un listado completo de todas las playas de Guanacaste. Ahora estoy ocupado en ser feliz: sólo llevo un bañador y voy descalzo; mientras, en Europa, la familia y los amigos visten de invierno. Casi me siento culpable. Por ello no voy a hacerme un selfie felicitando las navidades desde el paraíso, sería demasiado. En esta arena blanca habría quedado bien un “feliz Navidad”. A cambio, me pido agua de coco, brindo por el ocio que nos salva y sigo tumbado.
Robert Louis Stevenson, aparte de escribir sobre tesoros, mares del sur y el extraño caso de desdoblamiento del doctor Jekyll, escribió una apología del ocio. En ella vino a decirnos que no recordaremos los tiempos de estudio, trabajo y esfuerzo, sino, más bien, los tiempos de ocio que nos hacen felices. Felices y virtuosos a través del vagabundeo es lo que reivindicaba. Que nadie se sienta culpable por disfrutar de las playas de Guanacaste.




En 1994, The Endless Summer II, una película mítica sobre el surf del director Bruce Brown, puso en el mapa a Tamarindo. Desde entonces queda poco del pueblo de pescadores artesanales. Con los primeros nómadas de las olas perfectas llegó el desarrollo urbanístico. En la meca del surf de la península de Nicoya se respeta la bahía y el estuario, que forman parte del Parque Nacional Las Baulas, el lugar más importante en Costa Rica para el desove de las tortugas marinas baula o laúd (Dermochelys coriacea), las de mayor tamaño. Pero el pueblo original ha desaparecido entre tiendas de alquiler de tablas, supermercados, galerías de arte, cafeterías, hostales, hoteles, restaurantes y panaderías donde comprar baguettes francesas. A Tamarindo no se viene a descansar, se viene a surfear. Igual que se va a surfear a Nosara. Su lema lo deja claro: “Sin zapatos, sin camisa, Nosara”.
En estas tierras el avellano, la palmera y el Guanacaste —un árbol que en flor es una pintura puntillista— llegan casi a la orilla del Pacífico.



Bajo la vegetación, gente ociosa de la que le gustaba a Robert Louis Stevenson. Puedes comer de todo, que si chifrijo, pescado con arroz y patacones, gallo pinto, vigorón, una langosta tal vez, o un churchill helado para los más golosos. Los bañistas acuden con sus neveras, con media vida a cuestas para estar cómodos, con balones con los que jugar, algo de música, un pareo o una hamaca para tumbarse. El horizonte del mar es el más perfecto de los horizontes; podrías caminar sobre él haciendo equilibrios como lo haces al caminar sobre la arena mojada. Las espumas de las olas borran tus huellas. Aquí el silencio suena a mar. No todas las playas tienen arena, Playa Conchal no la tiene. A cambio, la blancura inmensa, tanto que duelen los ojos cuando el sol está alto. Seguramente una playa tan pequeña no recibió nunca tanta admiración. Playa Conchal está formada, en un 98 %, de conchas y estratos de roca sedimentados por el mar. Este universo sedimentado haría feliz a cualquier coleccionista. También a algún faquir que guste andar descalzo. Cuesta acostumbrarse, no puedo andar sin resultar ridículo. La belleza no siempre es cómoda; pero en Conchal soy de nuevo feliz.




Para viajeros que no gusten de las emociones fuertes hay aguas más calmas en Playa Sámara, con un mar resguardado por el arrecife de coral ideal para bucear, para flotar o para subirse a remar en un kayak. También en Playa Flamingo, una de las más bellas de Costa Rica. Es posible que la de Flamingo fuera la playa de la que hablaba en su libro Paul Theroux. El lugar donde uno es feliz es el mejor lugar para construir una casa. Puestos a pedir, que sea con una galería desde la que disfrutar de los atardeceres de Guanacaste.
Cierto que un ocioso está mal considerado; pero en cambio, todos ambicionamos la felicidad y para lograrla ocupamos gran parte de nuestras vidas. Desde que fui a Guanacaste, cuando quiero ser feliz, recuerdo la espuma de las olas del Pacífico haciéndome cosquillas en los tobillos. Lo fácil que es ser feliz en las playas de Guanacaste, tal vez tenga algo que ver con que sea uno de los lugares de Latinoamérica con las personas más longevas.



Fotos © Gonzalo Azumendi
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