Esta es una crítica desgarrada a Florencia, hecha por un pobre vagabundo, por un pedigüeño que se atreve a dar consejos a un amor imposible que se pasea ante él con caras medias de seda. Una crónica en la que habrá besos y bilis, caricias y amargura, un ni contigo ni sin ti en el que irremediablemente se acabará cayendo en las maquiavélicas redes que te llevarán a pasear al mediodía, entre una multitud, por la plaza de la Signoria, peaje necesario para que una mañana cualquiera, antes del amanecer, la ciudad se muestre desnuda ante ti, con toda su sensualidad, insinuándose, dejándose casi tocar por la punta de tus dedos cuando la miras desde Piazzale Michelangelo. Durante los breves minutos que discurrirán hasta que aparezca el tercero y haga de aquello una multitud, sabrás que ha merecido la pena. Eso sí, tendrás motivos de sobra para preguntarle una y otra vez ¿qué te han hecho, Florencia?
No nos engañemos, pese a que podría encajar en el perfil Florencia no es una femme fatale, no hay nada canalla en su gesto. Ni tiene ni quiere el perfume arrabalero de Nápoles y para vanidosa ya está Venecia; a Florencia se la quemaron toda —la vanidad, digo— en el pifostio que montó Girolamo Savonarola y sus acólitos en el Carnaval de 1497, donde ardieron espejos, maquillajes y, ¡ay!, libros. Hablamos de una dama elegante, Florencia es más la profesora de Literatura que la de Ciencias Naturales, más Dry Martini que gin tonic con pepino, más capuccino que carajillo, más Grace Kelly que Monica Bellucci.
Florencia ha convertido cada rincón en un icono que forma parte del imaginario de cualquier turista, incluso sin que haya puesto un pie en sus calles. Por si fuera poco, Dan Brown le dio una buena parte del protagonismo en su última novela, Inferno. Es curioso que el delicuescente autor situara los escenarios de otro de sus libros prescindibles entre algunos de los imprescindibles del arte y la arquitectura. Supongo que buscando el equilibrio.
Es cierto que a ciertas horas del día Florencia puede llegar a ser una ciudad odiosa como otras tantas que han sucumbido al turismo de masas, cuando alientos de ochenta nacionalidades quieren cruzar a la vez el Ponte Vecchio sobre el río Arno o verle las pelotas al David. Pero siempre hay una hora —la que marcan los que nunca dicen no a la última— en que la ciudad vuelve a ser la de principios del siglo XV y la orgía del Renacimiento: con Leonardo poniéndose Florencia por montera, las envidias de Miguel Ángel y las travesuras, apuntad mejor cabronadas, de los Médicis.
Un aviso: por más cuidado que lleves siempre acabarás entrando en algún lugar en el que te cobrarán cinco euros por un café con leche. Abundan los locales que sirven buen café, al fin y al cabo estamos en Italia, y fino cruasán, pero no podrás evitar que te lleven los demonios cuando una camarera políglota te tire la cuenta encima de la mesa para darte en la frente con tu error. Habrá momentos para la reconciliación, pero será necesario forzarlos. Una huida lógica puede ser hacia la Galería Uffizi, museo en el que se podría pasar perfectamente todo el tiempo de nuestro viaje y algo más. Sin embargo es usual ver a visitantes con mucha prisa, sin ni siquiera detenerse ante las obras. ¡Pero si hasta el Duque de Urbino merece un poco más de atención! Qué desagradable perfil, y eso que era el lado bueno, el izquierdo. A su otro perfil le faltaba un ojo y estaba cruzado por un feo chirlo, marcas con las que le obsequió una de sus primeras campañas bélicas. En el museo no dejan hacer fotos, aunque casi mejor para no convertir el placer de ver El nacimiento de Venus o La primavera en una carrera por subir la foto a Instagram como ilustra The New Yorker en la portada de este mes. Suerte que en el arrebato que tuvo Botticelli ante la Hoguera de las Vanidades no tiró toda su obra a las llamas, tan solo algunas que representaban escenas de la mitología clásica, temario bastante reñido con la moral dominica de Savonarola.
Otra vía de escape es el Museo del Bargello, con la delantera formada por Cellini con su Perseo, Giambologna y su Mercurio y Miguel Ángel con su Baco. También es interesante ver las propuestas que presentaron Brunelleschi y Ghiberti al casting que montaron para llenar de bronce las puertas del Baptisterio de San Juan. Ghiberti se llevó el gato al agua. Aunque ambos artistas fueron declarados vencedores ex aequo, Brunelleschi agarró tal pataleta que se largó a Roma, renunciando a esculpir el resto de su vida. Las puertas que vemos en el baptisterio son una copia —las originales están en el Museo dell’Opera del Duomo—, no así los mosaicos del techo, con la cruel representación de los condenados en el Juicio Final que tanto influyó sobre la obra de Dante.
Quizás en 1817, año de la visita de Stendhal a la Santa Croce, todavía se podía disfrutar en cierta soledad del patrimonio florentino, situación necesaria para alcanzar esa especie de colocón neurótico descrito por el autor: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”. Sin embargo, no fue hasta 1979 cuando una psiquiatra italiana generalizó lo del síndrome tras estudiar a un centenar de turistas. ¿Un centenar entre millones? ¿Y no tendrán algo que ver en los mareos las aglomeraciones y la alergia al desodorante que padecen algunos? O incluso la sensación de estar en un mausoleo, con frío mármol por todas partes, rodeados de las tumbas de Maquiavelo, Miguel Ángel, Galileo Galilei, Ghiberti, Vasari o el cenotafio de Dante.
Con un poco de suerte, yo no la tuve, no tendrás que sufrir a dos señoras preguntándose sobre si lo sentían y quedarte con las ganas de saber si se referían al orgasmo o al dichoso Síndrome de Stendhal.
En la despedida del día lo lógico es volver al inicio, a Piazzale Michelangelo, pero esta vez estaremos acompañados de mucha más gente y de una de esas cervezas que venden en los puestos ambulantes, mucho más litrona que tercio. Haremos del cemento de las escaleras nuestro particular garito chillout, disfrutando de la puesta del sol y de las luces artificiales que iluminan Florencia para darnos la postal más resultona. Y nos acostaremos pensando en la mañana siguiente, en el alba, cuando se podrá volver a cruzar el Ponte Vecchio con las todas las joyerías cerradas, soñando que todavía son carnicerías las que ocupan las pequeñas tiendas y que nunca existió el día en que le vieron más posibilidades y menos moscas al asunto del oro que al de la carne.
una descripcion muy peculiar de florencia
Más que peculiar yo diría que muy real…