Hubo un tiempo en que los grandes viajes se hacían en tren. Señores vestidos de tweed y elegantes damas sombrilla en mano se daban cita en estaciones de ferrocarril veladas por esa permanente neblina que generaban las locomotoras de los trenes de vapor. En aquellos convoyes de comienzos del s.XX se viajaba a París o a Estambul en periplos que duraban varios días y en los que las señoras intentaban no perder la compostura en ningún momento a pesar de los calores o del constante traqueteo al que estaban sometidos esos preciosos pero incomodísimos asientos de madera. Eran viajes en los que se forjaban amistades, se escribían novelas, surgían amores clandestinos, y donde sucedía algo que hoy es todo un tópico viajero: no era tan importante el destino en sí como disfrutar del trayecto.
La publicación en 1934 de una novela de Agatha Christie, contribuyó a darle popularidad a un tren que ya por sí mismo había alcanzado un gran prestigio entre las clases sociales más distinguidas de la Europa de principios del s.XX: el mítico Orient Express. Desde que en 1885 se inaugurara la ruta entre París y Estambul, la compañía Orient Express ha trasladado el lujo y la sofisticación en los trayectos ferroviarios a otros continentes como el americano o el asiático, y hoy dispone de seis trenes históricos que tratan de emular esos grandes viajes del pasado.
Mi oficio viajero me ha llevado en los últimos años a conocer tres de estos míticos trenes: el Eastern & Oriental Express, que recorre los paisajes asiáticos desde Bangkok hasta Singapur; el Venice Simplon, que aun hoy sigue cubriendo la distancia entre Venecia y Londres, y el Royal Scottsman, que atraviesa el norte escocés en cuatro días. Todo en estos trenes es como una vez debieron ser estos viajes legendarios: terciopelo y cristal esmerilado, cuberterías de plata, solícitos mayordomos sirviendo el té de las cinco y un distinguido pasaje que se viste de gala para acudir al vagón restaurante. En ellos no faltan tampoco el pianista dispuesto a tocar un clásico de George Gershwin o ese barman confidente que siempre recuerda la copa que pediste ayer. Si la mismísima Greta Garbo se presentara a la cena o si topáramos en el pasillo con John Ford besando a una rubia platino, puedo decir que no desentonarían lo más mínimo. Esos largos viajes en tren son una verdadera inmersión no tanto en un destino, sino en una época y en un estilo de vida que apenas existen ya fuera de las cuatro paredes de estos vagones.
Leave a Comment