¿Cuánto hace que no construyen una cabaña? ¿Mucho? No importa. Si no tienen el privilegio de contar con alguna en activo, seguro que guardan emotivos recuerdos de las vividas. Las cabañas, esos artefactos siempre humildes, más o menos precarios, tienen el poder de conectar a los humanos con algo muy profundo. Probablemente fueron nuestro primer refugio y no lo hemos olvidado. A pesar del triunfo de la arquitectura, de los espacios cómodos, habitados y con historia acumulada, seguimos necesitando ese espacio frágil, efímero pero íntimo, donde las fronteras entre el interior y el exterior se difuminan: el éxito de caravanas, bungalós y campings debe tener que ver esto.
Las cabañas nos ayudan a trenzar vínculos con lo natural, con lo ancestral. No tienen umbral, están abiertas al mundo exterior, ya sea real o imaginario. Tampoco son solo lugares físicos. A la vez, son también espacios psíquicos, mentales. Gilles A. Tiberghien, en su sugerente libro Notas sobre la cabaña[i], explica que son espacios de transición; espacios que nos permiten enfrentarnos a la realidad pero sin entrar del todo, algo parecido a los ositos de peluche que tanto ayudan a sobrellevar mundos amenazadores.
Los expertos aseguran que las cabañas de Thoreau, Wittgenstein, Jung o Heidegger, tienen en común el hecho de facilitar el pensamiento a partir de su capacidad de generar otra manera de percibir el tiempo. «Refugios de tiempo», lugares que facilitan poder experimentarlo sin la salvaje aceleración a la que el sistema económico nos ha sometido. De hecho, hay espacios que funcionan como cabañas. Son los llamados paisajes refugio[ii]. En un mundo cada vez más acelerado, ruidoso y estresado, estos espacios cobran una renovada importancia como espacios balsámicos, como espacios para relaciones más pausadas y menos banales con la naturaleza, con los otros y con nosotros mismos.
Permítanme presentarles una sierra que cada vez concibo más como si se tratara de una gran cabaña: la sierra de Cardó. He estado trabajando intensamente en ella durante más de un año para escribir una guía de recorridos a pie[iii] y reconozco que me ha marcado profundamente. Se trata de un macizo no demasiado extenso, de unas dimensiones muy humanas. A la vez es un territorio duro, austero, donde la geología —la roca— imprime un fuerte carácter. La sierra se alarga unos treinta kilómetros junto al Ebro, entre las comarcas de la Ribera y el Baix Ebre. La histórica ciudad de Tortosa se asienta precisamente en su falda.
Ahora bien, como sucede con las cabañas, la sierra pasa habitualmente desapercibida y lo hace en tal grado que en más de una ocasión me he referido a ella como la «montaña invisible». No existe ninguna población en su interior e incluso a los propios habitantes de los alrededores les resulta difícil percibirla como un todo. Están demasiado cerca. Tradicionalmente, cada pueblo solo ha visto una parte de la sierra, su rincón donde trabajar los olivos y donde refugiarse cuando llegaban las guerras.
Las cabañas se construyen con materiales humildes, con lo que se encuentra. Las generaciones de payeses que han trabajado la sierra han acabado por peinar las abruptas laderas con sus manos, levantando interminables muros de piedra en seco, construyendo humildes caminos de herradura por donde adentrarse y pequeñas casitas donde guarecerse durante los periodos de cosecha. El resultado es un ejemplo precioso de paisaje del esfuerzo.
Su papel como espacio refugio viene de lejos. Las cuevas y pinturas prehistóricas de Cabrafeixet, incluidas en el conjunto de las declaradas Patrimonio Mundial por la UNESCO, dan testimonio de ello. Ahora bien, su carácter indiscutible como territorio para el retiro llegó con la construcción del «desierto» carmelitano de Catalunya en el valle que da nombre a la sierra: Cardó.
Los orígenes de tal empresa se remontan a la Palestina del siglo XII, donde un grupo de fervientes seguidores del antiguo profeta Elías se asentaron como eremitas en el monte Carmelo buscando la soledad. Ese fue el origen de la orden de los carmelitas. Con la reforma llevada a cabo a finales del siglo XVI, los carmelitas descalzos o «teresianos» (seguidores de Santa Teresa de Jesús) se propusieron una observancia más estricta de la orden y recuperar parte del espíritu eremítico de sus fundadores. Así nacieron los «desiertos», lugares apartados, en medio de la naturaleza, donde buscar el silencio y la penitencia.
El valle de Cardó, orientado al norte, presenta una exuberancia vegetal inusitada para estas latitudes. No debe ser casualidad dado que «karmel» se traduce como «jardín». El convento carmelitano se levantó en un escenario absolutamente cinematográfico, colgado en lo alto de un impresionante risco junto a una cascada de agua. Pero eso no era suficiente. El deseo de los religiosos que acudían a pasar temporadas, o incluso a retirarse, era acercarse lo más posible a la vida eremítica. Por ello se levantaron hasta catorce ermitas-refugio destinadas al retiro espiritual. Se trataba, en su mayoría, de construcciones pequeñas y humildes, extremadamente austeras, pensadas para la meditación y el viaje interior; es decir, auténticas «cabañas».
Nada es eterno, y a mediados del siglo XIX la desamortización de Mendizábal provocó la ruina del monasterio. A pesar de ello, la singularidad del lugar y sus buenas aguas convencieron a dos entusiastas emprendedores de Tortosa para transformar el convento abandonado en un magnífico balneario. La nueva función podría parecer completamente opuesta a la anterior —comodidades, música, bailes, alegría— pero, en el fondo, los nuevos visitantes también buscaban el contacto íntimo y terapéutico con la naturaleza. También buscaban la desconexión respecto a un mundo ajetreado, convulso, que el capitalismo empezaba a acelerar.
El balneario de Cardó mantuvo sus puerta abiertas durante un siglo, sobrellevando incluso la Guerra Civil[iv]. Lamentablemente, no consiguió superar los profundos cambios que afectaron a la sociedad de los años cincuenta y sesenta. La fiesta de final de temporada del 67 fue la última. Pere Alcoverro, el hijo del último director del balneario, nos contaba: «Nunca una orquestina había tocado tan afligida como aquella. Aquel día vi llorar a mi padre».
El monasterio y las ermitas han sufrido —y mucho— el trato cruel del abandono. Paradójicamente, crece día a día el interés por el valle de Cardó y por el conjunto de la sierra entre los habitantes de la región. En Cardó se pone de especial evidencia que la naturaleza y sus tempos siguen formando parte de la espiritualidad de los humanos. Estos ajetreados sapiens del siglo XXI buscan y encuentran en sus paisajes caminos que les permiten llegar a sus territorios interiores, algo tan frágil como valioso.
[i] La edición en castellano de Notas sobre la cabaña ha llegado de la mano de Federico L. Silvestre y está publicada por Editorial Biblioteca Nueva.
[ii] El pasado 13 de diciembre se celebró en Santa Coloma de Cervelló una jornada dedicada a los «Paisajes refugio», organizada por el Observatori del paisatge de Catalunya, en la cual estuvieron presentes, en otros, el propio Gilles A. Tiberghien y Federico L. Silvestre. En breve será posible visionar las intervenciones en la web del Observatori: http://www.catpaisatge.net/cat/index.php
[iii] La guia A peu per la serra de Cardó pertenece a la colección «De ferradura, guies per a caminants curiosos» de Arola Editors y ha sido posible gracias al Consorci per al Desenvolupament del Baix Ebre i Montsià y a los municipios de la sierra: Rasquera, Benifallet, Tivenys, Tortosa y el Perelló, además de L’Ametlla de Mar.
[iv] Un reciente libro escrito por Albert Curto y Laura Tienda recoge su interesante historia: El balneari de Cardó. El passat d’un somni. Pagès Editors.
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