El día amanece púrpura en la Polinesia francesa mientras los recolectores de una granja de perlas en la isla de Fakarava se ciñen las gafas de buceo. A 450 kilómetros de allí, en Pape’ete, una trabajadora de la joyería Rober Wan pasa el paño a las vitrinas. Justo a esa misma hora, cuando el sol comienza a despuntar sobre el horizonte, en el ferry que me trae de Moorea alguien me cuelga un collar hecho con tiare tahiti, la flor nacional Polinesia. Maeva. Bienvenida.
Pape’ete, la capital de las islas, me recibe con su habitual estruendo de claxon, y con paso apresurado me dirijo al mercado, donde el ruido ambiental adopta los típicos matices de la oferta y la demanda. Entre pescados multicolores, pareos y artesanía en hoja de palma, allí están perfectas, impasibles, alineadas en un mostrador como si el resto del bullicio no fuera con ellas.
Regalo de los dioses
Según la mitología polinesia las perlas —que albergaban luz en su interior— eran propiedad de Rua Hatu, el dios del mar, que las usaba para iluminar su reino. Pero fue otra divinidad, Oro, el dios de la guerra y la paz, quien acercó las perlas a los humanos. Enamorado de Vaiaumati, una terrenal nacida en Bora Bora con quien contrajo matrimonio, Oro le entregó las primeras perlas —las míticas Poe Rava y Poe Konini— como símbolo de amor, y las Te ufi —las ostras— a la humanidad como recuerdo de su paso por la Tierra.
Igual que le sucedía a la originaria Poe Konini —que según la leyenda llevaba grabados los anillos de Saturno— la superficie de las perlas no es siempre lisa, su forma no es siempre esférica y su color puede variar enormemente. Sin duda el color es el primer elemento distintivo de las perlas tahitianas, que a pesar de su nombre no son negras sino que su tono va del gris oscuro al dorado pasando por los marrones, los pistachos o los malvas. Estos matices tonales tienen dos orígenes: uno bioquímico determinado por las propiedades cromosómicas de la ostra, y otro puramente físico que depende del fenómeno de la difracción, refracción y reflexión de la luz en las distintas capas que componen la perla. La artífice de que las esferas tahitianas posean esta extraordinaria gama cromática es la Pinctada margaritifera, la ostra autóctona, capaz de producir estas tonalidades oscuras imposibles para sus hermanas japonesas o australianas. La alimentación de la margaritifera —el plancton existente en las lagunas coralinas polinesias— influye igualmente en el color y, aunque parezca mentira, también la pericia de los cultivadores de perlas tiene un rol fundamental en el tono final.
Una entre miles
Antes de embarcarme hacia uno de los centros de cultivo de las perlas tahitianas en el vecino archipiélago de las Tuamotu, decido aprender un poco más sobre estas joyas marinas en el museo de la Perla, situado en el mismo Pape’ete. Heimata, una adorable tahitiana de piel aceitunada será mi cicerone en el museo. De su mano aprendo a distinguir entre las diferentes calidades de las perlas en su categoría de joyas. Su origen, condiciones de cultivo, cantidad de producción y demanda, influyen obviamente en el valor de una perla, pero lo que marcará su precio final por encima de todo serán sus características físicas. Existen cinco criterios oficiales para clasificar las perlas tahitianas: el lustre o brillo es el primero de ellos y se evalúa según la reflexión más o menos perfecta de la luz en la superficie de la perla. Un lustre bueno corresponde a una reflexión total es decir un “efecto espejo”. El segundo criterio atañe a la calidad de la superficie; cualquier alteración de la capa superior de la perla tal como arrugas, sedimentos o hendiduras se tiene en cuenta, considerándose una perla excepcional la de superficie completamente lisa. La tercera pauta en juego es la talla, que corresponde al diámetro de la pieza y que en las perlas negras de Tahití suele oscilar entre los 8 y los 16 milímetros. Un criterio de clasificación más: la forma, que puede variar desde la esfera perfecta a la perla barroca —de contorno irregular— pasando por los ejemplares en forma de lágrima o de botón. El color es un último criterio adicional y no afecta tanto a la valía económica de la perla, sino al gusto personal de cada uno.
Tuamotu, viaje a los orígenes
Mi siguiente destino en la lista es Fakarava, uno de los 76 atolones del archipiélago de las Tuamotu, donde me dispongo a sumergirme de lleno en el proceso de cultivo de las codiciadas perlas azabaches. Esta exigua franja de arena de 60 kilómetros de largo por 25 de ancho que es Fakarava, tiene unos 700 habitantes y aunque el turismo representa una buena fuente de ingresos para los nativos —la extraordinaria riqueza de su ecosistema marino la ha llevado a ser declarada Reserva de la Biosfera por la UNESCO— la economía local se basa principalmente en la industria perlera. A pesar de lo que pueda parecer, el cultivo de perlas es una tradición relativamente moderna en Polinesia. La intervención humana en este proceso natural se viene realizando desde los años 60 del siglo pasado y con ella se ha conseguido que el preciado fruto de la Pinctada margaritifera sea más redondo, más grande y de mayor calidad que el que produciría naturalmente la ostra por sí sola. Antes de esa fecha, las perlas salvajes eran extremadamente difíciles de encontrar, y los habitantes de estas islas obtenían sus ingresos del nácar de las ostras, que se extraía para la fabricación de botones.
La única carretera asfaltada del atolón —de 40 kilómetros en línea recta— me acerca hasta la factoría de Jean Louis, un biólogo marino dedicado al negocio de las perlas desde hace más de diez años. En su granja, una jornada de trabajo comienza con la comprobación de las ristras de ostras que permanecen amarradas a unos siete metros de profundidad bajo las aguas de la laguna. Solo los ejemplares que han alcanzado cierto tamaño están listos para el injerto, una operación extremadamente delicada que determina el futuro de la ostra y de sus perlas. Con precisión quirúrgica se abre el molusco sin dañarlo, se realiza una incisión en la gónada y se inserta un minúsculo pedacito de tejido de otra ostra —lo que determinará el color final— y el núcleo alrededor del cual crecerá la perla. El núcleo, que en condiciones salvajes suele ser un granito de arena del que la ostra pretende defenderse, se sustituye aquí por una diminuta esfera de plástico o de nácar. Aunque a simple vista no parece gran cosa este sencillo paso requiere de un alto conocimiento de la anatomía del animal, de una enorme destreza y sobre todo de mucho atino. Terminado el injerto el bivalvo se retorna al mar, donde permanecerá un mínimo de 16 meses antes de que la perla pueda ser recolectada.
Tras cuatro años de trabajo, entre asegurar su crecimiento, controlar su alimentación, prevenir enfermedades, injertar y recolectar, tan solo el 5% de las ostras conseguirán producir una esfera casi perfecta. Solo los ejemplares en este pequeño porcentaje volverán a ser injertados una segunda vez y hasta cuatro veces si el resultado es satisfactorio; el resto terminarán sus días en el fondo del mar, ya que aunque comestible, la Pinctada margaritifera no se comercializa para la alimentación humana como se hace con su preciada prima lejana, la Ostrea edulis.
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