La vista de las curtidurías de Fez es de las más pintorescas de la ciudad, así como la de los turistas asomándose desde los balcones de la tiendas mientras sostienen un ramillete de menta que no dejan de oler en ningún momento, como si ese puñado de hojas pudiera poner distancia entre el hedor que sale de las tinas y una vida de trabajos mucho más cómodos del que desarrollan esos hombres que se pasan la vida en remojo. La curtiduría Chouwara está en el itinerario de cualquier visita por la medina. Hay otros lugares donde desarrollan el trabajo, pero la más conocida, la más abierta a la mirada cotilla del turista es Chouwara. A los balcones el olor llega diluido, no es para tanto. Desde allí las tinas con los tintes parecen la paleta de un pintor, una paleta un tanto caótica, más vistosa cuando toca teñir los cueros de vivos rojos, verdes o azules.
El momento del año en que la actividad es más frenética es tras la Fiesta del Cordero, cuando cada familia despelleja uno o varios animales de los que aprovechan todo. Por supuesto la piel. Tras desnudar al cordero, le echan por el reverso grandes puñados de sal gorda para absorber el exceso de agua y dejan la piel en el tejado para que el sol haga el resto. Desde allí, en carromatos que van dejando por las calles un reguero con las últimas gotas de sangre, trasladan las pieles al lugar donde las tratarán en su primera fase. Uno de los almacenes más grandes está en Talaa Kebira, una de las dos arterias principales de la medina. Allí, aplican a las pieles, todavía con el pelo del animal, una generosa capa de cal viva diluida en agua. Las pilas alcanzan la altura del hombre que las amontona, poniéndose de puntillas para subir las últimas. Unas de apenas metro sesenta, otras que levanta un gigantón cercanas a los dos metros.
Una vez concluida esa primera parte, las recuas de burros llevan las pieles hasta la curtiduría. Allí se inicia un laborioso proceso. En primer lugar, reciben de nuevo un baño de cal, esta vez mezclado con excrementos de paloma, cenizas y orines de vaca. Luego vendrá el descarne y eliminación de los restos de pelo, el encurtido, el engrasado con materiales como pasta de higo, el tinte y el secado, cuando las pieles extendidas en los tejados forman mosaicos monocromo según el pigmento natural que haya tocado ese día: índigo para el azul, alazor o gualda para el amarillo, cochinilla para el rojo.
Siempre que tengo la oportunidad, bajo a caminar entre las pozas que contienen los tintes naturales. Desde allá abajo, a vista de curtidor, hay mayor sensación de barrera con los balcones de forja que protegen a los turistas y les permiten disfrutar de lo que creen es un espectáculo. Una función que, sin embargo, no baja nunca el telón y se extiende por más horas de las que desearían los trabajadores.
Recuerdo una charla que tuve con Hassan, uno de los chicos que trabajan en la curtiduría, hace un par de años. Me llamó la atención el ímpetu con el que se sumergía en el agua, hasta la cintura, vestido con su camiseta del Barça, como si en realidad estuviera dando saltos en una piscina de agua fresca y no en un mejunje maloliente. Con violentas patadas hundía las pieles en el agua teñida de rojo. Hassan chapurreaba un poco de español porque hasta que llegó la hora de entrar en la tenería ganaba algunos dírhams gracias a los turistas incautos que pillaba en Bab Boujeloud, llevándoles a tiendas que siempre eran de su primo. En un breve descanso, de los pocos que se permite durante la jornada, me cuenta que no sabe exactamente cuándo entró a trabajar allí, que su padre ya ejercía como curtidor y él debía tener once o doce años cuando ya se pasaba parte del día por allí, fijándose en cada detalle de un oficio que sabía sería el suyo en poco tiempo. Las jornadas empiezan muy temprano, cuando a los turistas que se escandalizan por el olor todavía les quedan algunas horas de retozar entre sábanas. Hassan trabaja en verano, con temperaturas que superan holgadamente los 40 grados, cuando la fosa parece una olla de sopa caliente. Trabaja en invierno, cuando el mercurio flirtea en la zona baja, la cercana al cero, y el agua es un gélido suplicio que recorre cada centímetro de la piel, de su piel. Es en invierno cuando se hace más deseable aún la llegada de la hora de comer, el momento en que encienden un pequeño hornillo para calentar un tajine del que comerán seis manos. El calor que desprende ese pequeño fuego es lo más cercano al bienestar que se va a encontrar hasta que regrese a casa, bien entrada la tarde.
Otra de las veces, escuché a un guía decir que los curtidores eran codiciados solteros porque son hombres fuertes. Supongo que había una buena parte de esas licencias que se permiten los guías buscando el asombro y, sobre todo, la buena propina del grupo. En las pozas no hay metidos hombre mayores, muchos trabajadores empiezan a sufrir de enfermedades como el reuma a muy temprana edad. Además, se necesita la agilidad que el paso del tiempo te niega para caminar como un funámbulo por los resbaladizos bordes de las pozas.
Los trabajadores de mayor edad se meten en pequeños cuartos oscuros situados en los laterales del recinto, por los que apenas entra un haz de luz por un minúsculo ventanuco. Allí acaban de limpiar las pieles, una vez teñidas, de impurezas. Con monótonos movimientos de una cuchilla, enorme, que corta con sólo mirarla.
Las pieles que salían de las curtidurías de Fez estuvieron entre las de mayor calidad del mundo. Actualmente, esa calidad se ha resentido. Su principal uso es convertirlas en bolsos y babuchas que, casualmente, te venderán en las tiendas tras el rápido vistazo desde el balcón.
Me ha encantado el relato. Leerlo me ha hecho revivir una gran experiencia. Como veo, has podido disfrutar de la relación a pie de poza, con los curtidores, algo que sin duda enriquece el momento. Muy buenas fotos.
Sí, JD, desde abajo se tiene otro punto de vista. De hecho es abajo donde está la historia. La próxima vez bajamos 😉
Realmente, impresionante. Que dura forma de ganarse la vida. No imaginaba lo que eran las curtidurías