Un día al año, durante 24 horas, el mundo del motor mira hacia Le Mans: algunos de los coches más rápidos —en 1988 un vehículo alcanzó los 407 kilómetros por hora— dan vueltas a un circuito de casi catorce kilómetros. Es curioso que una ciudad con un nombre tan asociado a la velocidad invite justo a todo lo contrario: al paseo sosegado. Hace algunas semanas, tuve la ocasión de dar una ponencia en la capital del departamento de Sarthe sobre creación y gestión de contenido para redes sociales, concretamente en la abadía de Épau, el lugar donde está enterrada Berenguela de Navarra. Su marido, Ricardo Corazón de León, está en Fontevraud; dicen las malas lenguas que junto a la mujer de su vida: su madre. En la charla, mi principal consigna fue que pisaran el freno, que dieran prioridad a la calidad y la construcción de relatos interesantes frente a la aceleración constante a la que nos someten las redes, teniendo la sensación de que estamos metidos en uno de esos coches que no paran de girar en un circuito.
Al margen de la ponencia, tuve tiempo —ese es el verdadero lujo— de pasear sin prisas por las callejuelas de Le Mans y los alrededores de la ciudad, paseo marcado por dos factores: el uso de un mapa en papel y la ausencia de reloj. Empecé la mañana entre los puestos del pequeño mercado que montan en la entrada de la muralla, delicioso como solo los mercados franceses pueden serlo, con ese orden que parece fruto de la casualidad y los aromas a hortalizas y verduras frescas, a tentadores quesos y a dulces recién horneados. Desde allí se puede apreciar perfectamente que la catedral de San Julián, enorme, se les salió de las murallas de época romana según fue creciendo. En el interior del templo se conservan un buen número de notables vidrieras, algunas entre las más antiguas de Europa, y la capilla de la Virgen, con unas pinturas en la bóveda que muestran un conjunto de ángeles con instrumentos musicales.
El casco histórico de Le Mans, conocido como Cité Plantagenêt, es un delicioso conjunto de calles empedradas y casas de entramado en muy buen estado de conservación, que ha servido de escenario en numerosas películas, como Cyrano de Bergerac con Gérard Depardieu y El hombre de la máscara de hierro con Leonardo DiCaprio. Lejos de parecer un decorado, esas calles están llenas de vida, de gente local y pequeños negocios. En uno de ellos, me regalo uno de esos raros placeres: entrar en una librería de viejo no para leer sino para oler. Las páginas amarillentas, llenas de matices aromáticos y vidas ajenas, haciendo la función de la magdalena de Proust. Pero si hay un olor capaz de sugestionarnos, ese es el del café. Frederic Minaud es el propietario del pequeño y encantador café Bateau Lavois. El nombre hace referencia a los antiguos barcos anclados en el río que se utilizaban como lavaderos para la ropa. Abrió el café con la idea de dar a conocer un hermoso proyecto y recoger apoyos y fondos para llevarlo a cabo, el de recuperar uno de esos barcos y convertirlo en un espacio de encuentro. Si sale adelante —en verano sabrá si obtiene los permisos y la financiación necesaria— planea abrirlo en 2020. El barco incluiría una cocina para que la gente haga showcookings y un café.
Durante el último fin de semana de septiembre, numerosos patios y jardines privados abren sus puertas a horticultores, floristas, arquitectos, decoradores, músicos, titiriteros varios y, por supuesto, al público en general. Aunque mi visita no coincide con la fecha, me reúno con el vicepresidente de la asociación responsable del evento, Metais Serge, que me acompaña a visitar algunos de esos jardines, entre ellos el de su propia casa en un precioso patio en tres niveles. La casa aún guarda otra agradable sorpresa, Metais me permite bajar hasta la base de la muralla romana que circunda la ciudad y ver un horno de cal, de la misma época que el muro, excavado en la roca. En otro de los jardines me enseña un reloj analemático que no dudo en probar: colocando los pies sobre la fecha correspondiente mi sombra proyectada señala la hora exacta.
En un ventanuco, en la parte superior de una de las casas de entramado, veo un oso de peluche. Al momento, otro más asoma por otra ventana. La razón es el homenaje de los vecinos a una de las imágenes más conocidas del fotógrafo francés Robert Doisneau, en la que retrató a una niña con un oso en las manos. El barrio, entonces, era bastante pobre, y el juguete, algo sucio y desharrapado, era el único lujo de la niña. En el casco histórico también encontramos algunos pequeños restaurantes, de cálida decoración y apuesta por la gastronomía de temporada y local. En uno de ellos, L’épi’Curieux, doy buena cuenta de unas croquetas de jabalí, un plato de faisán y, cómo no, una selección de los afamados quesos franceses para el postre. Todo acompañado de vino Jasnieres, un blanco muy afrutado que sale de las viñas de chenin blanc plantadas en las pendientes ribereñas del río Loir, un afluente del Sarthe que recorre el valle de los Poetas.
El circuito de Le Mans, fuera del día que hay carreras, es poco más que asfalto y gradas. Otra cosa es el museo, donde podemos ver una interesante colección de los coches ganadores de la prueba, objetos relacionados, mercadotecnia, y donde nos contarán un buen puñado de anécdotas, como que la fama de la carrera también encontró sitio entre las viñetas de Astérix. En una de las tiras de Gosciny y Uderzo, un grupo de galos corre hacia unos particulares “vehículos”, carros tirados por bueyes, para dar inicio a las 24 horas de Suindinum, el nombre de Le Mans cuando era poco más que una aldea gala. Otra de las curiosidades cuenta que el año que la marca Porsche colocó ocho vehículos entre los diez primeros clasificados, tuvo muy claro cuál iba a ser su próximo eslogan publicitario: Nadie es perfecto.
Siguiendo en las afueras de la ciudad, me acerco hasta el châteaux de Poncé-sur-le-Loire, uno de los castillos menos conocidos de la ribera del río Loir. En el bosque, completamente vestido de otoño, que pertenece a la finca me espera el propietario, el pintor Guy de Malherbe, que en un perfecto castellano me cuenta la historia de la propiedad y me muestra sus rincones preferidos, incluyendo un cuidado jardín con laberinto, antes de pasar a ver la excepcional bóveda de las escaleras de acceso a las diferentes plantas. Tengo el privilegio de pasar a unos salones que no se visitan para compartir una taza de café y unas galletas con Guy, charlar de su obra, del arte y de la vida. Al salir del castillo, llevo dos hermosos regalos: el libro de la obra del artista y el de los castillos poco conocidos de las riberas del Loir y del Loira.
El viaje acaba con otro regalo, otro momento de calma, de tiempo absolutamente detenido. Y no, no es ninguna metáfora ni una manida licencia literaria: la liturgia de las horas en la abadía de Solesmes todavía es en latín e incluye los cantos gregorianos que tanta influencia tuvieron en el auge que vivió este tipo de música hace un par de décadas. Sentado en uno de los bancos de madera, ocupados por apenas media docena de almas, asisto a las vísperas que santifican la noche. A ambos lados, los magníficos transeptos con la Bella Capilla, consagrada a la Virgen María, en el norte y la tumba de Nuestro Señor en el sur. Al frente, los monjes cantando el Magnificat, el cántico que entonó la Virgen María en la Visitación. Más tarde, al final de Completas, cantarán el Salve Regina, una de las cuatro antífonas a la Virgen. A partir de ahí, el completo silencio, otro bien tan escaso como el tiempo.
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