En no pocas ocasiones los vuelos que me han traído de vuelta a casa, en las maniobras de descenso hacia el aeropuerto de Barcelona, han sobrevolado el Delta del Ebro. Ese mosaico de campos, salinas y lagunas, es todo un espectáculo desde el aire, especialmente hermoso durante el periodo del año en que los campos de cultivo están inundados, formando mil espejos que brillan con diferente intensidad y color según les toca la luz. Es un paisaje muy cambiante y relativamente reciente.
La historia de un fracaso cambió para siempre la fisonomía del paisaje de las Terres de l’Ebre. El anhelado sueño de la navegabilidad con fines comerciales del río Ebro recibió un impulso en 1778, cuando Carlos III habilitó el puerto de los Alfacs para comerciar con América. Se pretendía dar salida a los productos que venían del interior de la Península, especialmente de tierras aragonesas, y para ello se construyó un canal desde Amposta a Sant Carles de la Ràpita para poder conectar el río con el puerto. Pero los caprichos del Ebro, que iba depositando sedimentos a su antojo, provocaban continuos problemas de calado en el canal. A mediados del siglo XIX hubo otro intento, el francés Isidore Pourcet planificó de nuevo esa obra faraónica. El momento en que los primeros barcos de vapor hicieron el recorrido coincidió con la puesta en marcha de la línea ferroviaria entre Zaragoza y Barcelona, un medio de transporte mucho más rápido y económico.
El aprovechamiento de la infraestructura de aquel proyecto fallido dio lugar a la puesta en servicio del Canal de la Derecha del Ebro, entre los años 1856-57, y del Canal de la Izquierda en 1912. Pese a que a principios del siglo XVII hay menciones referentes al cultivo del arroz en la partida de la Carrova, por parte de los monjes del convento de Santa María de Benifassà, fue con la apertura de los canales para el riego cuando el arroz configuró el actual paisaje del Baix Ebre y del Montsià, con los campos inundados entre finales de marzo y principios de abril, reverdeciendo tras la siembra; de intenso dorado y llenos de vida con numerosas especies de avifauna a partir de septiembre, momento en que empieza la siega.
Los trabajos iniciales no fueron fáciles, había que sanear unas tierras yermas, difíciles y pantanosas. Además, los episodios de paludismo asociados al estancamiento de las aguas generaron más que dudas entre la población. La febre o quartana, como se conocía por aquellas latitudes a la enfermedad transmitida por el mosquito Anopheles, provocó disputas entre la población payesa de localidades como Amposta o Sant Jaume d’Enveja y la de Tortosa, desde donde se iniciaron campañas y quejas al gobierno para intentar prohibir el cultivo del arroz. Los agricultores se comprometieron a realizar mejoras en el drenaje para evitar el estancamiento de las aguas, promesa que el Estado dio como buena porque no se podía permitir otro bochorno con el aprovechamiento del canal para el riego tras el fiasco del proyecto de navegación.
Los colonos que llegaron a la zona podían acceder a la propiedad de las tierras recuperadas tras un tiempo trabajando en ellas, recompensa lógica por las complicadas particularidades del cultivo del arroz. Se introdujeron nuevas herramientas, la experimentación y la adaptación eran parte del día a día. Tras un primer periodo en que se sembró a voleo, se pasó al transplante porque había más garantías de germinación y mejores cosechas. Una vez superadas las dificultades el arroz incrementó y fijó población en las localidades cercanas a los campos, se construyeron las tradicionales barracas para los jornaleros que llegaban de fuera y se fomentó la cohesión y la colaboración en las fincas pequeñas donde la contratación no era rentable: una práctica común era el trabajo a jornal cambiado, que consistía en ir a una finca a cambio de que el macho —no todos se podían permitir tener uno— fuera a la suya.
Debía ser un espectáculo, como si fuera una danza, ver a los jornaleros plantar y segar juntos. La posición en el campo siempre de culo al viento, en un ángulo de casi 90 grados, dio lugar a expresiones como “tú recula”. En un manuscrito de Oscar Carvallo, hijo del fundador de una de las grandes familias arroceras de la zona, llamado Travaux de Vacances y datado en 1887, se refería así a esas tareas: «Nada hay más curioso que contemplar un grupo de muchachas, las enaguas recogidas en forma de calzones, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, segando ardorosamente, avanzando generalmente sobre una línea y cantando, con voz ligeramente nasal, los aires monótonos del país».
Son estampas del patrimonio cultural que se hubieran perdido por completo, debido a la mecanización de casi todos los procesos, si no fuera por el empeño de las Terres de l’Ebre en seguir representando dos de los momentos más importantes del ciclo del arroz durante las fiestas que dedican a la plantada —fines de semana de junio— y a la siega —fines de semana entre septiembre y octubre—. Esas jornadas, que se celebran en Deltebre, Sant Jaume d’Enveja, l’Aldea, Sant Carles de la Ràpita, l’Ampolla y Amposta, son salvaguarda de la memoria, de un conocimiento cuya práctica se hubiera diluido más allá de la memoria oral y escrita. Uno de los grandes impulsores de la recuperación de estas tradiciones fue Lluís Garcia, que en 1990 reunió a un pequeño grupo de personas alrededor de la Casa de Fusta para representar esos oficios, poniendo el germen de lo que hoy son esas fiestas, unos encuentros multitudinarios para celebrar la cultura y la gastronomía del arroz.
Así, podemos conocer los trabajos del arado de la tierra para oxigenarse, el nivelado de los campos para que la inundación sea uniforme, la siega a mano, el apilado en gavillas que más tarde se recogerán en un carro tirado por el macho y el transporte en unas características embarcaciones por los canales para llevar el grano hasta su lugar de secado. Todo ello con el acompañamiento de jotas y bailes. Algunos productores están volviendo a incorporar estos procesos tradicionales en el cultivo, en busca de un producto más ecológico. La calidad del arroz está garantizada, desde el año 2006, por el sello D. O. P. Arroz del Delta del Ebro.
Si el arroz ha marcado el paisaje ebrenco, también ha hecho lo propio con la gastronomía. No hay jornada gastronómica, de las numerosas que se celebran en el territorio, que no incluya alguna receta en la que el arroz tenga protagonismo. Hablamos del plato que, probablemente, más discusiones familiares ha provocado, todos defienden “su receta” como la más válida: con o sin cebolla en el sofrito, caldoso o suelto, para servir en el plato o para meter la cuchara directamente en la paella, con la cocción acabada en el horno o hecho a la leña. Dejando las bromas y los cuñadismos a un lado, en lo que todos están de acuerdo es que alrededor de un plato de arroz salen grandes sobremesas. Y donde no hay ningún tipo de duda es en la belleza y la emoción que provoca un atardecer sobre el inmenso espejo que forman los campos de arroz del Delta del Ebro cuando están inundados.
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