“Yo enviudé de tantas casas en mi vida y a todas las recuerdo con nostalgia”.
En las casas de Neruda los ladrillos fueron versos; las estrofas de su sus poemas, sólidos cimientos comprometidos. El bardo aseguró en más de una ocasión que su verdadera profesión era la de constructor; las casas crecían dentro de él y vivía en ellas desde mucho antes de acabarlas. Nunca tuvo una concepción burguesa de la arquitectura ni de la decoración, sino onírica: creaba un espacio porque lo había imaginado, lo adaptaba a un nuevo cachivache al que le había echado el ojo en algún anticuario o construía a partir de una ventana encontrada. Luchó todo el tiempo para dar humanidad a unos materiales, decía, que impedían el capricho excesivo. Siempre anduvo pensando en levantar nuevas casas, como denota una carta que escribió desde Roma a los Velasco —los copropietarios de La Sebastiana, la casa de Valparaíso— en la que los animaba a viajar a la Toscana en el 64 para ensayar una “sebastianización” de Europa: “ Si hay vida para entonces, los pesos llegarán”.
En Chile, Neruda dejó tres casas, la mencionada de Valparaíso, la de Isla Negra y La Chascona en Santiago. Las tres tienen muchos elementos en común, pero destaco dos: chimeneas y bares. Por un lado la calidez, intimidad y bienestar del hogar, pero también el imprescindible calor de la amistad. En todas sus casas metió el agua, los cielos y el mundo entero. Siempre estaba esperando algún contenedor con las cosas que compraba en sus viajes como diplomático o allá donde su poesía le llevaba. Viajes en los que encargaba a su media hermana, Laurita Reyes, que velara por sus casas; para que no le diera a Isla Negra por irse hacia el mar por la noche o para que las gaviotas no se llevaran volando a La Sebastiana. Así que Laurita la ataba a las nubes con un dedo, tal como solía hacer Pablo.
“En mi casa he reunido juguetes, pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre el niño que vivía en él, y que le hará mucha falta. He edificado mi casa como un juguete y juego con ella de la mañana a la noche”.
Pablo Neruda sobre La Sebastiana.
En sus casas celebró numerosas fiestas rodeado de amigos. No demasiados, no le gustaban los grandes grupos porque nunca se sabe “cuando te cae un alfilerazo, un aguijón”. En muchas de las fiestas se disfrazaban, siempre recordaba al escritor Francisco Coloane como el Rey de los Corsarios, con los dos ojos tapados con parches y su gran vozarrón magallánico y sinfónico que bien podría haber sido el de un pirata. Cuando celebraban su cumpleaños, Neruda solía lucir un birrete universitario de Oxford. Al Capitán le gustaba colocarse tras la barra de los bares, en ocasiones vistiendo una chaqueta roja y pintándose un bigote, y pregonar unas sencillas reglas: no hablar de política, no presumir de inteligente, ni pecar de tonto grave, con el fin de sentar un agradable ambiente. Preparaba un cóctel único, llamado coquetelón, para sus invitados; el champán elevaba la euforia, el coñac y el Cointreau mantenían alto el pabellón, y el zumo de naranja era puro despiste, el necesario camuflaje. Con una de esas grandes fiestas inauguró La Sebastiana el 18 septiembre 1961, día de las Fiestas Patrias en Chile. Los invitados formaban parte de una “Lista por méritos inolvidables”, en la invitación se podía leer: “Siempre quisimos tener un punto nuestro en el puerto, en donde estuviéramos rodeados por el sortilegio de Valparaíso. Por fin aquí, gracias a cada uno de ustedes y a nuestra insondable locura ha nacido hoy La Sebastiana. Los acogeremos en este primer día abriendo de par en par las puertas para ustedes y para siempre”. También estaba escrito el menú: Empanadas, vino tinto y cielo azul. Fiesta sí, pero si llegaba la hora de la siesta sabía escurrirse sin hacer ruido.
“Siento el cansancio de Santiago, quiero hallar en Valparaíso una casa para vivir y escribir tranquilo. Tiene que poseer algunas condiciones. No puede estar ni muy arriba ni muy abajo. Debe ser solitaria, pero no en exceso. Vecinos ojalá invisibles. No deben verse ni escucharse. Original, pero no incómoda. Muy alada, pero firme. Ni muy grande ni muy chica, lejos de todo. Pero con comercio cerca. Además, tiene que ser muy barata. ¿Crees que podré encontrar una casa así en Valparaíso?”
Encargo de Neruda a Sara Vial para que le busque vivienda en Valparaíso.
La Sebastiana está en el cerro Bellavista de Valparaíso. Fue bautizada así como homenaje a Sebastián Collado, su primer constructor, un español que falleció antes de estrenarla. Además, a Neruda le parecía nombre de goleta. La casa fue compartida con el matrimonio formado por el doctor Francisco Velasco y la artista María Martner —fue la autora de los mosaicos de piedra de la chimenea de Isla Negra y del mapa de Patagonia de La Sebastiana— , que ocuparon las dos primeras plantas. “Salí perdiendo, compré puras escaleras y terrazas”, bromeaba el poeta que lo que realmente quería eran las vistas. Desde la torre de la casa dominaba el puerto con su catalejo: “¿Ves esa casa verde, al lado de la casa gris, encima de esa otra, anaranjada? A cierta hora aparece una mujer desnuda en la ventana. Luego sube al techo y toma baños de sol”. Tuvo la idea, no llevada a cabo, de habilitar en la terraza una pista de aterrizaje para helicópteros y posibles astronavegaciones.
La casa está llena, como todas las demás, de objetos de colección como platos con globos aerostáticos, mapas, marinas, vitrales, una sopera italiana con la forma de una vaca y un cuadro vivo que incorpora una caja de música y un reloj. Junto a la barra de bar hay un pedicuro donde le cortaban las uñas. La puerta de entrada, pintada de rosa, perteneció a un antiguo confesionario y en ella cuelga un cartel que reza “Prohibido fumar y expectorar”. En un pequeño lavabo junto a la barra podemos ver un espejo convexo en el que le gustaba mirarse porque se veía más delgado. En el estudio donde trabajaba cuelga una gran foto de Walt Whitman. Un día, Rafita, el carpintero que trabajó en la casa, le preguntó si era su papá. “Sí, es mi papá”, le respondió Neruda.
Le gustaba cambiar de año en La Sebastiana para ver los fuegos artificiales del puerto desde el gran ventanal del salón. Poco después de su muerte, profanaron la casa. Los vecinos avisaron a Matilde Urrutia, su última mujer, para que fuera a cerrar. Se encontró todo alborotado y puso un poco de orden. Al cabo de un tiempo, encontró a los vecinos alterados, algo pasaba de nuevo en el interior de La Sebastiana. Al entrar vio un águila, que no tenía forma de haber entrado por ningún lugar. Recordó que Pablo le decía que en otra vida le hubiera gustado ser un águila.
La casa crece y habla
se sostiene en sus pies,
tiene ropa colgada en un andamio,
y como por el mar la primavera
nadando como náyade marina
besa la arena de Valparaíso,
ya no pensemos más: ésta es la casa:
ya todo lo que falta será azul,
lo que necesita es florecer.
Y eso es trabajo de la primavera.
Del poema La Sebastiana, Pablo Neruda
Si a La Sebastiana llegó cansado de Santiago a Isla Negra lo hizo buscando un lugar donde refugiarse para escribir Canto general. También fue el lugar en el que se encerró a esperar la noticia del Nobel, a salvo de periodistas. El mar da carácter a la casa, se mete en ella, se refleja en los cristales. Si se te ocurre darle la espalda, se huele, se intuye todo el tiempo. Mar que parece estar amasando un pan infinito, como cuenta Neruda en su autobiografía.
“El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana”.
Isla Negra fue la más querida de sus casas, donde escribió la parte más importante de su poesía. “La casa… No sé cuándo me nació… Era a media tarde, llegamos a caballo por aquellas soledades… Aquí, dijo don Eladio y allí nos quedamos. Luego la casa fue creciendo, como la gente, como los árboles…” Así se refirió el poeta al primer encuentro con la casa. Pero no le dejaron crecer los árboles, la municipalidad quiso verle a la altura de sus reglamentos y, al volver de un viaje por Europa, se encontró con sus árboles talados.
Isla Negra es la casa que tiene más de museo, con más de 1.500 objetos inventariados y expuestos: máscaras, botellas transparentes, botas, veleros en botellas, diablillos mexicanos de cerámica, fotografías de Whitman y de Rimbaud, planisferios sobre vidrio, cajas de insectos y de mariposas, relojes, mapamundis, instrumentos de navegación, un baño decorado con tarjetas postales (un poco) eróticas. Muchas cosas relacionadas con el mar aunque se consideraba marinero de tierra, amaba el mar pero detestaba navegar: “Yo soy un amateur del mar, y desde hace años colecciono conocimientos que no me sirven de mucho porque navego sobre la tierra”.
En la habitación vemos la cama que compartió con Matilde, con un amplio ventanal por donde se cuela el Pacífico. Hay que imaginar al poeta durmiendo con bufanda y calcetines de lana, por lo visto era muy friolero. En esa habitación tuvo una jaula llena de canarios que rompían a cantar al unísono, como una caja viva de música. Neruda amó extraordinariamente a los pájaros, conocía el nombre de todos los pájaros de Chile y tenía discos que escuchaba durante horas con el canto grabado de pájaros amazónicos. Uno de sus libros, Arte de pájaros, está ilustrado con los dibujos de pintores amigos y dividido en dos partes: Pajarintos, sobre las aves reales, y Pajarantes sobre las ficticias, las imaginadas por él.
En la casa destacan sus mujeres de proa, las grandes muñecas que rescató del mar. Mascarones bautizados como Guillermina, María Celeste —su predilecta—, La Sirena, Cymbelina, de mantilla y nariz rota; Medusa y Micaela entre otras. Otra de las figuras curiosas es la del caballo de Temuco. Fue una de las fijaciones del poeta, podía ponerse muy pesado cuando una pieza le gustaba. De niño, de camino a la escuela, veía el caballo expuesto en la talabartería del pueblo. Todos los niños le tocaban la nariz, que de tanto sobarla quedó desteñida y le dejó, además, una mancha en la frente. Ya en su etapa de cosista —siempre prefirió esta palabra a coleccionista— intentó comprar el caballo pero le pedían demasiado: “Soy poeta, pero no tanto”. Años más tarde, la talabartería sufrió un fatal incendio y se salvó solo el caballo, con apenas la cola quemada por las llamas. Entonces pudo comprarlo. El primer destino fue La Sebastiana, entró volando por la ventana izado con una grúa. Los amigos de Pablo buscaron por toda la provincia las más robustas colas de caballo para sustituir la chamuscada. Actualmente, podemos verlo en una de las estancias de Isla Negra.
En la entrada del bar de la casa hay un molinillo gigante —otro de los caprichos que más suplicas costó a Neruda— y un enorme zapatón que simboliza las botas de Siete Leguas. En las vigas del bar están escritos los nombres de los compañeros de copas más entrañables que fallecieron antes que él. Entre ellos nuestro Federico, que “nos enlutó a todos por un siglo”, y Alberto Rojas Jiménez, que “siempre pareció bailar en la miseria como un pájaro dorado”. De Alberto Rojas copió Neruda el uso de la capa romántica y el sombrero alón.
De la cama de la habitación de Isla Negra Pablo Neruda se fue al hospital en Santiago, donde falleció el 23 de septiembre de 1973. El 12 de diciembre de 1992, los restos de Pablo y de Matilde se trasladan a Isla Negra desde el Cementerio General de Santiago, a una tumba frente al mar como fue deseo expreso del poeta. En el libro de visitas de la casa, Gabriel García Márquez dejó escrito “Confieso que he venido”, en alusión a la autobiografía de Neruda Confieso que he vivido.
Compañeros, enterradme en Isla Negra,
frente al mar que conozco, a cada área rugosa
de piedras y de olas que mis ojos perdidos
no volverán a ver.
En la entrada de La Chascona, al pie del cerro San Cristóbal de Santiago, hay seis columnas con placas de bronce donde está escrito el poema Pido silencio, una oda al último viaje. Neruda le puso nombre a la casa en honor de Matilde, Chascona es una palabra quechua que quiere decir pelo desordenado o despeinada. En el comedor de la casa, un cuadro de Diego Rivera representa a esa Matilde despeinada que esconde a Pablo en su cabello; la casa fue, al principio, el lugar de los encuentros furtivos entre los dos amantes, que habían pasado un mes en la isla italiana de Capri. Matilde se trasladó a la casa en 1954, Pablo buscaba cualquier excusa ante su mujer, Delia del Carril, y hacía que Ricardo, su chófer, le llevara a La Chascona. Un jardinero despechado, al que Neruda había despedido por robarle dos botellas de vino, le contó a Delia la aventura. En Febrero de 1955, Neruda se traslada definitivamente a vivir con Matilde, con la que pasó los últimos 18 años de su vida.
El bar de la casa fue el de un antiguo barco francés. Un salero y un pimentero, etiquetados como morfina y marihuana, son la muestra del irónico sentido del humor que tenía. El 11 de septiembre de 1973 se produjo el Golpe Militar en Chile, doce días más tarde Neruda fallecía en la clínica de Santa María. Fue velado en La Chascona por deseo de Matilde, pese a que la casa —también La Sebastiana— fue objeto de vandalismo por parte de los militares. No quisieron robar sino destruir, obstruyeron la acequia del patio para que el agua inundara la casa. Pero unos pocos amigos del poeta pusieron tablones sobre el barro y se reunieron en el living, con los cristales rotos, en una fría y larga noche en la que pudieron velar al poeta. En la marcha fúnebre se fue uniendo más y más gente: fue la primera gran manifestación popular contra la dictadura.
He vivido tanto que un día
tendrán que olvidarme por fuerza,
borrándome de la pizarra:
mi corazón fue interminable.
Pero porque pido silencio
no crean que voy a morirme:
me pasa todo lo contrario:
sucede que voy a vivirme.
Sucede que soy y que sigo.
No será, pues, sino que adentro
de mí crecerán cereales,
primero los granos que rompen
la tierra para ver la luz,
pero la madre tierra es oscura:
y dentro de mí soy oscuro:
soy como un pozo en cuyas aguas
la noche deja sus estrellas
y sigue sola por el campo.
Se trata de que tanto he vivido
que quiero vivir otro tanto.
Nunca me sentí tan sonoro,
nunca he tenido tantos besos.
Ahora, como siempre, es temprano.
Vuela la luz con sus abejas.
Déjenme solo con el día.
Pido permiso para nacer.
Del poema Pido Silencio
Gracias por traerme a la memoria, con este excepcional reportaje, unas visitas muy emotivas de cuando mi vida era moverme entre Chile y Argentina. Esas casas son una de las experiencias culturales más interesantes que pueden hacerse en América Latina. Espero tu próxima sorpresa en estas páginas visuales.
Estoy de acuerdo, Antonio, me parece una visita imprescindible.
Tengo guardada otra sorpresa, relacionada con Neruda pero mucho más desconocida. Muy pronto 😉